LA ESTIRPE DEL BOOM
Verdaderamente, y polémicas aparte, fue Mario Vargas Llosa, el joven novelista de veinticuatro años, «el punto de partida» de este fenómeno, la editorial Seix Barral, su catapulta; y España, su plataforma de lanzamiento. La novela ganó el Premio Biblioteca Breve (algo insólito, puesto que el premio estaba reservado para españoles) y se convirtió rápidamente en un best-seller en la Península y en toda América Latina. José María Castellet sentenció: «Mario Vargas Llosa fue realmente alguien que nos habló y nos hizo comprender muchas cosas de la literatura latinoamericana […]. El hecho de venir a recoger el premio nos hizo entablar a todo un grupo de escritores una estrecha amistad con él, y él empezó o nos ayudó a abrir los horizontes cerrados que teníamos entonces» (VV. AA. 1971b). Es decir, se empezaron a tender puentes editoriales entre España y América Latina. En España, hasta ese momento, la literatura hispanoamericana era una gran desconocida no solo para el público masivo, sino para el lector de calidad. Estas circunstancias propiciaron que la perspectiva de títulos relevantes que poder publicar fuera amplísima, por lo que urgía construir «un catálogo que recogiese la trayectoria de la prosa de ficción hispanoamericana, aun partiendo de los renovadores del género, o bien centrase solamente en las nuevas figuras» (Prats 1995: 140). Las novelas latinoamericanas de la época era muy disímiles, pero en su mayoría «construían una radical experimentación con formas, estructuras y lenguaje, y abrían perspectivas más allá del realismo, que era, históricamente, la fórmula más característica de nuestra narrativa» (Oviedo 2007: 54). De esta manera, la colección Nueva Narrativa Hispánica de Seix Barral se decantó por las nuevas figuras, sacando a la luz sobre todo primeras ediciones absolutas. Las ediciones de obras ya publicadas por otras editoriales solían aparecer bajo el rubro de la colección Formentor o de la Breve Biblioteca de Bolsillo. Libros de Enlace.
Por otra parte, Víctor Seix consiguió participación en editoriales hispanoamericanas de renombre, como Joaquín Mortiz en México, que se convirtió en «la editorial encargada de la publicación de las obras que Seix Barral no podía editar por la prohibición de la censura española. El caso quizás más significativo de la actuación de la censura sobre una obra hispanoamericana fue el de la novela Cambio de piel, de Carlos Fuentes, ganadora del Biblioteca Breve de 1967, que tuvo que publicarse en esa editorial mexicana, no pudiendo ser editada en España hasta 1974» (Prats 1995: 141). El boom, entonces, fue como un imán que atrajo a España, tendiendo un puente de aluminio (útil, resistente, flexible y buen conductor), a pesar de la dictadura franquista, sobre un nuevo mapa de lectura. Esto hizo que realmente se pusiera en práctica una política de exportación y recuperación del mercado del libro latinoamericano. España sufría la opresión de la dictadura y veía en la Revolución Cubana un modelo, una forma de alimentar las esperanzas de libertad de la izquierda intelectual peninsular. Lo cual no deja de ser paradójico ya que, todas las dictaduras, sean de derechas o de izquierdas, tienen una desagradable similitud. Lo que ocurre es que, en esos primeros años sesenta, el régimen castrista todavía no había empezado a ser considerado por la intelectualidad como una dictadura, algo que ya habían sufrido en sus propias carnes los miles de exiliados, ejecutados o encarcelados en la isla por ideas políticas desde los primeros años.
Se produjo, no obstante, una aparente contradicción, tal y como apunta Nuria Prats Fons: «España se convirtió en una de las grandes potencias productoras de libros, siendo un país, con un índice bajísimo de lectores […] y se debía precisamente a la empresa eminentemente exportadora» (Prats 1995: 91). Pero gracias a Carlos Barral, promotor de la cultura literaria española de los sesenta, se fue incorporando a España el nouveau roman, se tradujo material nuevo de la vanguardia mundial y se incluyeron novedades y obras de calidad en el mercado literario español. Su principal destinatario fue el sector universitario, cada vez más extenso, que se sentía atraído por esa nueva literatura, por la Revolución Cubana y por intelectuales latinoamericanos como Rodríguez Monegal y Ángel Rama.
