EL ABOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
Esteban, el muerto bello, grande y varonil que llega a las costas del Caribe en el relato de García Márquez titulado «El ahogado más hermoso del mundo», va transformando el universo de los habitantes del pequeño pueblo a pesar de su condición cadavérica. La irrupción de un Gabo muy vivo a finales de 1971 en el mundo de la opinión pública también revolucionó el ambiente cultural latinoamericano en relación con el caso Padilla. En la entrevista de Hildebrandt a Vargas Llosa, antes de la epifanía del colombiano, el periodista le pregunta qué opina de la actitud de su amigo, que acaba de pronunciarse escuetamente a favor de Fidel, a lo que Mario responde: «No conozco las declaraciones completas de García Márquez y por lo tanto no voy a comentar una síntesis tan apretada. Pero lo conozco a él lo suficiente como para estar seguro que su adhesión al socialismo es, como la mía propia, la de un escritor responsable de su vocación y sus lectores, una adhesión no beata ni incondicional» (Vargas Llosa 1983: 172). Es de suponer que, tras escuchar las declaraciones posteriores de Gabo, Mario se sentiría incómodo con él, no tanto por haber errado su percepción a priori como por experimentar por primera vez un desencuentro político e ideológico, de carácter más o menos grave, con su mejor amigo. Porque Gabo, en su aparición estelar, se convirtió en el mejor abogado —el más hermoso del mundo— de Fidel y su revolución.
Plinio vivió en directo esa gabofanía porque, tiempo después de recibir la carta donde escuetamente le decía por qué no quería firmar la primera misiva a Castro, apareció sin previo aviso. Fue una llamada telefónica. Desde Barcelona. Acababa de llegar de una larga estancia en el Caribe (desde el otro lado del auricular se sentía el olor de la guayaba podrida) y anunciaba que viajaría a París en breve. Solo para hablar largo y tendido con él. Este es el primer relato de ese encuentro:
En cuanto entró en el apartamento que ocupábamos en la rue de Rome y vio a mi mujer, la cara que ella puso, alzó los brazos con humor:
—No me vayas a regañar por lo de Padilla —le dijo.
Y ella, caribe como él, irreverente, sin poder guardarse nada para sí misma:
—Claro que te regaño, Gabito. Lo que hiciste es el colmo.
Él se echó a reír.
—Marvel —dije yo—, déjale a Gabo tiempo de llegar. Tenemos que hablar muy largo con él.
(Mendoza 2000: 206)
Lo que sigue es el relato de tres noches casi enteras hablando siempre obsesivamente de Cuba y del caso Padilla, sin poder ponerse los dos de acuerdo por primera vez en toda su vida. Plinio dice que comprendió sus razones, aunque no compartía ninguna idea. Gabo consideraba que, hasta entonces, el balance general de la revolución era muy positivo, y su situación le parecía mucho mejor que la de la mayoría de los países latinoamericanos que, o bien eran esclavos del imperialismo, o bien eran esclavos de las oligarquías que detentaban el poder indefinidamente, y de forma corrupta, desde hacía siglos. Estaba persuadido de que los logros en educación y sanidad eran heroicidades fuera de toda consideración lógica, incomparables con las de otros países del entorno. Podía haber errores, pero oponerse frontalmente al conjunto era injusto (Mendoza 2000: 207).
En El olor de la guayaba, once años más tarde de este encuentro, Mendoza entrevista a Gabo y este anota las razones que le empujaron a acercarse cada vez más a la revolución. Cauto y poco amigo de datos concretos y contundentes, indica que posee «una información mucho mejor y más directa, y una madurez política que me permite una comprensión más serena, más paciente y humana de la realidad» (Mendoza 1994: 128). Como en otras ocasiones, Plinio se queda sin las respuestas que pretende. Además, Gabo puede hacer esa afirmación en el año 1982, cuando ya conoce muy bien la situación cubana y a sus líderes, y es amigo personal de Castro desde 1975, pero no es una respuesta válida para el año 1971, pues, por aquellas calendas, el colombiano solo tenía información indirecta sobre Cuba. En El caso perdido da cuenta de sus esfuerzos infructuosos, pues muchas de sus charlas sobre ese tema llegaron a un punto sin salida. Reproduce Mendoza una conversación:
—«Si yo pudiera contarte ciertas cosas» suspira Gabo a veces.
—«Si tú supieras».
Sí, él es el depositario seguramente de secretos del poder que no puede revelar. Debe de conocer el largo contencioso que existe entre Castro y la Unión Soviética. Quizás allí se alojan, secretas, las razones de su adhesión.
