CINCUENTA Y SEIS HORAS EN BOGOTÁ
Seguro que en las dos semanas caraqueñas los amigos tuvieron tiempo de hablar de su proyecto a cuatro manos, aunque los actos sociales y literarios les dejaron, sin duda, pocas horas para estar a solas y conocerse mejor. Pero la fiesta continuó en Bogotá, tal como ya habían previsto desde hacía meses. En una carta anterior, Gabo le dice que la Universidad de Colombia le ha confirmado que Mario participará en un ciclo de conferencias sobre la novela latinoamericana. Y le pregunta a Mario si eso va a ser así, porque él solo se acercaría en ese caso, ya que no le apetece ir sin estar acompañado por él. Además, todo lo que ha ocurrido en el último año y medio lo tiene aturdido:
Después del espantoso hueco de Cien años de soledad, del cual no creía salir nunca, estoy abrumado de horribles trabajos cotidianos para restaurar las finanzas, pero estoy dispuesto a abrir una brecha para ir a Bogotá por una semana, si tú vas en realidad […]. En caso afirmativo, te ruego decirme qué aspecto del tema piensas tratar, para no coincidir. Aparte de eso, estoy muy entusiasmado con la posibilidad de ser yo quien te abra las puertas de mi muy raro país, y también, por supuesto, con la de tener una conversación de varios días.
Acabo de leer La Casa Verde. Es monumental me doy cuenta de que estamos de acuerdo en el propósito de no abandonar por manoseados los viejos reinos de Gallegos y Rivera, sino por el contrario, como lo haces tú y como yo trato de hacerlo en mi último libro, atraparlos otra vez por el principio para atravesarlos por el camino correcto. Ya te habrás dado cuenta de que los gacetilleros europeizantes no son muy comprensivos en este sentido. Aquí se han publicado los absurdos más estrepitosos sobre el supuesto folklorismo de tu novela. Yo, que ni siquiera leo lo que se escribe sobre mis libros, no consigo, curiosamente, soportar la rabia que me producen las imbecilidades que se dicen sobre libros que, como el tuyo, me parecen tan importantes. Ojalá pudiéramos de veras hablar en Bogotá sobre estas cosas.
Eres verdaderamente incapturable. Cuando pensaba mandarte mis libros a París, Carlos Fuentes me escribió que estabas en Lima. En esos días apareciste en Nueva York, y no acababa de conocer la noticia, cuando Paco Porrúa me mandó a decir que estabas en Buenos Aires. Espero que recibas, por algún conducto, esta carta.
(Princeton C.0641, III, Box 10)
El 12 de agosto ya estaban en Bogotá los dos amigos, dispuestos a seguir hablando de literatura ante públicos entregados. Se cuenta que en el trayecto de avión desde Caracas a la capital colombiana hubo serios problemas de turbulencias, y los dos amigos se pusieron muy nerviosos, pero Gabo más, por su natural terror a despegar los pies del suelo. Vargas hace referencia a este incidente poniendo de relieve la fantasía e imaginación exagerada de Gabo: «Algunas semanas después veré en los periódicos, en entrevistas a García Márquez, que en ese vuelo, yo, aterrado, conjuraba la tormenta recitando a gritos poemas de Darío. Y algunos meses después, en otras entrevistas, que cuando, en el apocalipsis de la tempestad, el avión caía, yo cogido de las solapas de García Márquez, preguntaba: “Ahora que vamos a morir, dime sinceramente qué piensas de Zona Sagrada” (que acaba de publicar Carlos Fuentes). Y luego, en sus cartas, algunas veces me recuerda ese viaje, en el que nos matamos, entre Mérida y Caracas» (Vargas Llosa 2007: 179). Ni siquiera en los momentos más tétricos pierde Gabo el sentido del humor…
