MÉXICO, DE CABO A GABO
El día anterior acababa de llegar a México, el país que no ha abandonado nunca desde entonces. El poeta Juan García Ponce lo llamó temprano y le dijo: «el cabrón de Hemingway se ha partido la madre de un escopetazo». Esa barbaridad permaneció en su mente «como el comienzo de una nueva época». Así es como Gabo empezó una vida fascinante en la capital azteca, aunque el primer día estuviera teñido de sangre y olor a pólvora. Eso ocurrió en 1961, y la coincidencia de una vida que empezaba y otra que terminaba no dejaba de ser inquietante, porque el Nobel suicida había sido uno de los ejes de la formación literaria del futuro Nobel deicida. Cuenta el colombiano que una vez lo vio, en 1957, caminando por el bulevar St. Michel en París, y que no se le ocurrió otra cosa que gritarle desde la acera de enfrente: «Maestroooo». El gringo comprendió que no podía haber muchos maestros entre la muchedumbre de estudiantes y turistas, por lo que se volvió, y con un gesto de la mano le gritó en español: «Adiooooooós, amigo». De Hemingway aprendió Gabo las «costuras» de la escritura, ya que, con un rigor lúcido, el gringo «dejaba sus tornillos a la vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner —compara el colombiano— es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio» (Cremades y Esteban 2002: 258).
Cuando comenzamos esta investigación, pensábamos iniciarla en 1967 que, como ya se ha dicho, fue el año de oro de la narrativa latinoamericana, pero hace un año, conversando con Michael Palencia-Roth en su casa de Urbana-Champaign, en Illinois (USA), nos comentó que era mucho más adecuado adelantarla hasta la llegada de Gabo a México en 1961, porque ese evento, ese cambio de residencia, supuso para él no solo una nueva etapa, sino el punto de partida de una carrera exitosa que explotaría a mitad de la década y que no habría sido posible sin esos primeros años. Michael, aparte de un gran amigo, que nos alojó en su casa y nos presentó generosamente en la conferencia que impartimos, es también, quizá, el mejor conocedor de la obra del colombiano, y el que con más tino ha profundizado en los hitos, mitos y ritos de las novelas y cuentos de Gabo. Incluso ha escrito sobre la relación entre el poeta y el arquitecto, en un artículo del que nos dio copia durante esa entrevista, titulado «The Art of Memory in García Márquez and Vargas Llosa» (Palencia 1990: 351-367). Además, la universidad en la que enseña desde hace muchos años, la de Illinois en el campus de Urbana-Champaign, es una de las mejores del país, y su biblioteca, la segunda mejor, después de la de Harvard.
Ciertamente, de esos primeros sesenta se puede decir que son los verdaderos años de formación del colombiano. Instalado en el D. F. conoce, a través de Álvaro Mutis, a lo más granado de la intelectualidad mexicana y latinoamericana, y se introduce en un campo que desde hacía tiempo le tentaba poderosamente, pero en el que nunca había puesto los pies con rotundidad: el cine. Conoce a Carlos Fuentes y se hace amigo de él con motivo de la realización de un guión cinematográfico, basado en el cuento «El gallo de oro», de Juan Rulfo. Fue Carlos Barbachano, productor y fundador del cine independiente de México, quien se lo propuso, alentado por Mutis. Y Gabo aceptó, pero cuando el productor vio el resultado comentó: «Está muy bien, pero lo has escrito en colombiano, y hace falta traducirlo al mexicano». Fue entonces cuando entró en acción Fuentes, y los dos futuros amigos fueron presentados. Meses más tarde, se consolidó esa amistad cuando coincidieron en la adaptación de Pedro Páramo, nuevamente de Rulfo, aunque el proyecto fue un fiasco rotundo. No obstante, quedó para siempre el aprecio mutuo, que se afianzó aún más en los años primaverales del boom y ha seguido creciendo hasta el día de hoy.
