31 - El prodigio de orvieto
—Buenas noches, Otto —dijo David Brown cuando el almirante alemán abandonó su cabaña—. Nos veremos por la mañana. —El doctor Brown bostezó y se estiró. Consultó su reloj. Faltaban un poco más de ocho horas antes que las luces volvieran a encenderse, se suponía.
Se quitó su overol de vuelo y bebió un poco de agua. Acababa de echarse en su camastro cuando Francesca entró en su cabaña.
—David —dijo—, tenemos más problemas. —Se acercó a él y le dio un rápido beso. — He estado hablando con Janos. Nicole sospecha que Valeri fue drogado.
—¿Quééé? —respondió él. Se sentó en su cama. —¿Cómo es posible? No había ninguna forma...
—Al parecer, quedaron algunas huellas en sus datos biométricos, y ella, muy lista, las encontró. Se lo mencionó a Janos esta noche.
—No reaccionaste cuando te lo dijo, ¿verdad? Quiero decir, debemos estar absolutamente...
—Por supuesto que no —respondió Francesca—. De todo modos, Janos jamás sospecharía nada, ni en un millar de años. Es un inocente total. Al menos en lo que a esas cosas se refiere.
—Maldita sea esa mujer —dijo David Brown—. Y maldita sea su biometría. —Se frotó el rostro con las manos. —Vaya día. Primero ese estúpido de Wilson intenta hacerse el héroe. Y ahora esto... Te dije que hubiéramos debido destruir lodos los datos de la operación. Hubiera sido un asunto sencillo borrar los archivos centrales Así las cosas, nunca...
—Ella habría seguido teniendo sus datos biométricos —contraatacó Francesca—. Ahí es donde se halla la prueba principal. Hubieras tenido que ser un absoluto genio para tomar los datos de la operación en sí y deducir nada. —Se sentó y atrajo la cabeza del doctor Brown contra su pecho. —Nuestro gran error no fue no destruir los archivos. Eso hubiera podido despertar las sospechas de la AIE. Nuestro error fue subestimar a Nicole des Jardins.
El doctor Brown se liberó del abrazo y se puso de pie.
—Maldita sea, Francesca, es culpa tuya. Nunca hubiera debido permitir que me metieras en eso. Entonces supe...
—Entonces supiste —interrumpió bruscamente Francesca a su compañero— que tú, el doctor David Brown, no ibas a ir en la primera incursión a Rama. Entonces supiste que tus futuros millones como héroe y líder público de esta expedición se verían seriamente comprometidos si te quedaban a bordo de la Newton. —Brown dejó de andar de un lado a otro y miró a Francesca. —Entonces supiste —siguió ella más suavemente— que yo también tenía intereses invertidos en que tú fueras en esa primera excursión. Y que podías contar conmigo para que te proporcionara mi apoyo.
Le tomó las manos y tiró de él hacia la cama.
—Siéntate, David —dijo—. Hemos vuelto una y otra vez sobre esto. Nosotros no matamos al general Borzov. Simplemente le dimos una droga que creó los síntomas de una apendicitis. Tomamos la decisión juntos. SÍ Rama no hubiera maniobrado y el robot cirujano no hubiera funcionado mal, entonces nuestro plan hubiera ido perfectamente. Borzov estaría hoy en la Newton, recuperándose de su apendectomía, y tú y yo estaríamos aquí dirigiendo la exploración de Rama.
David Brown retiró sus manos de entre las de ella y empezó a retorcérselas.
—Me siento tan..., tan sucio —exclamó—. Nunca había hecho nada así antes. Quiero decir, nos guste o no, somos parcialmente responsables de la muerte de Borzov. Quizás incluso de la de Wilson. Podemos ser acusados. —Estaba agitando de nuevo la cabeza. Había una expresión desolada en su rostro. —Se supone que soy un científico —dijo—.
¿Qué me ha ocurrido? ¿Cómo me vi mezclado en esto?
—Ahórrame tu rectitud —replicó secamente Francesca—. Y no intentes engañarte a ti mismo. ¿Acaso no eres el hombre que robó el más importante descubrimiento astronómico de la década de una estudiante graduada? ¿Y luego te casaste con ella para mantenerla callada para siempre? Tu integridad se vio comprometida hace mucho tiempo.
—Esto es injusto —dijo irritadamente el doctor Brown—. Siempre he sido honesto. Excepto...
