RAMA Y VARGAS LLOSA: POLÉMICAS EN MARCHA
Marcha fue una revista uruguaya que comenzó a publicarse en 1939 y acabó en 1974, silenciada por la dictadura. Carlos Quijano fue quien la sostuvo en un primer momento, y más tarde se encargó Ángel Rama de hacerlo. Logró ser una de las publicaciones pioneras en el continente y contó con una excelente nómina de colaboradores: David Viñas, Noé Jitrik, Mario Benedetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Vargas Llosa. La revista fue el escenario en que se (re) presentaron las polémicas y disputas intelectuales más popularizadas y extendidas en los sesenta y setenta. El primero de estos «duelos de papel» surgió en 1969 —duró hasta 1970— y fue motivado por un artículo que Ángel Rama le encargó al joven narrador colombiano Óscar Collazos, titulado «La encrucijada del lenguaje». El impacto fue brutal, hasta el punto de que dos de los escritores más influyentes del momento, Vargas Llosa y Cortázar, contestaron a las consideraciones de Collazos. Este cruce de artículos fue recogido con posterioridad en el volumen Literatura en la revolución y revolución en la literatura (1971). La polémica empezó cuando Óscar Collazos, intelectual de la izquierda revolucionaria, arremetió contra aquella literatura del boom, individual y subjetiva, que no atendía suficientemente a la realidad social. Criticó la literatura de Vargas Llosa, Fuentes y Cortázar, divorciada de la realidad, europeizante y banal, frente, por ejemplo, a la de García Márquez que era comprometida socialmente. En opinión de Collazos, la narrativa de Gabo «desentraña toda una realidad que, incluso en sus momentos más inverosímiles nos remite al contexto colombiano y latinoamericano que halla por primera vez su expresión más cabal».
Para Collazos, el lector tiene que sentir una vinculación clara y directa entre el producto literario y su realidad, tiene que encontrar una literatura netamente hispanoamericana, con temas nacionales y comprometidos. Sin embargo, Cortázar, en su respuesta, defendió la idea de una «literatura en revolución», algo inaceptable para los valedores, como Collazos, de una literatura social revolucionaria. Cortázar y Vargas Llosa apostaban por revolucionar la literatura desde el plano constructivista y experimental. En los textos que publicaron ambos en Marcha, esgrimieron argumentos que arrinconaron a Collazos, quien quedó atrapado en una difícil encrucijada de la que no pudo zafarse: sus tesis, pobladas de paradojas y contradicciones, partían de una idea muy restringida de «realidad» y se limitaban a instar a los escritores a mirar hacia Cuba, única sociedad socialista de América Latina. Es decir, su posición intelectual partía de la concepción de la literatura como subordinada a la política. Por ello, Vargas Llosa y Cortázar, en sendos artículos, lo animaron a centrarse en la vanguardia política y dejar la literatura, ya que había caído en las redes de «un razonamiento digno de un fraile medieval cazador de brujas». Pero lo verdaderamente interesante de esta polémica es que sacó a la palestra las incongruencias, contrasentidos y paradojas de buena parte de la intelectualidad latinoamericana, que en ese período abogaba por una «literatura comprometida» que se traducía en la instrumentalización artística por parte del Estado y en la defensa de una literatura militante.
En 1972, Marcha da cabida a otra resonada polémica que protagonizaron Mario Vargas Llosa y Ángel Rama. El peruano había editado su tesis doctoral, en 1971, Historia de un deicidio, y Rama publica en la revista uruguaya un artículo sobre dicho libro, titulado «Demonio vade retro». El texto se abre con una valoración positiva del mismo:
Sorprendente: así es el abultado volumen que Mario Vargas Llosa consagró a su colega Gabriel García Márquez. Sorprendente por varios motivos: por la capacidad crítica, nada habitual, que revela en un novelista; por la atención que muestra para la obra de otro narrador de su promoción, cosa poco habitual entre escritores; por el afinamiento de sus muy personales análisis técnicos, probatorios de su trato con la «cocina» literaria.