Pero días antes de ese puente sobre aires turbulentos, Gabo se entretenía en Caracas haciendo llamadas sigilosas a los amigos bogotanos, con el fin de que sirvieran como cicerones a Mario y a José Miguel Oviedo, para que no vieran las partes pobres y desagradables de la ciudad y se llevaran una grata impresión (Saldívar 1997: 465). Pero sus esfuerzos fueron vanos. Mario, junto con Gabo, se convirtió en el punto de mira de medios de comunicación, fiestas, celebraciones, citas culturales y universitarias, de forma que pudo ver palmo a palmo que Bogotá podía resultar tan horrible como Lima. Sin embargo, el entusiasmo de la gente, la afabilidad de los medios culturales, literarios y periodísticos y, sobre todo, la compañía de los amigos, hizo de esa estancia otra antesala del paraíso en todas las esquinas de la ciudad. Hay un testimonio valiosísimo, de uno de los catorce hermanos de Gabo, Eligio, desgraciadamente ya fallecido, que cuenta con pelos y señales ese periplo de tres jornadas, en su libro Son así. Reportaje a nueve escritores latinoamericanos. El capítulo dedicado a Mario en Bogotá se titula «El bueno, el malo y el feo». Lo primero que destaca Eligio es la sencillez, la paciencia con todos y la generosidad sin límites del recién premiado. Así lo describe:
Atento, educado, cordial como pocos, jamás dijo no a nadie, ni al audaz y anónimo poeta que lo visitó a las siete de la mañana en la habitación de su hotel para ofrecerle un librito de versos recién editado, ni al reportero radial que quería que su voz se oyera en una emisora de los confines del Amazonas, ni tampoco a la estudiante de segundo año de bachillerato que le pidió un autógrafo para su obra premiada en Caracas y que después tuvo la inocencia de preguntarle: «¿Y por qué se llama La casa verde?».
(García Márquez, Eligio 2002: 177-178)
Gabo se alojó en casa de su amigo el fotógrafo Guillermo Angulo, cerca del Parque Nacional, y Mario en el céntrico y monumental hotel Tequendama. El domingo 13 asistieron juntos a una comida en casa del jefe de redacción de El Tiempo, Hernando Santos, y después a una reunión semiclandestina con militantes de las juventudes comunistas; el lunes por la mañana hubo una mesa redonda sobre literatura latinoamericana en la sede de El Tiempo; por la tarde otra velada literaria con cóctel incluido, en la librería Contemporánea, cuya dueña era la escritora y crítica Marta Traba, y el martes por la mañana hubo un largo paseo por Bogotá y alrededores. Y todo ello, sazonado de entrevistas de diversos medios de comunicación, entre acto y acto, a modo de loa o entremés. Pero Mario tuvo tiempo también de entrevistar largamente a su amigo con motivo de su novela recién publicada, porque ya albergaba la idea de escribir sobre ella. La había gustado tanto que declaró entonces que querría haberla escrito, como puso en la dedicatoria de Soledad, pues convertía a su autor en una especie de Amadís de Gaula de América.
El momento estelar del viaje fue el acto en la librería de Traba. Marta era una mujer muy atractiva no solo por el físico, sino, sobre todo, por su calidad intelectual y humana. Argentina de nacimiento, se había instalado en Bogotá después de haber recorrido medio mundo. Poeta, novelista, Premio Casa de las Américas y fervorosa defensora del castrismo, crítica literaria y de arte, fina y elegante, casada con Ángel Rama, por esas fechas ya amigo de los amigos del naciente boom, sintió como un honor que Mario y Gabo se reunieran en su librería con lo más granado de la intelectualidad colombiana. El cóctel estaba preparado para las siete de la tarde, pero a las seis y media ya no cabía un alfiler en el recinto. Muchos tuvieron que esperar en la calle. De tal modo que, cuando llegaron a las siete y media, era materialmente imposible entrar. Solo con mucho esfuerzo consiguieron hacerlo. En la librería había cientos de ejemplares de La casa verde, y muchos menos de Cien años de soledad, porque la primera edición estaba prácticamente agotada, así que cuando Gabo acabó de firmar los suyos, le dijo a Mario que podía ayudarle a firmar su casita verde, y así fue. Finalmente, Mario acabó también firmando los ejemplares de Gabo y cuando ya no había más libros, los allí presentes empezaron a pasarles revistas, hojas en blanco, etc., para que continuaran firmando autógrafos. No parecían dos escritores latinoamericanos, sino Lennon y McCartney o Simon & Garfunkel. Hubo una chica que, movida por la histeria colectiva, le pidió a Mario que le autografiara su mano, porque ya no había papel, cosa que el peruano no dudó en hacer. Dos horas más tarde, cuando la gente seguía espoleándolos, tuvieron que pedir disculpas porque debían marcharse.
