DE LA AMISTAD Y OTROS DEMONIOS
Virtuosos de las letras y amigos se han dado muchos. Las amistades literarias históricamente han sido muy fecundas y de muy distinta índole: desde la férrea unión forjada por maestros y discípulos, como Platón y Aristóteles, hasta el sólido nexo construido por compañeros de lides literarias, como nuestros Gabo y Mario. Algunas han durado toda la vida y más allá de la muerte, y otras han acabado con brusquedad. Unas no han sobrepasado el cerco de la intimidad y otras han trascendido públicamente. De muchas de ellas tenemos conocimiento por la correspondencia intercambiada entre los amigos, por las dedicatorias impresas en las obras o por testimonios personales. Y es que existe toda una genealogía de amistades en la literatura que da cuenta de la virtud humana de ciertos escritores, que viene a engrandecer, aún más si cabe, su reconocido prestigio literario. En esta estirpe de virtuosos y virtuosistas ocupan un lugar destacado Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Consolidada ya la amistad desde ese verano glorioso de 1967, lo mejor estaba por venir. En ellos se personificó la estirpe literaria de estrechos amigos que se respetan y admiran: Mario escribe una tesis, convertida en libro, sobre Gabo, y da unos cursos sobre su obra. Gabo, por otro lado, no deja de declarar, a diestro y siniestro, que McCartney y Lennon son las dos caras del mismo disco, del mismo long play, y que las reflexiones del peruano sobre su obra la hacen más grande y más llevadera.
Si hacemos un recorrido por la historia de la literatura, hemos de remontarnos a la Antigüedad para encontrarnos con la primera pareja de amigos, Tácito y Plinio, de la que tenemos noción por las cartas cruzadas entre uno y otro. Más adelante en el tiempo, los genios de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz sellaron una alianza firme. Los místicos simpatizaron intelectual y espiritualmente muy pronto y acordaron reformar la orden a la que pertenecían, los carmelitas descalzos. Por esta razón, San Juan de la Cruz fue perseguido, acusado de apóstata y encarcelado en Toledo, hasta que su amiga Santa Teresa de Jesús logró intervenir y ponerlo en libertad. Otra de las amistades más célebres del Siglo de Oro fue la de los insignes poetas y soldados Garcilaso de la Vega y Juan Boscán. Gracias a ellos, en la primera mitad del siglo XVI, la literatura española hizo su incursión en el Renacimiento. Sabemos que Boscán fue el que dio a conocer la forma del soneto a Garcilaso, y que este con su práctica lo llevó a cotas excelsas. Pero los versos de Garcilaso no se publicaron en vida, y fue su amigo Boscán el que se encargó de reunir los manuscritos, revisarlos y publicarlos en Barcelona junto a su propia obra. El libro fue todo un acontecimiento por el uso de esa nueva métrica italiana y la magnificencia de Garcilaso, lo que provocó que los editores decidiesen separar las obras. Y aunque tendría que haber prevalecido la máxima «lo que une la amistad, que no lo separe el mercado», la ruptura fue definitiva: los caminos editoriales son inescrutables. De todos modos, el nombre de Boscán permanecerá siempre ligado al de Garcilaso, no solo por haber sido su gran amigo, alter ego, confidente y destinatario de varios de sus poemas, sino por haber sido el precursor de la práctica italianizante. Garcilaso, en sus epístolas, nos legó una de las más bellas descripciones de la amistad:
Si tienes un amigo en quien no confíes tanto como en ti mismo —había dicho ya Séneca al principio—, o te engañas profundamente, o no conoces la fuerza de la verdadera amistad. Examina todas las cosas con tu amigo, pero ante todo examínale a él. Después de la amistad, todo se debe creer; antes, todo debe deliberarse. Medita largamente si debes recibir en amistad a alguno, y cuando hayas resuelto hacerlo, recíbele con el corazón abierto, y háblale con tanta confianza como a ti mismo.
Otro binomio singular de este período es el formado por Cervantes y Lope de Vega, que fueron primero amigos y terminaron poco menos que odiándose. Su enemistad literaria llegó a la platea pública a principios del siglo XVII, y ambos protagonizaron sonadas puyas y se cruzaron afilados dardos envenenados. Las disputas literarias eran muy comunes en el Siglo de Oro, como las de Góngora y Quevedo, pero las que mantuvieron estas dos plumas fueron distintas, porque antes habían sido amigos. En 1602 se produjo la ruptura, aunque no se saben, con certeza, las causas de la discordia. Se dice que Cervantes, gran dramaturgo, se sintió postergado por la entrada de Lope en escena, nunca mejor dicho, ya que se vio obligado a dejar de estrenar sus obras. Por ahí se abre una grieta que irá creciendo con el tiempo. Entonces, se precipitaron los ataques ácidos y las burlas, e incluso ha llegado a comentarse que el asno de Sancho del Quijote alude al prolífico Lope de Vega, o que Lope pudo participar en la redacción del Quijote, apócrifo, de Avellaneda. Sea como fuere, los adalides del Siglo de Oro español acabaron como el rosario de la aurora.