Y es que las editoriales estrictamente literarias, como la de Seix Barral, tenían como propósito poner al día, al lector especializado, de las corrientes literarias, actuando incluso en detrimento de la tendencia comercial de la empresa. Ángel Rama sostiene que este tipo de editoriales «fueron dirigidas o asesoradas por equipos intelectuales que manifestaron responsabilidad cultural y nada lo muestra mejor que sus colecciones de poesía. Propiciaron la publicación de obras nuevas y difíciles, interpretando sin duda las demandas iniciales de un público asimismo nuevo, mejor preparado y más exigente, pero lo hicieron pensando en el desarrollo de una literatura más que en la contabilidad de la empresa» (Rama 1984: 67). En lo concerniente al boom de la novela latinoamericana en España, hay que precisar que, en rigor, no comienza hasta finales de los sesenta, cuando en 1968 Cien años de soledad se convierte en todo un best-seller (mucho más que La ciudad y los perros, que se entendió como un caso aislado) y se incluye entre los diez libros más vendidos en España en ese año:
La aventura por la que apostara la editorial Seix Barral fue pronto seguida por otras editoriales. Es entonces cuando se comenzó a desplegar sobre estos autores toda la pirotécnica publicitaria, cuando empezó a convertirse en una moda literaria, cuando el adjetivo «hispanoamericano» devino «marca» o etiqueta que otorgaba notoriedad a quien la ostentase.
(Prats 1995: 115)
El libro pasó de ser un vehículo de cultura a un producto de consumo. Esto no repercutió necesariamente en la calidad literaria, porque aunque algunos autores cayeron pronto en el olvido, otros de indudable valor literario siguieron en la palestra. De hecho, el interés de España por la narrativa hispanoamericana en el segundo lustro de los setenta remitió, pero los grandes nombres de insignes escritores latinoamericanos seguían acaparando la atención del público lector y de las editoriales.
Por otro lado, hay que añadir que esta fructífera comunicación entre los diversos países de lengua española se debió también a la profesionalización del escritor, que facilitó el movimiento de los latinoamericanos a otros países del continente o a Europa (París y Barcelona principalmente) y Estados Unidos para lograr mayor difusión y proyección. García Márquez le escribe una carta a Vargas Llosa el 1 de octubre de 1967 que ilustra a la perfección el trasiego, el ir y venir continuo del escritor latinoamericano de esos años: «Mi querido Mario, me alegra mucho saber que ya existes en una dirección. Soy muy mal corresponsal, pero me tranquiliza saber dónde están los amigos en cada momento. Esto se debe, tal vez, a que la vocación trashumante de los escritores latinoamericanos, de la cual yo mismo no estoy a salvo, me produce una rara sensación de desamparo» (Princeton C.0641, III, Box 4). A esto hay que sumar la aparición del narrador intelectual, aquel creador que, además de obras literarias, desarrolla un discurso intelectual articulado y cabal sobre la sociedad de su tiempo, como ya hemos visto a propósito de las revistas literarias. Como señala Rama, esta capacidad intelectual logra que tengan mayor audiencia escritores como Cortázar y Vargas Llosa. Pero este no es el caso de García Márquez, porque «ni su profesionalismo es categórico ni ejercita el discurso intelectual, y tampoco su obra, a pesar de la novedad técnica que ilustra, se canaliza por el mismo tipo de búsquedas. De hecho él es la prueba de la arbitrariedad con que se ha formalizado el criterio de boom, al cual solo pertenece por su éxito popular» (Rama 1984: 105). Es cierto que se intensifica la vinculación con los «mass media» y que proliferan las entrevistas, coloquios y apariciones televisivas de los escritores del boom. Por eso algunos se mostraron escépticos con el fenómeno «boom» que los englobaba, y con sus consecuencias. García Márquez le envía una carta el 12 de noviembre de 1967 al «Gran jefe Inca» en la que se queja de la fama y de los estertores del tan mencionado boom:
La desacralización del boom me parece saludable. Ya sabes que ese ha sido siempre mi punto de vista, aunque comprendo que Marta Traba no lo haya hecho con intenciones sanitarias, sino simplemente porque tiene necesidad de comer y su último recurso es hacer el trottoir literario. El drama de quienes no nos quieren es mucho más grave que el nuestro, pues tienen que sentarse a escribir mejores novelas que las nuestras, y ahí se les jode todo. Yo, por mi parte, estoy hasta los cojones de Gabriel García Márquez, harto de lectores noveleros, de admiradores idiotas, de periodistas imbéciles, de amigos improvisados, y ya me cansé de ser simpático y estoy aprendiendo muy bien el noble arte de mandar la gente a la mierda.