(Rama 1972: 7)
Pero, poco a poco, Rama va poniendo en evidencia el anacronismo de la tesis de Vargas Llosa, de raíz decimonónica, romántica, interesada más en la «génesis psíquica» que en la propia obra. Además, subraya que la percepción teológica (el escritor como una especie de dios) que expone el peruano, ha dejado de funcionar para el escritor latinoamericano, inmerso en una nueva sociedad manufacturera, basada en el trabajo productivo. Para el crítico uruguayo, la obra literaria, y en especial la de García Márquez, ha de ser entendida como un «objeto intelectual» que remite a la demanda de una determinada sociedad, y no como una creación fruto del irracionalismo romántico: «La obra no es entonces espejo del autor ni de sus demonios, sino mediación entre un escritor mancomunada con su público y una realidad desentrañada libremente, la que solo puede alcanzar coherencia y significado a través de una organización verbal» (Rama 1972: 10). Pero Vargas Llosa considera la elección del tema como «inspiración demoníaca», y la escritura como «racionalización humana»; cuestiones mucho más cercanas a su poética. Por eso, Rama llega a sostener que esta obra debería haberse llamado «Mario Vargas Llosa: historia de un deicidio».
La respuesta de Vargas Llosa no se hace esperar y escribe un artículo, «El regreso de Satán», en el que declara ser consciente de que está rompiendo «una norma de conducta basada en la convicción de que los libros deben defenderse solos, y de que, además de inelegante, es inútil replicar a las críticas que merece lo que uno mismo escribe» (Rama 1972: 13). Pero justifica su contestación por ser Rama un «crítico respetable» y por el temor atroz de ser mal leído. Aclara entonces que los demonios de su tesis no son de carácter evangélico, sino que se refiere a «obsesiones negativas —de carácter individual, social y cultural— que enemistan a un hombre con la realidad que vive, de tal manera y a tal extremo que hacen brotar en él la ambición de contradecir dicha realidad rehaciéndola verbalmente. Acepto que el empleo del término “demonio” es impreciso; no usé el de “obsesión” porque hubiera podido sugerir que adoptaba la explicación “psicologista” ortodoxa de la vocación» (Rama 1972: 13-14).
Reconoce que su hipótesis no es científica, ni concluyente, ni original, y que nace únicamente de su propia experiencia como escritor. Lo que ha hecho es pensar a García Márquez desde sí mismo (un amigo es un segundo yo), teniendo en cuenta que los «demonios» no son únicamente personales, sino sociales e históricos. Insiste en que él considera al escritor no solo deicida, sino productor, y que el hecho de hablar de García Márquez como deicida no significa que niegue esa otra condición: los términos no son excluyentes o contradictorios, sino complementarios. Esto es, un término («deicida») hace alusión a los «problemas individuales» de la literatura (rebeldía de escritor) y otro (productor), a los problemas sociales. En todo caso, matiza que un «escritor no elige sus demonios pero sí lo que hace con ellos. No decide en lo relativo a los orígenes y fuentes de su vocación, pero sí en los resultados» (Rama 1972: 20), al igual que sucede en los sueños: no somos responsables y contamos lo que queremos de ellos. En definitiva, lo que hace Vargas Llosa es defender su concepción de la literatura como totalizadora (frente a la sociologista de Rama), y como fagocitadora de toda experiencia humana, amén de recrear el mundo a través de la escritura. Para ello se vale de las armas de Rama (es marxista), demostrando un cabal conocimiento de la dialéctica marxista y de la «interacción dinámica» entre «materia-forma». Así deja entrever que las críticas ácidas del uruguayo vienen suscitadas por la no inclusión en su tesis de las «ideas estéticas de Carlos Marx» (Rama 1972: 19) y por no haber tenido como referencia la vanguardia intelectual de izquierda de Europa.
