32 - Explorador en Nueva York
El pequeño zumbador de su reloj de pulsera despertó al doctor Takagishi de un profundo sueño. Por unos breves momentos se sintió desorientado, incapaz de recordar dónde estaba. Se sentó en su cama y se frotó los ojos. Finalmente recordó que estaba dentro de Rama y que la alarma había sido programada para despertarlo después de cinco horas de sueño.
Se vistió en la oscuridad. Cuando terminó tomó una bolsa grande y buscó dentro de ella durante varios segundos. Satisfecho con su contenido, se echó la correa al hombro y se dirigió a la puerta de su cabaña y se asomó cautelosamente. No podía ver luces, en ninguna de las otras cabañas. Inspiró profundamente y salió de puntillas.
La mayor autoridad mundial sobre Rama caminó fuera del campamento en dirección al Mar Cilíndrico. Cuando alcanzó la orilla, descendió lentamente hasta la helada superficie por las escaleras cortadas en la piedra de los cincuenta metros de acantilado. Se sentó en el peldaño del fondo, oculto contra la base del acantilado. Extrajo un par de juegos de cuñas especiales de su bolsa y las sujetó a la suela de sus zapatos. Antes de echar a andar sobre el hielo, calibró su orientador personal a fin de poder mantener un rumbo constante una vez que abandonara la orilla.
Cuando estaba a unos doscientos metros de ésta, sacó de su bolsillo su monitor climático portátil que resbaló entre sus manos y cayó al suelo con un seco ruido en la silenciosa noche. Lo recogió unos segundos más tarde. El monitor le dijo que la temperatura era de dos grados centígrados bajo cero y que soplaba un viento suave de unos ocho kilómetros por hora.
Takagishi inhaló profundamente y se sorprendió ante un peculiar pero familiar olor. Desconcertado, inhaló de nuevo, esta vez, concentrándose en el olor. No había ninguna duda al respecto... ¡era humo de cigarrillo! Apagó apresuradamente su linterna y se mantuvo inmóvil en el hielo. Su mente trabajó a toda velocidad, buscando una explicación.
Francesca Sabatini era la única cosmonauta que fumaba. ¿Lo había seguido cuando abandonó el campamento? ¿Había visto su luz cuando comprobó el monitor del clima?
Escuchó cualquier posible ruido, pero no oyó nada en la noche de Rama. Siguió aguardando. Cuando el olor a cigarrillo hubo desaparecido desde hacía varios minutos, siguió su camino por el hielo, deteniéndose cada cuatro o cinco pasos para asegurarse de que no era seguido. Finalmente se convenció a sí mismo de que Francesca no estaba tras él. De todos modos, el cauteloso Takagishi no encendió de nuevo su linterna hasta que hubo caminado más de un kilómetro y empezó a preocuparse de haberse salido de su rumbo.
En total le tomó cuarenta y cinco minutos alcanzar la orilla opuesta del mar y la ciudad isla de Nueva York. Cuando estaba a cien metros de la orilla, el científico japonés tomó una linterna grande de su bolsa y prendió su poderoso haz. Las fantasmales siluetas de los rascacielos enviaron un estremecimiento de excitación por toda su espina dorsal. ¡Al fin estaba allí! Al fin podía buscar las respuestas de toda su vida a las preguntas sin tener que preocuparse por los arbitrarios programas de alguien.
El doctor Takagishi sabía exactamente adonde quería ir en Nueva York. Cada una de las tres secciones circulares de la ciudad ramana estaba a su vez subdividida en tres porciones angulares, como un pastel dividido en trozos. En el centro de cada una de las tres secciones principales había un núcleo, o plaza, en torno de la cual se disponía el resto de los edificios y calles. Cuando era un muchacho en Kyoto, después de leer todo lo que había podido encontrar acerca de la primera expedición a Rama, se preguntaba cómo sería hallarse de pie en el centro de una de aquellas plazas alienígenas y alzar la vista hacia unos edificios creados por seres de otra estrella. Takagishi se sentía seguro no sólo de que los secretos de Rama podían ser comprendidos estudiando Nueva York, sino también de que sus tres plazas eran las más probables Idealizaciones para hallar las claves de la misteriosa finalidad del vehículo interestelar.
El mapa de Nueva York trazado por los primeros exploradores de Rama estaba tan firmemente grabado en la mente de Takagishi como el mapa de Kyoto donde había nacido y crecido. Pero la primera expedición sólo había tenido un tiempo limitado para explorar Nueva York. De las nueve unidades funcionales, sólo una había sido cartografiada con detalle; los anteriores cosmonautas habían simplemente supuesto, sobre la base de limitadas observaciones, que todas las demás unidades eran idénticas.
A medida que los pasos de Takagishi lo llevaban más y más adentro en la agorera quietud de una parte de la sección central, algunas sutiles diferencias entre aquel segmento en particular de Rama y el estudiado por el equipo del Norton (habían explorado una porción adyacente) empezaron a emerger. La disposición de las calles principales en las dos unidades era la misma; sin embargo, a medida que el doctor Takagishi se acercaba a la plaza, las calles más pequeñas presentaban un esquema ligeramente distinto del que había sido informado por los primeros exploradores. El científico en Takagishi lo obligó a detenerse a menudo y tomar nota de todas las variaciones en su ordenador de bolsillo.