—Excepto cuando fue importante y valioso para ti no serlo. ¡Vaya montón de mierda! — Francesca se puso de pie, y ahora fue ella quien paseó de un lado a otro de la cabaña—. Ustedes los hombres, son tan malditamente hipócritas. Conservan sus elevadas imágenes con racionalizaciones sorprendentes. Nunca se admiten a ustedes mismos quiénes son realmente y qué desean realmente. La mayoría de las mujeres son más honestas. Reconocemos nuestras ambiciones, nuestros deseos, incluso nuestros anhelos. Admitimos nuestras debilidades. Nos enfrentamos a nosotras mismas tal como somos, no tal como nos gustaría ser.
Regresó a la cama y tomó de nuevo las manos de David.
—¿No lo ves querido? —dijo intensamente—. Tú y yo somos almas gemelas. Nuestra alianza se basa en el más fuerte de todos los lazos... el egoísmo mutuo. Ambos nos sentimos motivados por las mismas metas, el poder y la fama.
—Eso suena horrible —murmuró él.
—Pero es cierto. Aunque tú no desees admitirlo. David, querido, ¿acaso no puedes ver que tu indecisión procede de tu fracaso en reconocer tu auténtica naturaleza? Mírame a mí. Sé exactamente lo que deseo, y nunca me siento confundida respecto a lo que debo hacer. Mi comportamiento es automático.
El físico norteamericano permaneció sentado en silencio al lado de Francesca durante largo rato. Finalmente, se volvió y apoyó la cabeza en el hombro de ella.
—Primero Borzov, ahora Wilson —dijo con un suspiro—. Me siento como azotado. Desearía que nada de esto hubiera ocurrido.
—No puedes renunciar ahora, David —dijo ella, acariciándole la cabeza—. Hemos ido demasiado lejos. Y el gran premio está ahora al alcance de nuestras manos.
Francesca adelantó las manos y empezó a quitarle la camisa.
—Ha sido un día largo y agotador —dijo apaciguadoramente—. Intentemos olvidarlo. — David Brown cerró los ojos mientras ella acariciaba su rostro y su pecho.
Francesca se inclinó hacia adelante y le besó suavemente en los labios. Unos momentos más tarde se detuvo bruscamente.
—¿Lo ves? —dijo, quitándose lentamente sus propias ropas—, mientras permanezcamos juntos en esto, podemos derivar fuerzas el uno del otro. —Se puso de pie delante de David, obligándolo a abrir los ojos.
—Apresúrate —reclamó él, impaciente—. Ya casi estaba...
—No te preocupes mucho por eso —respondió Francesca, dejando caer perezosamente sus pantalones—, nunca has tenido ningún problema conmigo. —Sonrió de nuevo mientras separaba las rodillas de él y apretaba el rostro del hombre contra sus pechos. —Recuerda —dijo, tirando fácilmente de los pantalones cortos de él con su mano libre— Yo no soy Elaine.
Estudió a David Brown mientras éste dormía a su lado. La tensión y la ansiedad que habían dominado su rostro hacía apenas unos minutos habían sido reemplazadas por la relajada sonrisa de un muchacho. Los hombres son tan simples, pensó Francesca. El orgasmo es el perfecto alivio al dolor. Desearía que fuera igual de fácil para nosotras.
Se deslizó fuera de la pequeña cama y se vistió. Tuvo mucho cuidado de no molestar a su amigo dormido. Pero tú y yo aún tenemos un auténtico problema, se dijo mientras terminaba de vestirse, que necesitamos resolver rápidamente. Y será más difícil porque estamos tratando con una mujer.
Francesca salió de la cabaña a la oscuridad de Rama. Había unas pocas luces cerca de los suministros al otro lado del campamento, pero aparte de eso el campamento Beta estaba totalmente a oscuras. Todo el mundo dormía. Encendió su pequeña linterna y se alejó en dirección sur, hacia el Mar Cilíndrico.
¿Qué es lo que quiere, madame Nicole des Jardins?, pensó mientras caminaba. ¿Y cuál es su debilidad, su talón de Aquiles? Durante varios minutos Francesca escrutó su banco de memoria sobre Nicole, intentando descubrir alguna falla de personalidad o carácter que pudiera ser explotada. El dinero no es la respuesta. El sexo tampoco, al menos no conmigo. Rió involuntariamente.Y ciertamente no con David. Su desagrado hacia él es obvio.
¿Qué hay acerca del chantaje?, se preguntó mientras se acercaba a la orilla del Mar Cilíndrico. Recordó la intensa reacción de Nicole a su pregunta acerca del padre de Geneviéve. Quizá, pensó, si supiera la respuesta a esa pregunta... pero no la sé.