Rama no se quedó callado y usó brillantemente su turno de réplica en otro artículo, «El fin de los demonios», en el que reiteró el carácter decimonónico de la «forma» del ensayo deicida de su «amigo Mario Vargas Llosa», su estructura rígida, su arcaísmo y su deuda con el historicismo y biografismo románticos: «La base que ordena los acontecimientos es el recuento biográfico, al cual se circunda de un marco histórico, analizando cronológicamente la producción como enfrentamiento de individuo y mundo, para coronar el todo con un capítulo sobre el estilo» (Rama 1972: 24). Continuaba Rama especificando que su crítica al libro nacía no tanto de los errores de este, «sino por haber sido superada y por entender que reponerla hoy es perjudicar el esfuerzo de la cultura latinoamericana hacia más racionales niveles acordes con los proyectos de transformación de su sociedad» (24-25). El uruguayo sigue temiendo que la tesis del peruano tenga tanta repercusión —por su metodología obsoleta y su concepción irracional de la creación narrativa—, que corrompa a la juventud y perjudique la salud de las letras latinoamericanas. Por ello, apela a los lectores como jueces de la obra insertando varias afirmaciones que se encuentran en el segundo capítulo de Historia de un deicidio, en aras de demostrar que su lectura no es errónea. Dice exactamente:
[…] es restrictamente individualista, carente de una percepción social del escritor y sus obras, y es encarecedora de la excepcionalidad individual que marcó los orígenes históricos de la tesis […]. A Vargas se le olvida que el escritor no es un individuo encerrado en sí mismo al que se opone una totalidad que es el mundo, sino que integra un grupo social, una clase, un movimiento, que ni siquiera es el único hombre golpeado por las asperezas del mundo ni golpeado en forma tan única que no encuentre seres parecidamente afectados. Que además, como miembro de una comunidad, resulta moldeado por las condiciones culturales de su país, período, sector social, participando desde ese plano nacional, histórico, grupal o clasista en la evolución de su sociedad y por lo tanto expresando valores que no son restrictamente individualistas sino propios de coordenadas que solo se pueden definir como «sociales».
(Rama 1972: 29)
Esto es, se debaten posturas antagónicas: el yo frente al nosotros, la literatura individual frente a la social, y el conflicto hombremundo. Porque para Rama las metáforas románticas que había elegido Vargas Llosa procedían de sus ideas literarias irracionales, de sus generalidades extremas y de la valoración suprema del esfuerzo del escritor en su mesa de trabajo. Rama parece ir enervándose a medida que avanza el artículo: critica el orillamiento, en el estudio de Vargas Llosa, del factor ideológico, de la función del escritor en la sociedad y en la estructura de clases. Sigue poniendo de relieve su arcaísmo, y sostiene que su fijación sobre «la función individual de la creación, resulta poco apta para atender la demanda de los sectores sociales latinoamericanos que han presentado proyectos transformadores» (Rama 1972: 36). Termina apelando al Vargas novelista e invita al lector a descreer de sus tesis y beneficiarse del enfoque realista de sus narraciones:
La obra no es entonces espejo del autor ni de sus demonios, sino mediación entre un escritor mancomunado con un público y una realidad desentrañada libremente, la que solo puede alcanzar coherencia y significado a través de una organización verbal.
(Rama 1972: 36)
Pero la polémica no cesó aquí. Vargas Llosa volvió a responder con el artículo «Resurrección de Belcebú o la disidencia creadora». Esta vez Mario empezó elogiando el texto anterior de Rama, mucho más interesante que la primera nota: «Todo eso constituye un progreso y hay posibilidades de que, por una vez, una polémica literaria tenga “éxito”, es decir, de que ponga en claro, ante los lectores, la naturaleza exacta de la discrepancia entre los adversarios. Estas líneas quieren contribuir a ese fin, corrigiendo las últimas equivocaciones que Rama comete (antes temí que de mala fe y ahora temo que de buena) en su lectura de Historia de un deicidio» (Rama 1972: 39). De nuevo, Vargas Llosa habla de «equivocaciones», de lectura errónea y de la extracción de citas «hábilmente incompletas». Expresa entonces su intención de alumbrar las sombras que no dejan a Rama leer correctamente —o conforme a sus intenciones— su ensayo. Pero antes, le reprueba por acusarle de corromper a la juventud con su tesis. Reprende a Rama y vuelve a defender la libertad de expresión: «El gran peligro para los “jóvenes escritores” no está en leer tesis equivocadas sino en que se los prive de la posibilidad de equivocarse y alguien, aun tan inteligente como Rama, se arrogue la misión de decidir la “verdad” que les conviene. Yo, a los “admirativos escritores jóvenes”, en vez de vigilarles las lecturas, me apresuro a recordarles que la única manera que tienen de ser originales es siendo cada vez menos “admirativos” y más críticos con sus mayores» (Rama 1972: 40).