(Mendoza 1984: 144)
Mendoza, aunque se pronuncia en contra de los métodos estalinistas, hace un esfuerzo por comprender la postura radical de su amigo, cuando expone: «Para decirlo con su propio lenguaje: solo había dos sopas en el menú. Una sopa incluía probablemente cierto tipo de libertad, la posibilidad de escribir editoriales en los periódicos, de echar discursos en los balcones, de hacerse elegir senador o concejal, pero los niños se morían de hambre o quedaban analfabetos, o los enfermos agonizaban en cualquier parte sin poder llegar a un hospital. La otra sopa del menú no incluía la libertad tal como hasta entonces la habíamos admitido, pero la miseria no existía, los niños comían, recibían educación y techo, había hospitales para los enfermos y las desigualdades de origen eran suprimidas. Entre estas dos sopas, entre estas dos realidades, las únicas puestas sobre la mesa del mundo, había que elegir. Él había elegido. Naturalmente que yo no estaba de acuerdo con él» (Mendoza 1984: 142-143).
Pero todo esto son conversaciones de amigos, y algunas de ellas lejanas al contexto histórico que estamos viviendo. El hecho clave del momento, donde el abogado más hermoso del mundo se despachó a gusto, fue un largo reportaje concedido a Diario del Caribe, un periódico de Barranquilla, y después publicado en el dosier de Libre con toda la información sobre el caso Padilla, a través de la entrevista de Julio Roca, a finales de 1971, justo cuando Gabo se encontraba a punto de viajar a Nueva York para recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Columbia. Por aquella época tenía negada la visa para entrar en los Estados Unidos por ser comunista, pero se hizo la excepción. De igual modo, Toni Morrison, también Premio Nobel, consiguió llevar a Princeton, casi de incógnito, en otra ocasión, al colombiano, sorteando todo tipo de dificultades, debidas a la ideología declarada y pública del autor.
En la primera parte de la entrevista, Julio Roca pregunta a García Márquez cuál va a ser su posición dentro del grupo de intelectuales latinoamericanos que se separan con claridad del proyecto de Castro. El colombiano, lejos de contestar frontalmente a la cuestión, niega que haya ruptura. Pretende que «el conflicto de un grupo de escritores latinoamericanos con Fidel Castro es un triunfo efímero de las agencias de prensa» (VV. AA. 1971: 135). Según García Márquez, no hay conflicto. Fue el sistema mediático el que tergiversó los polos del supuesto problema y radicalizó las posturas, manipulando el discurso que pronunció Fidel Castro durante el Congreso. No obstante, admite la dureza de algunas declaraciones, reconociendo que «en efecto hay algunos párrafos muy severos» (VV. AA. 1971: 135).
Así, la culpa de la situación actual, según él, la tiene exclusivamente la prensa. «Los corresponsales extranjeros —insiste— escogieron con pinzas y ordenaron como les dio la gana algunas frases sueltas para que pareciera que Fidel Castro decía lo que en la realidad no había dicho» (VV. AA. 1971: 135). Una defensa a ultranza del dictador, que trata de suavizar el contexto general en el que se produjo el enfrentamiento con los intelectuales. Ahora bien, ya sabemos que sus palabras fueron crudas y crueles, y que su intención era clara. Según César Leante, refiriéndose concretamente a esa ocasión, «Fidel produjo durante su clausura uno de los más virulentos discursos que contra los intelectuales se haya pronunciado jamás» (VV. AA. 1971: 135).