Goethe y Schiller, en cambio, fraguaron una amistad ejemplar e invariable. Schiller, el dramaturgo más destacado de Alemania, fue, junto con Goethe, la figura cardinal del clasicismo de Weimar. Ambos se conocieron en 1788 en Rudolstadt, pero la llama de la afinidad no prendió en esa ocasión. Fue más tarde cuando surgió la amistad: Schiller invitó a Goethe a participar en la revista Die Horen y comenzaron a mandarse cartas. Así, en 1794, Schiller visitó a Goethe por dos semanas y, poco a poco, sus encuentros fueron cada vez más frecuentes y su amistad más sólida e indestructible. No obstante, existían diferencias entre los dos: Schiller señalaba como «vergüenza» (eso sí, la única) de Goethe el hecho de compartir vivienda y lecho con una mujer con la que no estaba casado. Goethe, por su parte, le criticaba su pasión por el juego de cartas. No obstante, estas pequeñas desavenencias no afectaron a su relación, que duró hasta la muerte de Schiller en 1805, a causa de una pulmonía. Lo curioso es que Goethe llegó a robar el cráneo del cadáver de su amigo para emplearlo en sus estudios, y quizás, también para tener con él lo más preciado de su colega. Juntos hasta la sepultura y después de ella. Schiller escribió: «Él (Goethe) tiene infinitamente más genio que yo, y además, un caudal de conocimientos infinitamente más grande, una aptitud más segura para alcanzar lo real, sin hablar de un sentido artístico más puro y afinado en la práctica constante de las obras de arte […]. El encuentro tardío de nuestras vidas hace nacer en mí más de una hermosa esperanza, y me prueba una vez más cuán prudente y sabio es entregarse a lo que dispone el azar» (Sáenz Hayes 2007: 1).
Las alabanzas mutuas fueron también la tónica general de otra popular amistad, la que el escocés Stevenson, autor de El extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde, entabló con el norteamericano Henry James. Ambos tuvieron una ligazón íntima y profusamente datada, que ha sido puesta en tela de juicio y tildada de conveniente. Y es que siempre produjo suspicacia el modo en que James orilló la obra magna de Stevenson a favor de sus textos menores, al igual que los exagerados elogios, empalagosos y poco verosímiles, que se dedicaban en las cartas.
También hay que recordar la amistad firme y profunda de los poetas anglosajones Shelley y Byron, o la de Chesterton y Belloc, que fue tan fuerte que devino cuestión de fe: Belloc convirtió al catolicismo a su amigo Chesterton. Algunos piensan que este cambio espiritual enriqueció la poética de Chesterton, otros, como Borges, consideran que su fe lo perjudicó como escritor. No podemos olvidar tampoco la relación amistosa entre los ingleses Tolkien y C. S. Lewis, que de la misma manera redundó en la fe. El primero convenció de la conversión cristiana al segundo, y aunque su particular amistad fue interrumpida en varias ocasiones por discrepancias literarias, religiosas y sentimentales, nunca fue rota. Se dice que Tolkien era muy crítico con algunos textos de Lewis, quien, sin embargo, acabó siendo el gran apoyo y aliento de Tolkien, la persona que más lo animó en su empresa literaria. Los dos construyeron una amistad fantástica, y a la par una literatura poblada de mundos fantásticos: las Crónicas de Narnia y El señor de los anillos. Estos textos han tenido en los últimos años gran repercusión mediática, sobre todo tras haber sido llevados a la gran pantalla. La fama de estas narraciones ha despertado gran interés por las vidas de sus creadores, y ha hecho que un director, Norman Stone, grabe un documental sobre esta amistad. Literatura y vida, virtuosos y virtuosismo.