Vargas Llosa reivindica a bombo y platillo la libertad de expresión y, por supuesto, la de la elección de las lecturas. Imponer una serie de textos es una dictadura: dictar lo que se ha de leer o lo que no se ha de leer. Y es que para el autor de La ciudad y los perros el error más grande que comete Rama es creer que su «tesis» alude a todas las artes y a todos los géneros literarios por igual. Vargas explicita en su libro que la vocación del novelista es específica, y tiene unos rasgos propios —diferentes de las demás artes y géneros— que su tesis pretende desgranar. Uno de esos rasgos es el individual, por eso el material biográfico es necesario para mostrar el mecanismo de una obra de ficción, por el que se trasmutan ciertas experiencias personales, históricas y culturales. No obstante, Vargas elucida que su tesis se aplica únicamente al género novelístico, y no a otros géneros literarios:
Esta representación verbal desinteresada de la realidad humana que expresa el mundo en la medida que lo niega, que rehace deshaciendo, este deicidio sutil que entendemos por novela y que es perpetrado por un hombre que hace las veces de suplantador de Dios, nació en Occidente, en la Alta Edad Media, cuando moría la fe y la razón humana iba a remplazar a Dios como instrumento de comprensión de la vida y como principio rector para el gobierno de la sociedad. Occidente es la única civilización que ha matado a sus dioses sin sustituirlos por otros, ha escrito Malraux: la aparición de la novela, ese deicidio, y del novelista, ese suplantador de Dios, son, en cierto sentido, resultado de ese crimen. El más joven y sedicioso, es también el único laico de los géneros: no brota cuando reina la fe, cuando esta es todavía lo bastante fuerte para explicar y justificar la realidad humano, sino cuando los dioses se hacen pedazos y los hombres, de pronto librados a sí mismos, se hallan frente a una realidad que sienten hostil y caótica.
(Rama 1972: 43-44)
La importancia de la religión en la poética de Vargas Llosa es innegable. Para él la novela es un género laico, pero el novelista ha de ser un «hombre de fe» para ejecutar el acto creador. Es más: «son precisamente las sociedades en crisis donde el ejercicio de la literatura ha adoptado el carácter de empresa religiosa y mesiánica, donde se han concebido las ficciones más atrevidas y “totales”. La novelística de las sociedades estables, las ficciones (negaciones) que inspiran una realidad histórica no amenazada —aquella realidad sostenida aún por la fe del cuerpo social— suelen estar marcadas por el sello de la ironía, del juego formal, del intelectualismo o el nihilismo. Estas características revelan una actitud de repliegue del creador frente a la realidad. No se atreve a ser Dios, no compite con la realidad de igual a igual, no intenta crear mundos tan vastos y complejos como el real: no tiene fe en sus propias fuerzas y tamaña empresa le parece descabellada e ingenua» (Rama 1972: 45). En la sociedad latinoamericana, la literatura ha devenido religión, una escritura valiente y total que han puesto en práctica hombres de fe que han erigido otra religión, la literaria, y se han convertido en dioses creando mundos. Pero Vargas Llosa piensa que ser latinoamericano y apostar por el latinoamericanismo no pasa por defender siempre y a toda costa esa «realidad imperfecta», sino que se puede disentir de ella y sentirse latinoamericano. Igualmente, arguye que un escritor no solo escribe con sus «convicciones», sino también con sus «obsesiones». Rama es excluyente y Vargas Llosa integrador, por eso arremete contra el dogmatismo de la izquierda latinoamericana:
Hay que repetir por eso, a voz en cuello, que la liberación social, política y económica de nuestros países —que yo ambiciono con todas mis fuerzas— nunca sería completa sin una vida intelectual verdaderamente libre, donde todas las ideas sin excepción puedan rivalizar, y donde no solo los ángeles sean admitidos y respetados, sino también los demonios, para contrapeso saludable de aquellos, pues hasta los ángeles, cuando nadie los controla, sucumben a lo que Octavio Paz ha llamado la peste de nuestro tiempo: la peste autoritaria.