Entró en la sección que rodeaba de forma inmediata la plaza, donde las calles formaban círculos concéntricos. Cruzó tres avenidas y se encontró frente a un enorme octaedro, de un centenar de metros de altura, con un exterior de espejo. El poderoso haz de su linterna se reflejó en su superficie y rebotó de edificio en edificio alrededor. El doctor Takagishi rodeó lentamente el octaedro, buscando una entrada, pero no encontró ninguna.
Al otro lado de la estructura de ocho lados, en el centro de la plaza, había un amplio espacio circular sin edificios altos. Shigeru Takagishi recorrió deliberadamente todo el perímetro del círculo, estudiando los edificios que lo rodeaban mientras caminaba. No consiguió averiguar nada más sobre la finalidad de las estructuras. Cuando se volvió hacia el interior a intervalos regulares para examinar la propia área de la plaza, no vio nada desacostumbrado o particularmente notable. De todos modos, entró en su ordenador la localización de las muchas cajas metálicas, bajas e indescriptibles, que dividían la plaza en particiones.
Cuando estuvo de nuevo frente al octaedro, el doctor Takagishi buscó una vez más en su bolso y extrajo una pequeña placa hexagonal densamente cubierta de componentes electrónicos. Desplegó el aparato científico en la plaza, a tres o cuatro metros de distancia del octaedro, y luego pasó diez minutos verificando con su transceptor que todos los instrumentos científicos funcionaran correctamente. Cuando completó la comprobación de la carga, abandonó rápidamente el área de la plaza y se encaminó hacia el Mar Cilíndrico.
Estaba en medio de la segunda avenida concéntrica cuando oyó un breve pero intenso ruido, como un pop, detrás de él en la plaza. Se volvió en redondo pero no se movió. Unos pocos segundos más tarde oyó un sonido diferente. Éste lo reconoció de su primera incursión, a la vez un raspar de cepillos de metal y un canto en alta frecuencia mezclado en él. Encendió su linterna en dirección a la plaza. El sonido se detuvo. Volvió a apagar la linterna y permaneció inmóvil y en silencio en medio de la avenida.
Unos minutos más tarde el sonido de raspar de cepillos empezó de nuevo. Takagishi avanzó furtivamente cruzando las dos avenidas y empezó a rodear el octaedro en dirección al ruido. Cuando estaba casi en la plaza, un bip-bip en su bolsa rompió su concentración. Cuando consiguió apagar la alarma, que indicaba que el paquete científico que acababa de desplegar en la plaza había funcionado mal, una quietud total se había aposentado sobre Nueva York. Aguardó de nuevo, pero esta vez el sonido no volvió.
Inspiró profundamente para calmarse y reunió todo su valor. De alguna forma, su curiosidad venció a su miedo y regresó a la plaza en el lado opuesto del octaedro para descubrir lo que le había ocurrido al aparato científico. Su primera sorpresa fue que el paquete hexagonal había desaparecido del lugar donde lo había dejado. ¿Dónde podía haber ido? ¿Quién o qué podía haberlo tomado?
Takagishi supo que estaba en el umbral de un descubrimiento científico de abrumadora importancia. También se sintió aterrado. Luchando contra un poderoso deseo de huir, deslizó el amplio haz de su linterna por la plaza, con la esperanza de hallar una explicación a la desaparición de la estación científica. El haz se reflejó en una pequeña pieza de metal a unos treinta o cuarenta metros hacia el centro de la plaza. Takagishi supo instintivamente que el reflejo procedía de su instrumento. Se apresuró hacia allá.
Se arrodilló y examinó los componentes electrónicos. No había ningún daño aparente. Acababa de sacar su transceptor para iniciar un metódico chequeo de todos los instrumentos científicos cuando observó un objeto parecido a una cuerda de unos quince centímetros de diámetro al borde del haz de la linterna que iluminaba el paquete científico. El doctor Takagishi alzó su luz y se dirigió hacia el objeto. Era listado, en negro y oro, y se extendía en la distancia a lo largo de doce metros o algo así, para desaparecer detrás de una especie de extraño cobertizo de metal de unos tres metros de altura. Palpó la gruesa cuerda. Era blanda y velluda en su superficie. Cuando intentó darla vuelta para ver el fondo, el objetó empezó a moverse. Takagishi lo dejó caer inmediatamente y lo contempló culebrear lentamente alejándose de él hacia el cobertizo. El movimiento fue acompañado por el sonido de cepillos raspando contra metal.
El doctor Takagishi pudo oír el sonido de los latidos de su propio corazón. Luchó de nuevo contra el impulso de echar a correr. Recordó sus meditaciones al amanecer cuando era estudiante en el jardín de su maestro zen. No sentiría miedo. Ordenó a sus pies que avanzaran en dirección al cobertizo.
La cuerda negra y dorada desapareció. La plaza estaba silenciosa. Takagishi se acercó al cobertizo con el haz de luz apuntando al suelo en el lugar donde había sido visible por última vez la gruesa cuerda. Rodeó la esquina y lanzó el haz contra el cobertizo. No pudo creer lo que vio. Una masa de tentáculos negros y dorados se agitó bajo la luz.
Un gemido en alta frecuencia estalló de pronto en sus oídos. El doctor Takagishi miró por encima de su hombro izquierdo y quedó estupefacto. Sus ojos se desorbitaron. Su grito se perdió cuando el sonido se intensificó y tres de los tentáculos avanzaron para tocarlo. Las paredes de su corazón cedieron y se derrumbó, ya muerto, en el abrazo de la sorprendente criatura.