39 - Las aguas de la sabiduría

Inmediatamente, la visión de Nicole empezó a enturbiarse. Cerró los ojos por un segundo. Cuando los abrió de nuevo, estaba cegada por una confusión de brillantes colores, que pasaban por su lado en esquemas geométricos como si se movieran muy aprisa. En el centro de su visión, muy lejos en la distancia, un punto negro emergió del fondo en medio de un brillante conjunto de formas rojas y amarillas alternadas. Nicole se concentró en el punto mientras éste seguía creciendo. Avanzó a toda velocidad hacia ella y se expandió hasta llenar su visión. Vio un hombre, un viejo negro, correr por la sabana africana en una noche perfectamente estrellada. Nicole vio claramente su rostro cuando él se volvió para trepar por una rocosa montaña. El hombre se parecía a Omeh, pero a la vez, de una forma un tanto extraña, a su madre.

Corrió montaña arriba con una sorprendente agilidad. En la parte superior se detuvo en silueta, con los brazos abiertos, y miró al cielo, al creciente de luna en el horizonte. Nicole oyó el sonido de un motor cohete al ponerse en marcha y se volvió hacia su izquierda. Contempló una pequeña nave espacial que descendía a la superficie de la Luna. Dos hombres con trajes espaciales bajaron una escalerilla. Oyó a Neil Armstrong decir: —Es un pequeño paso para un hombre, un paso de gigante para la humanidad.

Buzz Aldrin se reunió con Armstrong en la superficie lunar, y ambos señalaron algo con su mano derecha. Estaban contemplando al viejo negro de pie en una cercana pendiente lunar. El hombre sonrió. Sus dientes eran muy blancos.

Su rostro se hizo muy grande en la visión de Nicole, al tiempo que el paisaje lunar empezaba a desvanecerse. El hombre se puso a cantar lentamente, en senoufo, pero al principio Nicole no pudo comprender lo que decía. De pronto se dio cuenta de que le estaba hablando a ella, y que podía comprender cada una de sus palabras.

—Soy uno de tus antepasados de hace mucho tiempo —dijo el hombre—. Cuando muchacho salí a meditar la noche en que la humanidad se posó por primera vez en la Luna. Como tenía sed, bebí abundantemente de las aguas del Lago de la Sabiduría. Primero volé a la Luna, donde hablé con los astronautas, y luego a otros mundos. Conocí a los Grandes. Ellos me dijeron que tú vendrías para llevar la historia de Minowe a las estrellas.

Mientras Nicole observaba, la cabeza del viejo empezó a crecer. Sus dientes se volvieron malignos y largos, sus ojos amarillos. Se transformó en un tigre y saltó a su garganta. Nicole gritó cuando sintió los dientes en su cuello. Se preparó para morir. Pero el tigre se volvió fláccido; una flecha estaba profundamente enterrada en su costado. Nicole oyó un ruido y alzó la vista. Su madre, vestida con una magnífica túnica roja flotante y con un arco de oro en la mano, corría graciosamente hacia un carro dorado detenido en medio del aire.

—Madre..., espera —gritó Nicole. La figura se volvió.

—Fuiste seducida —dijo su madre—. Tienes que ser más cuidadosa. Sólo puedo salvarte tres veces. Cuidado con lo que no puedes ver pero sabes que está ahí. —Subió al carro y tomó las riendas. —No debes morir. Te quiero, Nicole. —Los caballos rojos alados se arquearon más y más hacia arriba hasta que Nicole ya no pudo verlos.

El esquema de color regresó a su visión, Nicole oyó ahora música, primero muy lejos en la distancia, luego mucho más cerca. Era como el sonido de campanillas de cristal. Hermosa, inquietante, etérea. Hubo fuertes aplausos. Nicole estaba sentada en primera fila en una sala de conciertos, con su padre. En el escenario, un hombre oriental cuyo pelo llegaba hasta el suelo, con los ojos soñadoramente fijos, permanecía de pie junto a tres instrumentos de extrañas formas. El sonido estaba todo alrededor de ella. Le hacía sentir deseos de llorar.

—Vamos —dijo su padre—. Tenemos que irnos. —Mientras Nicole miraba, su padre se convirtió en un gorrión. Le sonrió. Ella agitó sus propias alas de gorrión y ambos se elevaron juntos por el aire, dejando atrás el concierto. La música se desvaneció. El aire silbó junto a ellos. Nicole pudo ver el encantador valle del Loira y un atisbo de su villa en Beauvois. Se sintió contenta de volver a casa. Pero su padre-górrión descendió en Chinon, más abajo en el Loira. Los dos gorriones se posaron en un árbol en los terrenos del castillo.

Debajo de ellos, de pie en el frío aire de diciembre, Henry Plantagenet y Eleanor de Aquitania discutían acerca de la sucesión al trono de Inglaterra. Eleanor caminó bajo el árbol y se dio cuenta de la presencia de los gorriones.

—Ah, hola, Nicole —dijo—. No sabía que estuvieras aquí. —La reina Eleanor alzó la mano y acarició el vientre del gorrión. Nicole se estremeció ante la suavidad del contacto.

—Recuerda, Nicole —dijo—, el destino es más importante que cualquier tipo de amor. Puedes soportarlo todo si estás segura de tu destino.

Nicole olió a fuego y tuvo la sensación de que la necesitaban en otra parte. Ella y su padre ascendieron, giraron al norte hacia Normandía. El olor a fuego se hizo más fuerte. Oyeron un grito pidiendo auxilio y aletearon frenéticamente.

En Rúan, una muchacha con luces en los ojos alzó la vista hacia ellos cuando se acercaron. El fuego bajo ella había alcanzado sus pies; el primer olor a carne quemada estaba ya en el aire. La muchacha bajó los ojos en una plegaria mientras una cruz de fabricación casera era sostenida encima de su cabeza por un sacerdote.

—Bendito Jesús —dijo la muchacha; las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Nosotros te salvaremos, Juana —exclamó Nicole mientras ella y su padre descendían sobre la atestada plaza. Juana los abrazó mientras ellos la desalaban de la estaca. El fuego estalló alrededor y todo se volvió negro. Al instante Nicole estaba volando de nuevo, pero esta vez era una gran garza blanca. Volaba sola, dentro de Rama, yendo alto sobre la ciudad de Nueva York. Se desvió para eludir una de las aves que había visto antes, que la miró con sorpresa.

Nicole podía verlo todo en Nueva York con un detalle increíble. Era como si dispusiera de ojos multiespectrales con una amplia cantidad de lentes. Pudo divisar movimiento en cuatro lugares diferentes. Cerca del cobertizo, un ciempiés biot avanzaba lentamente hacia el extremo sur del edificio. Desde las inmediaciones de cada una de las tres plazas centrales emanaba calor de fuentes subterráneas, causando esquemas de color en su visión de infrarrojos. Nicole trazó un círculo descendente hacia el cobertizo y aterrizó sana y salva en su pozo.