Además, es muy interesante observar cómo esta evolución ha ido siempre de la mano de Juan Rulfo, probablemente uno de los mentores indirectos e involuntarios del boom, junto con Borges y Carpentier. Especímenes de otro mundo, verdaderos monstruos de la literatura, pertenecientes a una generación anterior, sazonaron durante los cincuenta y primeros sesenta un terreno que todavía basculaba sobre el realismo naturalista apegado a la tierra, y al binomio decimonónico civilización/barbarie, mediante un lenguaje asentado en tradiciones anteriores. Y en el caso de Gabo, fue Rulfo la gran sorpresa porque, además de las anécdotas de los guiones, el descubrimiento de toda su obra fue una verdadera revelación. Michael Palencia nos lo contaba una tarde de otoño, de las pocas en la Urbana de clima continental extremo que ni te congelas ni te derrites. Un día de los primeros meses de Gabo en México, su protector, Álvaro Mutis, fue a visitarlo a casa, y aquel le preguntó qué autores había que leer en México. Mutis volvió al poco tiempo con un paquete de libros, separó dos muy finos y le dijo: «Léete esa vaina y no jodas, para que aprendas cómo se escribe» (Saldívar 1997: 410). En poco más de un día se leyó varias veces Pedro Páramo y El llano en llamas, se los aprendió de memoria sucesivamente y en ese año apenas leyó más novelas, por considerar todo lo demás inferior a esas dos obritas. El trancazo que recibió con su lectura fue similar solo al que sufrió después de leer la primera línea de La metamorfosis, de Kafka, cuando estudiaba en la Universidad de Bogotá a fines de los cuarenta.
Y Rulfo vuelve a aparecer, incluso en persona, en la vida de Gabo en el México de los sesenta. El colombiano continuaba haciendo amigos relacionados con el mundo del cine y la literatura: Jomí García Ascot y María Luisa Elío (exiliados catalanes a quienes dedicaría su obra maestra), Luis Vicens, Luis Buñuel, Elena Poniatowska, Juan José Arreola, Tito Monterroso, José Emilio Pacheco, Jaime García Terrés, y los directores de cine Luis Alcoriza, Alberto Isaac y Arturo Ripstein. Muchos de los cineastas que trató entonces dirigieron las películas de Gabo durante décadas. Así las cosas, entre 1963 y 1964, su historia de amor con el cine adquiere tintes de obsesión hasta el punto de que piensa dejar la escritura literaria para dedicarse por completo al séptimo arte. Uno de los mejores frutos de ese maridaje es la adaptación que él mismo hizo de su cuento «En este pueblo no hay ladrones», donde se dio un festín con los amigos. En el conocido documental sobre su vida y obra La escritura embrujada aparecen imágenes de la película y de su puesta en escena: se puede ver al propio García Márquez cobrando las entradas en las primeras sesiones y, una vez comenzada la película, Luis Buñuel aparece como actor, encarnando a un cura que da un sermón apocalíptico desde un púlpito elevado, mientras que Juan Rulfo y Carlos Monsiváis juegan al dominó como dos pueblerinos más. Luis Vicens (librero y cineasta) encarnó a don Ubaldo, y José Luis Cuevas y Emilio García Riera, uno de los directores, se enfrascaron en interminables partidas de billar. El film estuvo codirigido por el también amigo Alberto Isaac. El relato en el que se basa cuenta la historia de un pueblo que ha caído en una profunda crisis cuando alguien roba las bolas de billar del bar, única fuente de esparcimiento para los hombres del pueblo. El culpable, uno de los jóvenes del lugar, no quiere devolverlas aunque su mujer le insta a que lo haga. Algo que solo ocurre cuando acusan a un negro y se lo llevan a la cárcel. Pero lo que resulta sorprendente es que Gabo consiguiese que Rulfo actuase en la película. Se habían conocido meses antes en una boda de un amigo común, exactamente el día de la muerte del asesino de Kennedy, Oswald (Saldívar 1997: 425). Poco a poco fueron intimando y, desde entonces, habrían de verse con mucha frecuencia en tertulias literarias y citas cinematográficas.