En la entrevista, García Márquez confirma que no intervino en ninguna de las dos cartas (a veces llamadas telegramas) dirigidas a Fidel Castro: «Yo no firmé la carta de protesta porque no era partidario de que la mandaran» (VV. AA. 1971: 135). Y en la última parte de su respuesta, añade el colombiano que «en ningún momento pondré en duda la honradez intelectual y la vocación revolucionaria de quienes firmaron la carta» (VV. AA. 1971: 135). El gesto de García Márquez, solidario con Castro, pero a la vez solidario con los firmantes, le hace navegar entre dos lealtades: el servicio incondicional a la revolución, y el derivado de su pertenencia y liderazgo con respecto al grupo del boom. Gabo es consciente del daño que puede hacer a la propia revolución y al futuro del socialismo en América una polarización absoluta de posturas encontradas. Confía en los firmantes y los considera todavía como revolucionarios, quizá para paliar el desprecio de Fidel Castro por los que han secundado el escrito de protesta. Los textos son muy nítidos, y en ningún momento pretenden desestabilizar los principios de la revolución. En la primera de las cartas, por ejemplo, se deja bien claro en el comienzo que los firmantes son claramente «solidarios con los principios y metas de la Revolución cubana» (VV. AA. 1971: 95), y en la segunda, los firmantes se oponen a Castro y a sus actitudes pero se consideran plenamente revolucionarios. Y terminan expresando un deseo, sincero a todas luces: «Quisiéramos que la Revolución cubana volviera a ser lo que en un momento nos hizo considerarla un modelo dentro del socialismo» (VV. AA. 1971: 95). Y yendo a la cuestión principal, Julio Roca le pregunta sin rodeos: «¿Está usted con o contra Castro en relación con el caso del poeta Padilla?» (VV. AA. 1971: 136). García Márquez es incapaz, sin embargo, de decantarse, tratándose del caso, por una postura sólida y unitaria; no sabemos si debido al desconocimiento real de algunos detalles, o bien a la incapacidad para oponerse frontalmente a Castro en algo que a todas luces fue un error político y un abuso de poder. Claudia Gilman infiere que «su posición revelaba un manejo sutil de las tácticas de la enunciación, la inclusión o exclusión que gracias a los usos pronominales modifican la responsabilidad ante el propio discurso» (Gilman 2003: 257). Con su respuesta: «yo, personalmente, no logro convencerme de la espontaneidad y sinceridad de la autocrítica de Heberto Padilla» (VV. AA. 1971: 136) o cuando dice: «el tono de su autocrítica es tan exagerado, tan abyecto, que parece obtenido por métodos ignominiosos» (VV. AA. 1971: 136), o bien cuando reconoce que no se puede llamar a Padilla un autor contrarrevolucionario, su actitud parece clara, y su desacuerdo con Castro obvio. Ahora bien, nunca habrá una alusión directa a quien fue, en última instancia, el responsable del proceso, y mucho menos la insinuación de un fallo en el sistema ideológico que sustenta la revolución. Al contrario, solo se atreve a señalar el efecto negativo que la posición del poeta censurado puede acarrear en el futuro del país: «Yo no sé si de veras Heberto Padilla le está haciendo daño a la revolución con su actitud —indica—, pero su autocrítica sí le está haciendo daño, y muy grave» (VV. AA. 1971: 136). Es decir, Padilla, según Márquez, sin ser enemigo de la revolución, es quizá la causa, de modo inconsciente, de ciertos perjuicios que no se sabe hasta dónde pueden dañar el esfuerzo de Castro por construir una sociedad mejor. Algo parecido, por otro lado, a lo que Vargas Llosa contestaba a Hildebrandt.
Seguidamente, y como consecuencia casi directa de lo ya ampliamente conversado, el periodista pregunta si se puede hablar de cierto estalinismo en la política interior de Cuba, a lo que García Márquez contesta que se va a saber dentro de poco porque, si es así, «lo va a decir el propio Fidel» (VV. AA. 1971: 136). Queda patente su confianza en el líder máximo, pero lo más relevante es que no niega la posible presencia del estalinismo en Cuba. Hubiera podido dar su propia opinión, negar con rotundidad o evadir la cuestión. Sin embargo, esa respuesta evidencia que Gabo piensa que posee un conocimiento bastante profundo de la estrategia de Castro para intentar salir airoso del grave problema que ha ido creciendo con el tiempo. Por eso, cuando el periodista colombiano le pregunta si va a romper entonces con la revolución, su respuesta es tajante: «Por supuesto que no» (VV. AA. 1971: 136). Y vuelve a insistir en que no ha existido ruptura alguna entre los intelectuales latinoamericanos y el gobierno cubano: «de los escritores que protestaron por el caso Padilla —asegura— ninguno ha roto con la Revolución cubana, hasta donde yo sé» (VV. AA. 1971: 136).
Gabo era consciente de las consecuencias que podía tener su decisión y, aunque su postura adquirió ciertos atisbos de crítica, la entrevista terminaba con un voto de confianza hacia la revolución y una constatación de su solidaridad con ella, que «no puede afectarse por un tropiezo en la política cultural, aunque ese tropiezo sea tan grande y tan grave como la sospechosa autocrítica de Heberto Padilla» (VV. AA. 1971: 135). El abogado más hermoso del mundo quería defender a Castro y a Cuba sin romper con sus amistades literarias, lo que, a esas alturas, ya era muy difícil. No obstante, veremos cómo en Barcelona, hasta 1974, el idilio con Vargas Llosa continuó teniendo visos de verosimilitud, y las reuniones con los otros miembros eran continuas. Todo hasta el día del puñetazo. En pleno ojo izquierdo. El ojo menos hermoso del mundo se haría también famoso, pero mucho más tarde, en 1976.