En una de las muchas entrevistas que les hicieron, las preguntas fueron dirigidas casi por completo al peruano. Sobre el compromiso político fue muy claro: «Yo no quiero para América un socialismo calcado de los países del Este. Estoy con un socialismo con libertad de opinar. Porque una de las cosas que espero no perder es mi derecho natural de escritor a la crítica, al enjuiciamiento obsesivo de la realidad en todos sus niveles (sociales, políticos, religiosos, etc.) que es precisamente la función primordial de todo creador» (García Márquez, Eligio 2002: 184). Igualmente, se precipitaron preguntas directas sobre Cuba. Un periodista le interrogó acerca de la carrera armamentística en la isla, a lo que Mario contestó: «Se dice que Cuba es el país más armado de América Latina. Eso es tal vez discutible. En todo caso, evidentemente, es el país más amenazado, que vive en cierto modo, en una guerra latente. Eso explica que se arme y se prepare para defenderse. Pero ese esfuerzo defensivo no se ha hecho a expensas de una política cultural masiva» (García Márquez, Eligio 2002: 184-185).
En medio de este maremágnum bogotano, Mario recibe una llamada desde Lima. Es Patricia. Le interrumpe en medio de una comida. Está a punto de tener el segundo hijo. Mario se levanta con ansiedad visible, y Gabo, siempre bromista, comenta a los comensales que lo que realmente le pasa es que teme que el hijo nazca con cola de cerdo, ya que Mario y su esposa son primos hermanos.
También hubo tiempo, como estaba previsto, para una actividad con universitarios: le preguntaron por su discurso en Caracas, por el tono político del texto. Mario aseguró que no era un político, que no pertenecía a ningún partido, lo que no quería decir que careciera de ideas políticas. Como intelectual, es un analista de la realidad política y social. «Y eso significa necesariamente inconformismo, rebelión, porque la literatura es fuego, y su razón de ser es la protesta y la contradicción» (García Márquez, Eligio 2002: 188). Le preguntaron sobre el oficio, y respondió que se consideraba un obrero de la literatura, pues no cree tanto en la inspiración como en el trabajo continuo. Y revisa, pule, corrige, y, acude a su amigo para que le corrobore la idea. Incluso le hace contar la historia del proceso de escritura de El coronel no tiene quien le escriba, que tuvo siete borradores hasta dar con el tono que necesitaba: la sensación de calor que en el frío París no era fácil de conseguir.
Finalmente, le inquieren sobre el compromiso. La pregunta tiene vuelta de tuerca, porque se trata de demostrar que el tiempo que se pierde escribiendo no afecta al compromiso del autor. Vargas Llosa lo tiene claro: el escritor no puede ser ajeno a la problemática de su pueblo. Pero el compromiso fundamental es con su vocación. Es eso lo que le obliga a ser auténtico, a no escamotear los temas que trata, a asumirlos y profundizarlos. El escritor, en el momento de crear, no debe dejarse guiar por sus convicciones, sino primordialmente por sus obsesiones. Si ambas coinciden es formidable; si no, es preferible que se deje llevar por sus obsesiones, ya que si es honesto y riguroso y tiene talento, al final terminará creando una obra progresista. Él, a lo único que aspira es a contar simplemente una historia, liberándose de una serie de experiencias que lo marcaron profundamente (García Márquez, Eligio 2002: 188-189).
El 15 de agosto, exhausto pero feliz, Vargas Llosa regresó a Lima, y Gabo permaneció en su tierra. Pero no se separaron. A principios de septiembre, volvieron al trabajo gustoso. Como quien nunca se ha separado del amigo y ha estado toda una vida, y las demás, haciendo lo mismo.