DE CARACAS A LIMA, PASANDO POR BOGOTÁ
«La fama perturba el sentido de la realidad tal vez casi tanto como el poder», dijo Gabo catorce años después de su experiencia macondiana, un año antes de recibir el Premio Nobel. A algunos, el éxito los eleva en una nube y pierden la proporción de la importancia de lo corriente. A otros, en cambio, los castra emocionalmente y ya nunca más vuelven a producir. La canción de Joaquín Sabina Oiga, doctor es un claro ejemplo de la segunda posibilidad. El individuo que ha llegado a la cumbre del éxito se acuerda de la época en que era un don nadie, deprimido, pobre, rebelde y comprometido porque, gracias a todo eso, había podido escribir las canciones que habían acabado por darle fama. Pero el éxito ha llegado a quitarle la inspiración: viaja a todas partes con su American Express, cena a la carta a diario, y ya no se le ocurren temas ni se encuentra motivado para escribir. Vargas Llosa decía, en su discurso en Caracas, que el escritor es un rebelde, que escribe porque ve un conflicto entre el hombre y la sociedad, y se encuentra desubicado en un mundo al que no considera como suyo. Sabina anota:
Oiga, doctor, devuélvame mi depresión,
¿no ve que los amigos se apartan de mí?
dicen que no se puede consentir
esa sonrisa idiota;
Oiga, doctor, que no escribo una nota
desde que soy feliz.
Oiga, doctor, devuélvame mi rebeldía,
ahora que a la carta ceno cada día
y viajo con American Express
algunas de las cosas,
oiga, doctor, que imaginaba odiosas…
¿sabe que están muy bien?
Oiga, doctor, esta vez le falló la acupuntura,
¿acaso no le pago las facturas?
déjeme como estaba, por favor,
oiga, doctor, a ver si tengo cura,
solo quiero ser yo
y ahora parezco mi caricatura.
Oiga, doctor, devuélvame mi fracaso,
¿no ve que yo cantaba a la marginación?
devuélvame mi odio y mi pasión,
doctor, hágame caso,
quiero volver a ser aquel payaso
con alas en los pies.
(J. Sabina, «Oiga, doctor»)
Pero a Gabo y a Mario ni el éxito se les subió a la cabeza, ni desearon volver a su época de pobres, ni echaron de menos la depresión, ni se les escaparon las musas. De hecho, Gabo publicó en 1972 un magnífico libro de relatos, en 1975 su novela sobre el dictador, en 1981 la Crónica de una muerte anunciada, y después del Nobel, la que es quizá su mejor novela, El amor en los tiempos del cólera, interpretada magistralmente por Javier Bardem en la película reciente. Mario no se quedó atrás: en 1969 vio la luz Conversación en La Catedral, y más tarde Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, etc., obras maestras todas. No necesitaron doctor que les devolviera la inspiración, porque vivieron el éxito como algo que podía revertir positivamente en la sociedad. Por ello han continuado, durante toda su vida, enfrascados en proyectos políticos, culturales y sociales, además de los literarios, porque saben que su voz produce ecos que llegan hasta el último rincón del universo. Libros tan comprometidos como, por ejemplo, Noticia de un secuestro, de Gabo, o Diario de Irak, de Mario, son ejemplos palmarios.
