CINCO HORAS DEL 5 DE ABRIL CON MARIO
Pero esas cartas no eran los únicos enanos que le estaban creciendo a la revolución. Al mismo tiempo, el Comité de la revista Casa entraba en crisis. Los intelectuales adictos al régimen no aguantaban más. Mario Vargas Llosa había estado en la cuerda floja desde las acusaciones de Retamar y se ausentó de una de las reuniones cruciales, pero ahora la guerra estallaba y las grietas se abrían en varios frentes. La carta del 5 de abril, a Haydée Santamaría, resonaría también en las cuatro paredes y haría música con los barrotes de la celda de Padilla. Así de contundente era, de nuevo, el peruano:
Estimada compañera:
Le presento mi renuncia al Comité de la revista de la Casa de las Américas, al que pertenezco desde 1965, y le comunico mi decisión de no ir a Cuba a dictar un curso, en enero, como le prometí durante mi último viaje a La Habana. Comprenderá que es lo único que puedo hacer luego del discurso de Fidel fustigando a los «escritores latinoamericanos que viven en Europa», a quienes nos ha prohibido la entrada a Cuba «por tiempo indefinido e infinito». ¿Tanto le ha irritado nuestra carta pidiéndole que esclareciera la situación de Heberto Padilla? Cómo han cambiado los tiempos: recuerdo muy bien esa noche que pasamos con él, hace cuatro años, y en la que admitió de buena gana las observaciones y las críticas que le hicimos un grupo de esos «intelectuales extranjeros» a los que ahora llama «canallas».
De todos modos, había decidido renunciar al Comité y a dictar ese curso, desde que leí la confesión de Heberto Padilla y los despachos de Prensa Latina sobre el acto en la UNEAC en el que los compañeros Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez y César López hicieron su autocrítica. Conozco a todos ellos lo suficiente como para saber que ese lastimoso espectáculo no ha sido espontáneo, sino prefabricado como los juicios estalinistas de los años treinta. Obligar a unos compañeros, con métodos que repugnan a la dignidad humana, a acusarse de traiciones imaginarias y a firmar cartas donde hasta la sintaxis parece policial, es la negación de lo que me hizo abrazar desde el primer día la causa de la Revolución cubana: su decisión de luchar por la justicia sin perder el respeto a los individuos. No es este el ejemplo del socialismo que quiero para mi país.
Sé que esta carta me puede acarrear invectivas: no serán peores que las que he merecido de la reacción por defender a Cuba.
Atentamente,
Mario Vargas Llosa
(Vargas Llosa 1983: 164-165)
Eso ocurrió cuando Padilla ya había «escrito» su autocrítica, pero todavía no la había leído en público. En la entrevista de Ricardo Setti a Vargas Llosa, el peruano afirma que conocía bien a Padilla antes del caso, y que había hecho algunas críticas al régimen, en materia de política cultural, pero nada más. Y que en la autocrítica se acusó de los peores crímenes ideológicos y acusó a sus amigos de ser agentes de la CIA. Pero, asegura, «las personas que conocíamos a Padilla sabíamos que todo eso era una gran farsa: Padilla realmente no estaba diciendo ni la verdad, ni lo que sentía, ni lo que creía» (Setti 1989: 142). A partir de ese momento, los radicalismos se exacerbaron. Hubo quienes defendieron a capa y espada la represión en Cuba, tachando a los críticos de imperialistas o agentes de la CIA, y quienes se separaron para siempre de Cuba, acusando de estalinistas a quienes apoyaban al aparato. Goytisolo declaró que desde entonces, «la comunidad cultural hispánica se iba a transformar en un mundo de buenos y malos» (Goytisolo 1983: 12), y Jorge Edwards aseguró que la «intelectualidad latinoamericana se dividió de forma irremediable entre castristas y anticastristas» (Edwards 1989: 35). Lo peor estaba por venir. La autoinculpación fue leída en público, y el fuego, es decir, la literatura, se propagó con el viento que quedaba de aquel que había desolado Macondo cuando nació el último de los Buendía con cola de cerdo.