De otro lado, tenemos a Kafka y Max Brod, que protagonizaron una de las amistades literarias más sonadas. Se vieron las caras por primera vez cuando Kafka asistió a una conferencia que dictaba un tal Max Brod sobre Schopenhauer; allí nació una fraternidad que traspasaría los límites de la muerte. Brod se convirtió pronto en el espejo de Kafka, en su acicate, en el compañero que lo espoleaba y animaba a publicar, hasta el punto de que, después de la muerte de Kafka, y aunque este le rogó que quemase todos sus manuscritos, los conservó y los llevó a la imprenta. Brod, como le había ocurrido a Boscán con Garcilaso, quedó a la sombra de Kafka, pero ha pasado a la historia como su biógrafo oficial, su albacea literario y amigo incondicional. Flaubert y Maupassant también pueden ser incluidos en esta suerte de «sub-genealogía» de amistades generosas en la que uno de los implicados se vuelca en el otro. Maupassant, sin su maestro Flaubert, sería impensable. El autor de Madame Bovary era un amigo extremadamente desprendido, que dedicó a Maupassant mucho esfuerzo y le brindó grandes dosis de confianza y aliento en la escritura, exigiéndole rigor para sacar lo mejor de sí. Flaubert lo llamaba cariñosamente, y en broma, «mi discípulo», aunque los caminos que tomaron fueron muy distintos. Finalmente, el discípulo se transformó en maestro y pagó su gran deuda con Flaubert. El caso de Pound y T. S. Eliot es similar. Ezra Pound, el extraordinario y talentoso poeta y crítico independiente, fue el soporte, el guía y el instructor de Eliot. En 1914, Pound recibe la visita de Conrad Aiken, que viene a hablarle y a promocionar a algunos poetas norteamericanos jóvenes. Pound no mostró demasiado interés hasta el momento en que Aiken salía por la puerta. Entonces, preguntó: «¿Hay alguien distinto, especial, de Harvard, por ejemplo?». A lo que contestó Aiken: «Oh, bueno, está Eliot, un chico que hace cosas divertidas y que en estos momentos está en Londres». Pound le pidió que le concertase una cita. En esos días, se conocieron y Eliot le pasó un poema que fue calificado por Pound como «el mejor poema que he visto de un escritor norteamericano». Al cabo de los años, en 1921, y esta vez en París, Eliot le dio a leer el poemario que más tarde integraría el célebre Tierra baldía. Pound lo leyó con atención y le hizo una serie de comentarios y sugerencias, conminándolo a la revisión. Eliot le hizo caso y, tras sus consideraciones, prácticamente lo reescribió por entero. Cuando se lo presentó a Pound, este lo tildó de «auténtica obra de arte». La presencia tutelar de Pound, como la de Flaubert, fue decisiva para catapultar a su colega. También lo fue para Hemingway, puesto que Pound fue el promotor de su lanzamiento literario. Otra amistad virtuosa y generosa.
Y en esa línea habría que leer la amistad entre Joyce y Beckett, aunque algunos hablan de la relación en términos de mentor-aprendiz (como también podrían ser leídos Flaubert y Maupassant o Pavese y Calvino), por la admiración hiperbólica de Beckett hacia Joyce. Otros, en cambio, defienden la existencia de un sentimiento recíproco de camaradería y comunidad estética e ideológica. Lo que no ofrece dudas es que ese vínculo personal que erigieron duró hasta la muerte de Joyce. Por otra parte, el paralelismo de la vida de ambos también es un hecho: los dos son grandes genios literarios irlandeses, pero fueron ignorados en su patria, condenados y censurados por razones religiosas y morales que los arrastraron al exilio. «Lo que Beckett toma de Joyce, fundamentalmente, es su método de escritura, consistente en leer para escribir. Como Joyce, anotaba frases y expresiones ajenas en sus cuadernos de notas, que luego incorporaba a sus propios textos. Muy pronto, sin embargo, reconoció la necesidad de buscar su propia vía; este y otros motivos lo llevarán a escribir en francés» (Dillon 2006, 1). Su deseo de diferenciación es tal que hace que los temas característicos de la escritura de Joyce sean desechados por Beckett. El que esperó a Godot no se cansó de repetir en entrevistas que su poética abogaba por la «des-palabra», frente a la «apoteosis de la palabra» de Joyce. Eso era en la literatura, porque en la vida, paradójicamente, compartían y gustaban, sobre todo, del silencio en los diálogos.