Se sintió temporalmente desconcertada. No podía hallar ninguna forma de comprometer a Nicole des Jardins. Por aquel entonces las luces del campamento a sus espaldas apenas eran visibles. Francesca apagó su linterna y se sentó muy cautelosamente, dejando colgar los pies sobre el borde del acantilado.
Tener las piernas suspendidas sobre el hielo del Mar Cilíndrico le trajo de vuelta una sucesión de intensos recuerdos de su infancia en Orvieto. A la edad de once años, pese al cúmulo de advertencias de la sanidad pública que la asaltaban desde todas direcciones, la precoz Francesca había decidido empezar a fumar cigarrillos. Cada día después de la escuela se abría camino colina abajo hasta la planicie debajo de la ciudad y se sentaba a la orilla de su arroyo favorito. Allá fumaba en silencio, un acto de solitaria rebelión. En aquellos lánguidos atardeceres se convertía en habitante de un mundo de fantasía poblado de castillos y príncipes, a millones de kilómetros de distancia de su madre y su padrastro.
El recuerdo de aquellos momentos adolescentes produjo en ella un irresistible deseo de fumar. Había estado tomando sus píldoras de nicotina durante toda la misión, pero lo único que hacían era satisfacer su adicción física. Se echó a reír de sí misma y buscó en uno de los bolsillos especiales de su overol de vuelo. Francesca había ocultado tres cigarrillos en un contenedor especial que los conservaría frescos. Se había dicho a sí misma, antes de abandonar la Tierra, que aquellos cigarrillos eran para "casos de emergencia"...
Fumar un cigarrillo dentro de un vehículo espacial extraterrestre era aún más atrevido que fumar a la edad de once años. Francesca sintió deseos de gritar de deleite cuando echó la cabeza hacia atrás y expelió el humo al aire ramano. Aquel acto la hizo sentir libre, liberada De alguna forma, la amenaza representada por Nicole des Jardins no parecía tan seria.
Mientras estaba fumando, Francesca recordó la aguda soledad de aquella muchacha descendiendo las laderas de la vieja Orvieto. También recordó el terribsecreto que había mantenido encerrado siempre en su corazón. Francesca nunca le había hablado a nadie de lo de su padrastro, ciertamente no a su madre, y raras veces pensaba ya en ello.
Pero, mientras permanecía sentada a la orilla del Mar Cilíndrico, la angustia de su infancia se le apareció con agudo relieve.
Empezó inmediatamente después de mi undécimo cumpleaños, pensó, sumiéndose en los detalles de su vida dieciocho años antes. Al principio no tuve ni idea de lo que quería el muy bastardo. Dio otra profunda pitada a su cigarrillo. Ni siquiera después de que empezara a hacerme regalos sin ninguna razón.
Había sido el director de su nueva escuela. Cuando pasó su primer conjunto completo de tests de aptitud, Francesca consiguió las calificaciones más altas en toda la historia de Orvieto. Estaba fuera de la escala, era un prodigio. Hasta entonces él ni siquiera había reparado en ella. Se había casado con su madre hacía dieciocho meses y había sido padre de dos gemelos casi inmediatamente. Francesca se había convertido en un engorro, otra boca que alimentar, no más importante que otra pieza de mobiliario de su madre.
Durante varios meses se mostró especialmente amable conmigo. Luego mamá fue a visitar a tía Carla por unos días. Los dolorosos recuerdos llegaron aprisa, avanzando como un torrente en su cabeza. Recordó el olor a vino del aliento de su padrastro, su sudor contra el cuerpo de ella, sus lágrimas después que él abandonó la habitación.
La pesadilla había durado más de un año. La forzaba cada vez que su madre no estaba en casa. Luego, una tarde, mientras él se ponía la ropa y miraba en otra dirección, Francesca lo había golpeado en la cabeza con un bate de béisbol de aluminio. Su padrastro había caído al suelo, sangrando e inconsciente. Ella lo había arrastrado hasta la sala de estar dejándolo allí.
Nunca volvió a tocarme, recordó Francesca, aplastando su cigarrillo en la tierra de Rama. Nos convertimos en dos extraños en la misma casa. Desde entonces yo pasé la mayor parte de mi tiempo con Roberto y sus amigos. Simplemente esperaba mi oportunidad. Estaba preparada cuando llegó Carlo.