Pero en agosto de 1967 todo eran celebraciones. Ya en junio, los Gabos habían decidido irse a vivir a Barcelona, y Mercedes se llevó a Rodrigo y Gonzalo a Barranquilla a finales de julio, habiéndose despedido de México, para que el futuro Premio Nobel pudiera pasar unas semanas con sus amigos, paladeando el éxito y promocionando su novela. Del mismo modo, Mario había dejado a Patricia con Álvaro, nacido un año antes (Gonzalo nacería en ese mismo año de 1967), en Lima (aunque su residencia por entonces estaba en Londres), para ir a recibir el premio. Ahora, los dos frente a frente, en ese periplo de agosto y septiembre, iban a funcionar muy bien: hubo química desde el principio, y eso quizá se debió, como dice Dasso Saldívar, al «hecho mágico del soterrado paralelismo de sus vidas, un paralelismo que parece sacado de las páginas del divino Plutarco. Ambos habían sido criados por sus abuelos maternos con todas las complacencias y habían sido dos niños mimados y caprichosos que perdieron el paraíso de su infancia a los diez años; ambos conocieron tarde a sus padres y su relación con ellos sería una relación de desencuentro, entre otras razones, porque estos expresaron su reserva o su oposición a la vocación de sus hijos; ambos estudiaron en colegios religiosos y cursaron el bachillerato como internos en centros de régimen monacal o castrense, abrazando la literatura como refugio y como afirmación de su identidad frente a un medio que les era hostil o repugnante; ambos encontraron en el teatro y la poesía los pilares iniciales de su formación literaria y escribieron versos en su adolescencia y publicaron su primer cuento casi a la misma edad; ambos leyeron con fervor a Alejandro Dumas y a Tolstoi, a Rubén Darío y a Faulkner, a Borges y a Neruda; ambos empezaron a ganarse la vida en periódicos de provincia en condiciones muy precarias y llegaron muy jóvenes a Europa atraídos por el mito de París, donde siguieron viviendo del periodismo, padeciendo en la Ciudad de la Luz los días tal vez más oscuros de sus vidas; ambos pudieron seguir escribiendo sus libros gracias a las buhardillas que los mismos esposos M. y Mme. Lacroix les fiaron durante meses en dos hoteles del Barrio Latino y ambos vieron rechazadas sus primeras novelas por editoriales de la misma ciudad de Buenos Aires; de orientación marxista, los dos eludieron siempre la militancia política en partidos de izquierda y eran defensores confesos de la Revolución cubana; ambos serían amigos y delfines del gran poeta de las Américas, Pablo Neruda, y terminarían siendo “hijos” predilectos de la misma Mamá Grande, Carmen Balcells; y, como punto de convergencia, los dos llegarían a ser las estrellas más rutilantes del firmamento de la nueva novela latinoamericana, del impropia y tópicamente llamado Boom» (Saldívar 1997: 461-462).
La anécdota del hotel del Barrio Latino es increíble, aunque es verdad. Y el final de ella ocurrió precisamente en este viaje de 1967 que estamos relatando. En alguno de esos días, Gabo le contó a Mario algunas aventuras en París, propias y de otros latinoamericanos. Una de ellas era la del hotel Flandre. Gabo vivió allí en la segunda mitad de los cincuenta, en la rue Cujas, como corresponsal de El Espectador. Pero el dictador colombiano Rojas Pinilla cerró el diario, y Gabo se quedó en París, sin trabajo y sin muchas posibilidades de conseguirlo. Y la dueña, una buena mujer francesa, tuvo pena del joven periodista perjudicado por la inestabilidad política de su país, y le propuso que se quedara a vivir en el hotel, que le pagaría cuando encontrase trabajo. Eso sí, tenía que dejar la habitación confortable donde vivía y subirse a una incómoda y oscura buhardilla. Mario, entonces, le dijo a Gabo que a él le había ocurrido algo parecido al llegar por segunda vez a París. Se hospedó con Julia Urquidi en el hotel Wetter, rue du Sommerard, también en el Barrio Latino, un negocio regentado por los señores Lacroix. Allí esperaban felizmente la llegada de la beca que Mario había conseguido. Iban al cine, al teatro, visitaban museos, compraban libros y leían literatura francesa. Pero un día le llega la comunicación de que le han denegado finalmente la beca, y por entonces solo tenía 50 dólares en el bolsillo y la imposibilidad de regresar al Perú. Se le quedó una cara parecida a la del coronel premacondiano que esperaba ansiosamente el buque donde llegaba su pensión. Y no pasó nada hasta que, desesperanzado, un día le dijo a su mujer que, a partir de ese momento, iban a comer mierda. La señora Lacroix se apiadó de ellos y les dijo que no se preocuparan, que podían permanecer en el hotel hasta que pudieran pagarle pero, claro, debían mudarse a una pequeña y oscura buhardilla.
Hasta ahí, los paralelismos ya eran muchos, aunque Gabo no se acordaba del nombre de la señora que lo trató tan dadivosamente. Pero la anécdota tuvo un coletazo posterior. Uno o dos años más tarde, los dos amigos coincidieron en París. Mario estaba en el hotel Wetter, de tan buenos recuerdos, y Gabo fue a buscarlo allí. Cuando entró, le cambió la cara, se quedó lívido, porque reconoció perfectamente a la señora que le había fiado, diez o doce años antes. Llamó a Mario y le comentó, aparte, que era la misma, y quiso irse sin que lo reconociera, pero ya era tarde: la señora Lacroix se había alegrado mucho al verlo de nuevo. Mario le dijo si no reconocía al señor Márquez, y ella contestó: «Claro, es el señor Márquez, el periodista del último piso».