El siglo XX en las letras hispánicas también es muy profuso en amistades literarias gloriosas. En España, se despliega el abanico de amistades más popular del siglo XX con la Generación del 27, que llegó a llamarse incluso «la generación de la amistad». Gerardo Diego fue el primero en hacer gala de la envidiable amistad que unía a los poetas fuera y dentro de las fronteras peninsulares, aunque con el tiempo —y a través de la correspondencia— se supo que esa relación idílica no era compartida por todos, y que existían numerosas rencillas y enemistades. Pero lo que es innegable es que se formó un grupo compacto y fiel que no se desgajó ante las presiones políticas y las atrocidades franquistas. El propio Gerardo Diego lo explicó: «Cada uno siguió su camino vital —dijo—. Todos vivimos y sufrimos la opresión del ambiente súbitamente afiebrado a partir de 1929 y la guerra nos separó a la fuerza. Pero la amistad no se rompió. En cuanto fue posible volvimos a comunicar por escrito o en persona». La correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén también da testimonio de esta comunidad, así como la de Federico García Lorca y Rafael Alberti. El nacimiento de la estrecha relación entre el granadino y el gaditano es digno de ser traído a la memoria. Tal y como sucedió con Gabo y Mario, fue la lectura de un libro de poemas de Lorca por parte de Alberti la que produjo el flechazo. Alberti estaba postrado en cama, recuperándose de una enfermedad, cuando cayó en sus manos un poemario de Lorca que lo dejó fascinado, más seguro de sí mismo y menos solo artísticamente. De inmediato preguntó por él y le dijeron que era un muchacho granadino que pasaba los inviernos en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Alberti supo que tarde o temprano lo conocería. Y así se vieron, con la tardanza de tres largos años y poco antes de dar a la imprenta su Marinero en tierra. La sincronía y el buen entendimiento fueron tales que Alberti dedicó tres de los sonetos de ese libro al «poeta de Granada». Tanto Alberti como Lorca fueron los que más y mejor cantaron y ensalzaron el valor de la amistad dentro de la Generación, y crearon potentes lazos con otros grandes poetas como Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso.
En el otro lado del Atlántico, en América Latina, por igual se han formado amistades fructíferas, como la de los grandes Borges y Bioy Casares. «Bustos Domecq» (con este pseudónimo publicaron los dos argentinos varios libros al alimón) dirigió colecciones, escribió ensayos y llegó a convertirse en el paradigma del intercambio intelectual y la práctica literaria a cuatro manos. Borges y Bioy se conocieron en casa de Victoria Ocampo y, a pesar de la diferencia de edad, congeniaron enseguida. El tándem basó su relación sobre todo en el humor y la crítica ácida, en el diálogo y el enriquecimiento cultural. Las malas lenguas acusan a Bioy de haberse beneficiado del esplendor de Borges, de sus terribles celos y su complejo de inferioridad (evidenciado en el monumental diario recientemente editado), aunque no se ha puesto nunca en tela de juicio el cariño mutuo. Por otro lado, tenemos la amistad intensa de Horacio Quiroga y Martínez Estrada, patente en su interesante correspondencia. Ambos, como Bioy y Borges, fueron muy diferentes: Quiroga, prolijo y metódico; Martínez Estrada, selvático, desmesurado, conflictivo, al borde de la locura. Pero compartían, como el resto de nombres mencionados, una misma pasión: la literatura.
Fue también ejemplar la amistad entre los miembros de la generación cubana de Orígenes, contemporánea de la del 27 en España y Sur en Argentina. Bajo el liderazgo de dos figuras, una literaria —José Lezama Lima— y otra espiritual —Ángel Gaztelu (poeta y sacerdote católico)—, los poetas de Orígenes vivieron unas décadas de idilio intelectual y humano entre finales de los años treinta y mitad de los cincuenta. Se reunían con mucha frecuencia en la iglesia de Bauta, a las afueras de La Habana, donde trabajaba el padre Gaztelu, y allí tenían sus tertulias literarias, sus conferencias, reuniones familiares, celebraciones de nacimientos, cumpleaños, bodas, bautizos y comuniones. No es, por tanto, extraño que sus lazos literarios se fundieran con los personales. Por ejemplo, Cintio Vitier, Premio Juan Rulfo de literatura, todavía vivo, se casó con la poeta Fina García Marruz, y Eliseo Diego, otro de los grandes genios de la generación, también Premio Juan Rulfo, se casó con la hermana de Fina, Bella. Llegada la hora de la revolución, muchos de ellos mantuvieron fuertes sus vínculos, a pesar de haber corrido suertes muy diversas y vivir en países muy alejados. Por ejemplo, Eliseo Diego confesaba a Gastón Baquero, en una carta del 29 de diciembre de 1992, que su amistad, que había perdurado con el paso de los años, desde los tiempos de Orígenes hasta el rescoldo que dejaron los años de separación por causa del exilio de Baquero, se había cimentado no en la historia, sino en la poesía, «materia tanto más frágil, pero más perdurable» (Diego 1996-97: 9).