Francesca tenía catorce años en el verano de 2184, Aquel verano pasó la mayor parte de su tiempo pando por la plaza principal de Orvieto. Su primo mayor, Roberto, acababa de obtener su certificado de guía turístico para la catedral de la plaza. El viejo Duomo, la principal atracción turística de la ciudad, había sido construido por fases, empezando en el siglo XIV. La iglesia era una obra maestra artística y arquitectónica. Los frescos de Lúea Signorelli dentro de su capilla de San Brizio eran ampliamente alabados como los más espléndidos ejemplos de la pintura imaginativa del siglo XV fuera del museo Vaticano.
Haberse convertido en guía oficial del Duomo era considerado como todo un logro, en especial a la edad de diecinueve anos. Francesca estaba muy orgullosa de Roberto. A veces lo acompañaba en sus visitas, pero sólo si le prometía por anticipado no molestarle con sus bromas.
Una tarde de agosto, inmediatamente después de comer, una lujosa limusina entró en la plaza en torno del Duomo, y el chofer pidió un guía a la oficina turística. El caballero de la limusina no había hecho ninguna reserva, y Roberto era el único guía disponible. Francesca observó con gran curiosidad cómo un hombre bajo y apuesto, de unos cuarenta años, bajaba de la parte de atrás del coche y se presentaba a Roberto. Los automóviles habían sido prohibidos en la parte alta de Orvieto, excepto con un permiso especial, desde hacía casi cien años, de modo que Francesca sabía que el hombre debía de ser un individuo muy poco común.
Como hacía siempre, Roberto empezó su visita con los relieves esculpidos por Lorenzo Maitani en las puertas de la iglesia. Aún curiosa, Francesca permaneció a un lado, fumando en silencio, mientras su primo explicaba el significado de las extrañas figuras demoníacas en la parte inferior de una de las columnas.
—Ésta es una de las más primitivas representaciones del Infierno —dijo Roberto, señalando un grupo de figuras dantescas—. El concepto del Infierno del siglo XIV implicaba una interpretación extremadamente literal de la Biblia.
—¡Ja! —exclamó repentinamente Francesca, dejando caer su cigarrillo sobre las piedras del suelo y caminando hacia Roberto y el apuesto desconocido—. También era un concepto muy masculino del Infierno. Observe que muchos de los demonios tienen pechos, y que la mayoría de los pecados reflejados son sexuales. Los hombres han creído siempre que ellos fueron creados perfectos; son las mujeres quienes les han enseñado a pecar.
El desconocido se mostró sorprendido por la aparición de aquella larguirucha adolescente que expelía humo por la boca. Inmediatamente reconoció su belleza natural, y resultaba claro que era muy inteligente. ¿Quién era?
—Es mi prima, Francesca —dijo Roberto, claramente irritado por su interrupción.
—Carlo Bianchi —se presentó el hombre, y alargó su mano. Estaba húmeda. Francesca miró su rostro y pudo notar su interés. Notó que su corazón golpeaba fuertemente en su pecho.
—Si escucha usted a Roberto —le dijo insinuantemente—, todo lo que obtendrá será la visita oficial. Él se deja siempre fuera todos los aspectos jugosos.
—Y usted, señorita...
—Francesca —dijo ella.
—Sí, Francesca. ¿Tiene usted su visita particular? Ella le ofreció su sonrisa más seductora.
—Leo mucho —contestó—. Sé todo acerca de los artistas que trabajaron en la catedral, particularmente el pintor Lúea Signorelli. —Hizo una breve pausa. —¿Sabe usted —prosiguió— que Miguel Ángel vino aquí a estudiar los desnudos de Signorelli antes de pintar el techo de la Capilla Sixtina?
—No, no lo sabía. —Carlo se echó a reír de buen grado. Estaba realmente fascinado.
—Pero ahora sí lo sé. Ven. Únete a nosotros. Puedes añadir tu versión a lo que diga tu primo Roberto.
A ella le encantó la forma en que no dejó de mirarla. Era como si estuviera evaluándola, como si ella fuera una espléndida pintura o una gargantilla enjoyada, y sus ojos no se perdían nada mientras recorrían desvergonzados su figura. Y su risa fácil la animaba. Los comentarios de Francesca empezaron a hacerse más atrevidos y licenciosos.