(Princeton C.0641, III, Box 10)
Vargas Llosa, en cambio, es más calmo en sus juicios sobre el boom, y opina perspicazmente sobre la nómina de sus integrantes, sus efectos y, en general, sobre la problemática de la narrativa latinoamericana de ese período. En 1972, en la polémica, ya mencionada con Rama en Marcha, enuncia:
Lo que se llama boom y que nadie sabe exactamente qué es —yo particularmente no lo sé— un conjunto de escritores, tampoco se sabe exactamente quiénes, pues cada uno tiene su propia lista, que adquirieron de manera más o menos simultánea en el tiempo, cierta difusión, cierto reconocimiento por parte del público y de la crítica. Esto puede llamarse, tal vez, un accidente histórico. Ahora bien, no se trató en ningún momento, de un movimiento literario vinculado por un ideario estético, político o moral. Como tal, ese fenómeno ya pasó. Y se advierte ya distancia respecto a esos autores así como cierta continuidad con sus obras, pero es un hecho, por ejemplo, que un Cortázar o un Fuentes tienen pocas cosas en común y muchas otras en divergencias. Los editores aprovecharon muchísimo esta situación pero esta también contribuyó a que se difundiera la literatura latinoamericana lo cual constituye un resultado a fin de cuentas bastante positivo. Lo que ocurrió a nivel de la difusión de las obras ha servido de estímulo a muchos escritores jóvenes.
(Rama 1972: 59-60)
En otras ocasiones, Mario ha respondido no solo afirmando la existencia y notas del boom, sino asegurando además la amistad entre sus miembros. En una entrevista de 1969 concluye: «Existe una gran amistad y ello es una de las cosas notables del boom. No ha habido, dentro de los que se considera integrantes de este movimiento, eso que ha sido característico de otros movimientos latinoamericanos, como el modernismo, el vanguardismo, el surrealismo, es decir, esas enemistades personales, esas divisiones, esas guerras… Es muy hermoso que la mayor parte de los miembros del boom mantengamos una relación personal de gran amistad, de verdadera camaradería. Me siento muy amigo de casi todos ellos. Sus opiniones literarias me son muy útiles. Muchos de ellos han leído mis libros antes de que se publicaran y sus consejos me han sido muy valiosos. Ahora, no hay un denominador común en lo que se refiere a criterio estético, a criterio artístico. Cada uno tiene sus propias curiosidades, sus propios temas, sus propias técnicas. La homogeneidad está en la actitud frente a la literatura, frente a la propia vocación» (Coaguila 2004: 49).
A veces, algunos componentes del boom han mencionado no solo opiniones favorables sobre otros, o han testimoniado su amistad, sino que han profesado un verdadero culto. Por ejemplo, Gabo admiró a Cortázar desde muy joven hasta que lo conoció, y su admiración fue cada vez mayor, como dice en su artículo «Desde París, con amor», del 29 de diciembre de 1982, cuando acababa de recibir el Nobel días antes, y se encontraba en Cuba celebrándolo con Fidel. Hablaba sobre lo interesante que es París para encontrarse con los escritores que uno adora: «Algunos no llegaban, como me ocurrió con Julio Cortázar —a quien ya admiraba desde entonces por sus hermosos cuentos de Bestiario—, y a quien esperé durante casi un año en el Old Navy, donde alguien me había dicho que solía ir. Unos quince años después le encontré, por fin, también en París, y era todavía como lo imaginaba desde mucho antes: el hombre más alto del mundo, que nunca se decidió a envejecer. La copia fiel de aquel latinoamericano inolvidable que, en uno de sus cuentos del otro cielo, gustaba de ir en los amaneceres brumosos a ver las ejecuciones en la guillotina» (García Márquez 1991: 354). En otro artículo de la época, «El argentino que se hizo querer por todos», del 22 de febrero de 1984, realizó un homenaje sublime a la figura de Julio, su gran capacidad para seducir al público por su elocuencia, la fascinación que creaba en los auditorios, las semanas que pasó, día a día, como un peregrino, en el Old Navy hasta que lo vio llegar. Julio acababa de morir y las últimas palabras de ese artículo son altamente emotivas: «En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo» (García Márquez 1991: 519).