Pero el idilio con el séptimo arte no fue eterno. Esa luna de miel tuvo lugar sobre todo en 1964, con la producción de varios guiones bien pagados, algunos basados en cuentos anteriores, y algún otro original, como el de Tiempo de morir. Sin embargo, el cansancio empezaba a hacer mella en el guionista, y se fue desalentando. En estos momentos Carlos Fuentes fue muy claro con el colombiano, y animándolo, le dijo que no se preocupara, porque la relación de ellos dos con el cine no tenía otro propósito que financiar indirectamente sus novelas, con las que nunca pensaban hacerse ricos. También Álvaro Mutis confió en la madera de Gabo para seguir escribiendo y, en 1965, el milagro se produjo. Dos circunstancias veraniegas lo iban a convertir en delimitador de la primavera del boom. La primera fue el encuentro con su agente literaria Carmen Balcells. Ella ha sido una de las piezas claves del triunfo del boom en España y fuera de la Península. Con su mentalidad catalana, ferozmente atenta al negocio, hizo de oro no solo a Gabo, sino también a Mario, a Cortázar, Fuentes, Bryce y un largo etcétera de autores. Y, por supuesto, también se hizo de oro a sí misma. «Barcelona és bona, si la bolsa sona», dice el refrán más catalán del mundo. La Balcells ya representaba los intereses comerciales de Gabo desde 1962 y, a principios de julio de 1965, pasaba unos días por la capital mexicana después de un viaje a los Estados Unidos, donde había conseguido un contrato de 1000 dólares por los cuatro libros de Gabo. Pensaba que era el mejor momento para conocer a su protegido y darle en persona la magnífica noticia. Pero el colombiano, ni corto ni perezoso, le espetó: «Es un contrato de mierda» (Saldívar 1997: 432). No obstante, la química personal funcionó al instante y, durante tres días y tres noches, el anfitrión agasajó a la recién llegada con fiestas interminables y paseos memorables por una ciudad que nunca se acaba. Finalmente, y como prueba de su lealtad y espíritu magnánimo, fuera de toda solemnidad y burlándose de los menesteres comerciales, Gabo firmó un contrato con Carmen autorizándola a representarlo en todos los idiomas durante ciento cincuenta años. Aquel fue el comienzo de una amistad que todavía dura, después de casi cincuenta años, y que tantas alegrías, económicas y personales, ha generado para los dos. La otra anécdota es muy conocida, y ya la adelantábamos en el libro Cuando llegan las musas:
Llevaba casi cuatro años sin escribir una sola línea de creación y, en un viaje de México a Acapulco en 1965, para inesperadamente el coche y dice a Mercedes, su mujer: «¡Encontré el tono! ¡Voy a narrar la historia con la misma cara de palo con que mi abuela me contaba sus historias fantásticas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre a conocer el hielo!». Nunca llegaron a Acapulco. Media vuelta y a escribir. García Márquez decide encerrarse. Reúne 5000 dólares con los ahorros de la familia, las ayudas de los amigos, etc., y dice a Mercedes que no le moleste en los próximos meses. Son 18, en concreto, los que pasa escribiendo la novela, y durante ese año y medio, la economía familiar contrae una deuda de 10 000 dólares.
(Cremades y Esteban 2002: 262)
Donoso dice que en 1965 conoció a Gabo con motivo del Simposio de Intelectuales de Chichén Itzá, al que fue invitado por Fuentes. En una fiesta que el anfitrión-diplomático organizó para algunos de los participantes extranjeros en su propia casa, alguien comentó a Donoso que el autor del libro que acababa de leer, y lo había dejado anonadado, estaba en la fiesta. Se trataba de El coronel no tiene quien le escriba. Recuerda Donoso: «En el momento en que yo le estaba pasando esta información a mi mujer para que me ayudara a localizarlo, se acercó un señor de bigote negro que me preguntó si yo era Pepe Donoso, y al abrazarnos latinoamericanamente la tarántula desenfrenada que iba pasando nos absorbió» (Donoso 1999: 106). Y destaca que en esa época Gabo estaba inmerso en una sequía literaria que ya le iba durando unos diez años. Sus libros circulaban muy poco, en ambientes muy marginales y estrechos. «Vi a García Márquez —continúa el chileno— como un ser sombrío, melancólico, atormentado por su bloqueo literario… tan legendario ese bloqueo como los de Ernesto Sábato, y el eterno bloqueo de Juan Rulfo» (Donoso 1999: 106). Pero aquello duró poco, sobre todo después del fallido viaje a Acapulco.
El resto de la historia, hasta la publicación de la novela primaveral, dura cien años, en los que la soledad del corredor de fondo se instala en una habitación, y Gabo convive con sus personajes, los mata, los hace nacer, los fusila, los lleva de un lado a otro, los eleva al cielo con una sábana, los mete en una huelga bananera o en un tren amarillo. Así hasta 1967.