(Rama 1972: 54)
Y, para concluir, especifica que el proceso de creación de la novela es individualista, porque lo lleva a cabo un individuo y porque solo personalmente el escritor exorciza sus demonios en sus ficciones. Ahora bien, esos demonios existen porque la realidad está mal hecha, por eso el ejercicio que hace el novelista es de «utilidad pública», no es subjetivo ni egotista. Vargas Llosa parte del «yo» —inmerso de otredad— para llegar al «nosotros».
Finalmente, la última réplica, la última palabra de esta fascinante polémica, la tendrá Ángel Rama con su artículo «Segunda respuesta a Mario Vargas Llosa». Esta segunda y última respuesta es, ante todo, un tratado sobre las características que debería tener el escritor latinoamericano en la nueva sociedad, su compromiso con esta y los proyectos transformadores presentados por los nuevos sectores sociales. Rama, en este escrito, es definitivamente más incisivo y aguerrido, y embiste con fuerza las posturas de Vargas Llosa, de los «señoritos», «niños bien» del Perú. Dice directamente, sin empacho y en tono combativo: «Preferiría, con todo, que prescindiéramos de las cortesías, que pueden empalagar a los lectores, consagrándonos, austeramente, a nuestras divergencias. A diferencia suya, creo en la utilidad de las polémicas, por lo cual he aceptado esta» (Rama 1972: 58). Se vale incluso de las palabras de José Miguel Oviedo para contradecir la singularidad de la aplicación de la tesis deicida de Vargas Llosa: «Además, ¿por qué únicamente escribir novelas es un acto deicida, una suplantación de Dios? ¿No podrán serlo también pintar cuadros, escribir poesía, componer música? La “teoría” puede abarcar tanto que ya empieza a contener poco» (Rama 1972: 70). Y apuntala: «Pienso que si el autor confiere carácter específicamente “narrativo” a su tesis es, otra vez, para no reconocer la dependencia de la historia y de los períodos culturales que en ella se elaboran, donde se determinan valores que rigen al conjunto literario, muy por encima del genérico» (Rama 1972: 70-71).
A continuación, Rama cita y contra-argumenta cada una de las críticas y discrepancias de Vargas Llosa con respecto a su artículo anterior. En definitiva, sigue atacando al peruano, encastillado en su postura comprometida con lo social y con el nuevo papel del intelectual latinoamericano. Mientras Vargas Llosa, del otro lado, sigue vindicando la libertad del escritor, su independencia y un ideario que habría de repetir después en múltiples ocasiones. En verdad, Vargas Llosa en su tesis doctoral entiende la escritura desde metáforas negativas, violentas y amargas, asociadas al proceso de creación. La tesis de Vargas Llosa no es sobre cualquier novelista, sino sobre «un» novelista, que es menos García Márquez que él mismo. Porque en el caso de García Márquez, como habría de decir Palencia-Roth, no se trata tanto de la creatividad como de la memoria, que es su verdadera fuente. El colombiano comprendió relativamente pronto la importancia de la memoria en su carrera, en cambio para Vargas Llosa el verdadero rol de la memoria en la ficción llegaría solo con la madurez artística (Palencia-Roth 1990: 353). Así, la escritura para Gabo sería más una reclamación, una invocación, la voluntad de preservar el arte de la memoria. Pero, con el tiempo, también la literatura de Vargas abogará por el recuerdo, por el deseo de perdurar y no de destruir. Y ese mismo deseo de perdurar y de aleccionar es el que motivó esta polémica entre Rama y Vargas Llosa, todo un ejemplo de discusión intelectual de alto nivel, que pasó de ser el «infierno tan temido» al paraíso tan leído.