Álvaro Mutis, el escritor colombiano gran amigo de Gabo y Mario en aquel tiempo, le escribe una lúcida carta a Vargas Llosa, el 8 de diciembre de 1970, que es digna de mención por sus apreciaciones sobre el fenómeno del boom y por declarar sin ambages la amistad entre ellos, las dos cabezas, el arquitecto y el poeta:
Viejo, estoy aún bajo el deslumbramiento y el shock de Conversación en La Catedral: la terminé hace cinco días y no puedo leer nada, ni siquiera mis sólitas memorias del Imperio o los códices bizantinos. No sé cómo explicarte en este estilo epistolar desastroso que me caracteriza con mis amigos de siempre, lo que ha sido para mí el «descubrimiento» de esa novela y, con ella, de tu obra. […] Conversación en La Catedral ha sido para mí la primera novela de nuestras patrias hispano-parlantes. Novela en el sentido que lo son para mí La educación sentimental, Ana Karenina, The Black House o Las ilusiones perdidas. Hay en tu novela una eficacia total del instrumento «verbal e imaginativo», no hay un solo momento vacío, ni una sola pausa, es compacta, total… y eso, mi viejo, es totalmente inusitado en nuestra tradición literaria. […].
Esta lectura de tu libro me ha confirmado en una convicción mía, vieja ya de varios años, sobre la inexistencia del tal «boom» al que se suben, como a los tranvías de los barrios proletarios, demasiados pasajeros. Existe el fenómeno aislado de un novelista dueño de un instrumento y de una seguridad de visión que nadie había tenido antes en estas tierras y de un demiurgo peligroso que de repente edificó, con la substancia de todos nuestros mitos, terrores y miserias el gran poema de nuestro destino: tú y Gabo. De allí a Cambio de piel o a Paradiso o a Rayuela hay un abismo que no por incómodo de ver o por difícil de familiarizarse con él, es menos evidente y así lo verán o lo están viendo ya los muchachos que se asoman ahora a los veinte años.
(Princeton C.0641, III, Box 15)
Ya hemos visto la opinión de otros escritores, también escéptica con respecto a la existencia del fenómeno. En ocasiones, hasta se ha pensado que, tras la colocación de la etiqueta, había que hacer esfuerzos y reclutar nombres para el colectivo. Rama asegura que cada país quería introducir autores nacionales en los fastos, y los esfuerzos para ello rayaron alguna vez en lo ridículo, al decir de Donoso. Uno de los casos más singulares fue el de Adriano González León, como indica Daniel Centeno: «Cuentan los enterados tras bastidores que la Editorial Seix Barral, en un afán comercial sin precedentes, preguntó por alguna promesa venezolana. La búsqueda frenética dio sus frutos con la recomendación del novel Adriano. El hombre, a quien solo se le conocían unos pocos cuentos desperdigados y cierta participación en una peña literaria caraqueña, se puso a escribir el encargo hasta ponerle el punto final a País portátil. El libro lo hizo famoso, ganó un premio Biblioteca Breve y se le otorgó el efímero título de novela venezolana del boom. Después vino el silencio, las cenizas y el alcohol. El autor sufrió un bloqueo bíblico del que solo ha logrado salir en muy contadas ocasiones, y con unas pocas entregas que ni igualan a su explosiva antecesora» (Centeno 2007: 35). Pero la obsesión de Venezuela por tener un chico-boom no acabó ahí. Rama escribía: «Rizando este rizo se ha instituido un título de segunda clase: “Cónsul ante el boom”, con el cual se ha distinguido a Salvador Garmendia en la solapa de su última novela, Los pies de barro, editada por Barral» (Rama 1986: 264). En ocasiones, algunos miembros del boom se sometían a bromas a costa de otros, pero siempre dentro de una estudiada cordialidad, excepto en los casos de enfrentamiento abierto, como el de Asturias con Donoso. Normalmente, los comentarios jocosos no pasaban de ser anécdotas memorables, verbigracia la que cuenta Alfredo Bryce que ocurrió entre Tito Monterroso y Julio Cortázar. Relata en sus Antimemorias que de Tito Monterroso, que es muy chiquito, se dice en México que «no le cabe la menor duda», y que un día se encontraba hablando con él en el D. F., y le contaba la alegría que le había dado saludar en París, «al gran escritor más alto que me ha tocado conocer: Julio Cortázar». Le seguía diciendo lo bueno y sencillo que era el argentino, la forma increíble de no tomar se en serio a sí mismo, y cómo cada día esperaba al cartero para contestar enseguida las cartas de sus fans. En un momento, Tito puso una de esas caras pícaras e inteligentes, y preguntó a Bryce:
—¿Pero Cortázar existe, Alfredo?