—¿Ve a esa pobre muchacha a lomos del demonio? —dijo mientras contemplaban la sorprendente colección de genios exhibida por los frescos de Signorelli dentro de la capilla de San Brizio—. Parece como si estuviera fornicando con el demonio por detrás,
¿verdad? ¿Sabe usted quién es? Su rostro y su cuerpo desnudo son los de la amiguita de Signorelli. Mientras él estaba trabajando aquí día tras día, ella empezó a aburrirse y decidió acostarse con un duque o dos mientras esperaba. Lúea se irritó de veras. Así que la puso aquí. La condenó a cabalgar un demonio a perpetuidad.
Cuando paró de reír, Carlo le preguntó a Francesca si creía que el castigo de la mujer era justo.
—Por supuesto que no —respondió la muchacha de catorce años—. Es sólo sp;otro ejemplo del chauvinismo masculino del siglo XV. Los hombres pueden joder con quien quieran y son llamados viriles; pero deje que una mujer intente buscar por sí misma algo de satisfacción...
—¡Francesca! —la interrumpió Roberto—. De veras. Esto ya es demasiado. Tu madre te mataría si oyera lo que estás diciendo.
—Mi madre es irrelevante en este momento. hablando acerca de un doble estándar que todavía existe hoy. Mira a...
Carlo Bianchi apenas podía creer en su buena fortuna. Era un rico diseñador de modas de Milán, que tenía una reputación internacional a los treinta años y había decidido de repente, movido por un impulso, contratar un coche para que lo llevara a Roma en vez de ir en el habitual tren de alta velocidad. Su hermana Mónica siempre le hablaba de la belleza del Duomo de Orvieto. Pararse allí había sido otra decisión de último minuto. Y ahora, oh... la muchacha era un bocado tan espléndido...
Cuando terminó la visita, la invitó a cenar. Pero cuando llegaron a la entrada del restaurante más lujoso de Orvieto ella retrocedió. Carlo comprendió. La llevó a una tienda y le compró un vestido nuevo caro, con zapatos y accesorios a juego. Quedó sorprendido al comprobar lo hermosa que era. ¡Y sólo tenía catorce años!
Francesca nunca había probado un vino realmente fino. Lo bebió como si fuera agua. Cada plato era tan delicioso que no dejaba de lanzar exclamaciones. Carlo se sentía encantado con aquella mujer-niña. Le gustaba la forma en que dejaba colgar su cigarrillo de la comisura de sus labios. Era tan poco sofisticada, tan perfectamente natural.
Cuando terminaron de cenar ya era oscuro. Francesca fue andando con él de vuelta a la limusina estacionada frente al Duomo. Mientras descendían una estrecha callejuela, ella se inclinó hacia él y le mordisqueó juguetonamente una oreja. Él la atrajo espontáneamente hacia sí y fue recompensado con un explosivo beso. La tensión en sus ingles lo abrumó.
Francesca también lo captó. No vaciló ni un segundo cuando Carlo sugirió ir a dar una vuelta en el coche. Cuando la limusina alcanzó las afueras de Orvieto, ella estaba sentada a horcajadas sobre él en el asiento trasero. Treinta minutos más tarde, cuando terminaron de hacer el amor por segunda vez, Carlo no pudo soportar el pensamiento de marcharse sin aquella increíble muchacha. Le preguntó a Francesca si le gustaría acompañarlo a Roma.
—Andiamo —respondió ella con una sonrisa.
Así que fuimos a Roma, y luego a Capri, recordó Francesca. Una semana en París. En Milán me hiciste vivir con Mónica y Luigi. Por las apariencias. Los hombres se preocupan tanto por las apariencias.
La larga ensoñación de Francesca se vio rota cuando creyó oír pasos en la distancia. Se puso cautelosamente de pie y escuchó. Le resultaba difícil oír nada por encima de su propia respiración. Luego oyó de nuevo el sonido, a su izquierda. Sus oídos le dijeron que el sonido procedía del hielo. Una explosión de miedo la invadió con la imagen de extrañas criaturas atacando su campamento desde el hielo. Escuchó de nuevo muy atentamente, pero no oyó nada.
Regresó al campamento. Te quise, Carlo, se dijo a sí misma, si alguna vez he querido a algún hombre. Incluso después que empezaras a compartirme con tus amigos. Más dolor, largo tiempo enterrado, brotó a la superficie, y Francescaluchó con dura furia. Hasta que empezaste a pegarme. Eso arruinó todo. Demostraste que eras un auténtico hijo de puta.
Apartó de sí los recuerdos deliberadamente. Ahora, ¿dónde estábamos?, pensó mientras se acercaba a su cabaña. Ah, sí. El asunto era Nicole des Jardins. ¿Cuánto sabe realmente? ¿Y qué vamos a hacer al respecto?