—Ya lo creo que existe, Tito —le contestó.
—O sea que Cortázar sí existe…
—Ya lo creo, Tito.
—Caramba, con que existe… Porque lo único que he hecho yo en mi vida es plagiar a Julio Cortázar.
Al año siguiente, Bryce comía con Julio en su apartamento de París y le contó que estaba a punto de viajar a México. El peruano le dijo:
—Allá tienes que conocer a Augusto Monterroso.
—¿Monterroso? Pero ¿Monterroso existe?
—Ya lo creo, Julio, y déjame que te busque su dirección en México.
Increíblemente, Julio exclamó:
—¡Pero si lo único que he hecho yo en mi vida es plagiar a Monterroso!
(Bryce 1993: 126-127)
La anécdota, tratándose de un relato de Alfredo, nunca se sabrá si fue real o no, pero da cuenta del sentido del humor de los del boom y su reconocimiento con respecto a los escritores que han sido sus guías. En otras ocasiones, la opinión de unos sobre otros no es tan favorable. Un día, charlando con Alfredo Bryce, nos contó que en otra ocasión, hablando con Tito Monterroso, salió a colación la figura de Carlos Fuentes. Entonces, Tito cambió la expresión de la cara, como preparando la artillería, y le dijo en confidencia a Bryce: «Mira Alfredo, si ves un tren…, ¡tóooomalo! Si ves una silla…, ¡siéeeeentate! Si te ponen delante un buen plato…, ¡cóooooometelo! Y si ves a Carlos Fuentes…, ¡huyeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!». Qué casualidad que hace unos días (septiembre de 2008), cenando en un restaurante dominicano en pleno barrio neoyorquino de Queens, mientras celebrábamos la Feria del Libro Hispano de esa megalópolis, el poeta peruano Sandro Chiri nos relató la misma anécdota pero contada por Tito Monterroso al hispanista y peruanista italiano Antonio Melis, aunque con Bryce como objeto de burla…; las historias sobre los del boom son interminables. La mejor, sin duda, es la que escribe, de su puño y letra, el mismo Bryce, en una de las cartas de la Rare Books de Princeton. Está fechada el 10 de julio de 1975 y va dirigida a Mario Vargas Llosa. No tiene desperdicio:
Querido Mario:
José Miguel y yo estuvimos en un espantoso congreso en Bogotá, lleno de bibliotecarias viejas y tontas, de cubanos grotescos y exiliados, de bolivianos también tontos e inevitablemente provinciales y, por azar, tres o cuatro tipos formidables, como Cobo, Sainz (mejor que sus libros, salvo Gazapo que estaba bien ¿no?) y, sobre todo, Mutis, el gran señor reaccionario, único y magnífico.
Con Cobo me pasó algo sorprendente: él habló primero en la sesión de «nuevos escritores» y luego tenía que hablar yo para lo cual había preparado un breve texto. Increíble: el mismo lenguaje, las mismas ideas, la misma cita de Paz que iba a hacer (¿cuándo no?) yo la hizo él. Cuando terminó le di mi texto (tuve que empalmar con otra cosa) y él estaba tan sorprendido como yo.
(Princeton C.0641, III, Box 4)
Seguidamente le cuenta Alfredo a Mario que José Miguel Oviedo y él, a la vuelta del evento, han decidido sacar una revista, y piensa en los posibles miembros del consejo de redacción:
Un comité internacional de colaboración para lo que se ha escrito a Edwards, a Octavio, Pacheco, Mutis, Cobo, Darcey Ribeyro, Illich, Sábato, Sainz, Juan Goytisolo, Petkoff, Carlos Fuentes y Cortázar (que supongo no aceptará, ¿no es así?). A Gabo le incomodará estar aquí; por lo demás, cada vez está más demagogo. ¿Viste el palo de Paz? Me pareció muy bien.
(Princeton C.0641, III, Box 4)
Hay que señalar que el año de 1975 fue precisamente el momento en que Gabo conoció a Fidel Castro y se volvió defensor furibundo de la revolución, como ya hemos explicado por extenso en Gabo y Fidel. Por eso, algunos amigos desconfían de las posibilidades de contar con él en una empresa en la que hay muchos que ya han cortado radicalmente con la isla desde 1971. Pero lo más interesante de la carta no es eso, sino el fantasma de la premonición invertida. Del mismo modo que la cagada de pájaros de Santiago Nasar fue una premonición invertida de la buena suerte del protagonista para ese día, se puede decir que el destino castigó a Alfredo con el mismo mal que él iba a repetir incansablemente, hasta casi treinta veces, en los últimos años: el plagio. Se supone, claro está, que lo de Cobo y él fue una coincidencia. ¿Será que, a partir de entonces, Alfredo empezó a ver coincidencias entre sus artículos, y los publicados, siempre antes que él, por otras personas?
Pero, volviendo a los pormenores del boom, sus detractores, sus miembros, sus delimitadores, su existencia, realmente, quien más se ha mojado en hacer una nómina objetiva, con todas sus esquinas, es Donoso. Aparte del cogollito, que él definió perfectamente y sin faltarle razón, acierta bastante en proponer otros nombres que contribuyeron de una forma u otra a que, después de más de cuarenta años, se siga hablando del boom como la edad de oro de la literatura latinoamericana. Habla de una «estirpe» (la estirpe del boom) de libros profundamente hispanoamericana: la de los que «conscientemente se adjudican la tarea de escarbar debajo de la superficie de nuestras ciudades y nuestras naciones para desentrañar su esencia, su alma. ¿Qué es ser mexicano, limeño, argentino? Pocos escritores de hoy se dan el trabajo de preguntarse qué es ser inglés, francés, italiano, y si lo hacen, escasas personas no especializadas dan importancia a esos libros» (Donoso 1999: 50). En efecto, las milenarias tradiciones culturales de España, Francia, Inglaterra, etc., han contestado ya a esas preguntas cruciales. Pero las culturas nuevas, como las americanas, necesitan «una serie de libros que aspiran a servir de atajos para llegar lo más pronto posible a una conciencia de lo que, en los diversos países, es lo nacional» (Donoso 1999: 50).
Siguiendo esa tesis, Donoso ve en el boom unos antecedentes, una serie de escritores de algún modo relacionados con el gratin: Borges, un modelo, a pesar de que «no escribe novelas y que sus posiciones políticas reaccionarias serían incompatibles e inaceptables» (Donoso 1999: 120), Juan Rulfo y Carpentier, Onetti y Lezama. También ve otros que bien podrían ser parte del gratin, como Sábato y Cabrera Infante, pero que se automarginan por una u otra razón. Después habla de otra categoría, de escritores con reputaciones sólidas, como Roa Bastos, Manuel Puig, Salvador Garmendia, David Viñas, Carlos Martínez Moreno, Mario Benedetti, Vicente Leñero, Rosario Castellanos, Jorge Edwards, Enrique Lafourcade, Augusto Monterroso, Jorge Ibargüengoitia y Adriano González León. Luego vendría el boom-junior, con Severo Sarduy, José Emilio Pacheco, Gustavo Sainz, Néstor Sánchez, Alfredo Bryce, Sergio Pitol y Antonio Skármeta. Luego habla Donoso de un petit-boom argentino, con Mujica Lainez, Bioy Casares, etc., y un sub-boom, nombres lanzados por premios, pero de escasa solvencia, del que no da nombres. Hasta aquí, la lista más completa que se ha dado. Ahora bien, lo que está claro, es que la historia del boom puede escribirse únicamente con los miembros del gratin, del que Gabo y Mario son, indudablemente, las puntas de lanza: uno con su poesía y el otro con sus estructuras: el poeta y el arquitecto. Gracias a ellos, en 1982 ya se podía decir lo que Donoso escribió, a la vuelta de una década desde que publicara su libro, con respecto a la huella que el boom había dejado no solo en la literatura, sino también en el denso aire cultural y social del hispanismo trasatlántico:
Hay boutiques que se llaman Macondo. Cronopios y famas son palabras que han llegado a la calle. Para un extranjero poco enterado de la historia argentina, Lavalle es una calle y un personaje de Sábato. Todo el mundo sabe lo que es una visitadora.
(Donoso 1999: 192)
De 1982 a nuestros días ha llovido bastante (veinticinco años), por lo que ahora podríamos seguir diciendo cientos y cientos de términos y situaciones que la sociedad ha asimilado como células de su propia constitución bimilenaria, como el apelativo «el Chivo» para un dictador que hace ocho años muy pocos sabían que había existido, y que se llama Trujillo, el nombre de Santiago Nasar o la realidad de que algunas putas son tristes. También, que se puede dar la vuelta al día en ochenta mundos, que a todo patriarca le llega su otoño (incluso a Fidel), y que no hay soledad que dure más de cien años…