CAPÍTULO I
Eran más de las cuatro de la tarde y como de costumbre mi amiga Christine llegaba tarde. Habíamos quedado en el aula de informática del instituto después de clase para planear el fin de semana. Había escogido el mejor sitio, junto a la ventana, gracias a que la profesora de matemáticas nos dejó salir cinco minutos antes de la hora. La sala de informática siempre estaba a rebosar y odiaba tener que acoplarme en los sitios más alejados de las ventanas donde no había suficiente luz y todo el mundo te molestaba al pasar de un sitio a otro. Estaba conectada a internet, buscando magníficos planes para el fin de semana. Bueno, magníficos para mí, ahora me tocaría persuadir a Christine de que lo eran.
De pronto la vi a la entrada de la sala, buscándome entre la gente. Levanté la mano para que me viera y, localizándome, se acercó a paso raudo. Christine era enérgica hasta cuando estaba sentada. Seguro que un especialista la habría calificado de hiperactiva, pero para mí era un comportamiento de lo más normal porque estaba acostumbrada a ella.
Éramos amigas desde los once años, cuando vine a Nueva York a vivir con mi abuela. Mi pasado era traumático, pero por suerte o por desgracia no lo recordaba en absoluto. Cuando era pequeña tuve un accidente de coche en el que murieron mis padres. Estuve en coma durante un mes, pero milagrosamente me recuperé y cuando desperté no recordaba nada. No quedaba nada en mi memoria acerca de mis padres, ni del accidente, ni siquiera de mi estancia en el hospital. Mi abuela Mary, que se hizo cargo de mí, tuvo que contarme lo que sucedió y gracias a ella pude aprender algunas cosas sobre mí, como que mi nombre era Emma Newmann y que cuando sucedió el accidente tenía sólo once años. Vivía con mis padres en Denver y el incidente ocurrió cuando volvíamos de unas vacaciones. Cuando me contó que habían muerto y que yo había conseguido sobrevivir, intenté excavar en mi memoria buscando su recuerdo, la angustia del accidente o mi estancia en el hospital, pero todo fue en vano, ¡no recordaba nada! y según los médicos no lo haría jamás.
Me trasladé a vivir con mi abuela desde entonces, ya que no tenía más familia a parte de ella. Vivía en un bonito apartamento en Manhattan y se esforzó enormemente porque yo encajara allí desde el principio. Aparentemente mi madre no había mantenido un estrecho contacto con ella desde que se casó con mi padre y mi abuela en realidad no me había visto más que un par de veces por Navidad cuando era un bebé, pero como yo tampoco la recordaba tras el accidente, al mudarme con ella empezamos ambas de cero.
Y en esa nueva vida mi primera amiga fue Christine. Ella fue quien se dirigió a mí en mi primer día de clase. Se presentó con su habitual desparpajo y se sentó en el pupitre de al lado y desde entonces éramos íntimas. Cuando crecimos, elegimos el mismo instituto en Manhattan y coincidíamos casi en todas las clases, salvo en matemáticas y en ciencias, donde no habíamos podido elegir el mismo horario. Pensé que quizás nos vendría bien no estar juntas en todo para intentar sociabilizar un poco, pero era demasiado tarde, la gente ya nos tenía clasificadas como las frikis del instituto y no era fácil que te aceptaran en otros grupos. En realidad a nosotras nunca nos había importado no tener más amigos porque nos teníamos la una a la otra, pero eso bastaba cuando éramos unas crías, ahora el tema era diferente… Estábamos creciendo y necesitábamos conocer más mundo y en el instituto eso era misión imposible. A estas alturas todo el mundo nos ignoraba. Pasaba desapercibida en clase, en las actividades extraescolares, en la cafetería y en todo lo demás. Tenía la etiqueta de chica empollona, sosa y rarita escrita en la frente y día a día el instituto se me hacía más insufrible. Sin embargo Christine no parecía tener estas inquietudes, para ella todo era tan perfecto como cuando teníamos once años y nos bastaba con tenernos la una a la otra.
Mi vida me resultaba bastante monótona, cada fin de semana salía con Christine al cine o al teatro y durante la semana a parte del instituto, sólo frecuentábamos la biblioteca pública o alguna cafetería. Pero este fin de semana era mi cumpleaños y quería hacer algo diferente, más excitante. Por fin cumplía diecisiete años y en un año sabría que todo mejoraría inevitablemente porque podría empezar de cero cuando me marchara a la universidad. Sin embargo no sabía si podría soportar esta vida tan monótona todavía otro año más. Mi propósito para este año sería dar un giro a mi vida empezando desde este momento. Este fin de semana haríamos algo diferente para celebrar mi cumpleaños, pero tenía que convencer antes a Christine que era aún más conservadora que mi abuela en cuanto a las cosas que debíamos y no debíamos hacer.
Christine se sentó junto a mí y arrojó su mochila sobre la mesa. Parecía contrariada.
–Siento llegar tarde, mi compañero de laboratorio volvió a ponerse pesado para que me apuntara al club de ajedrez. ¡Me ha costado más de media hora quitármelo de encima! Teníamos que haber insistido más en secretaría para que nos cambiaran esa clase–dijo resoplando.
–Al menos tú tienes un compañero de laboratorio que te habla, mi compañera se limita a chatear con el móvil mientras yo hago las prácticas por las dos– dije quejándome.
–Que Lewis te hable es más bien una condena, ¿o me estás sugiriendo que quieres apuntarte al club de ajedrez?– se burló Christine.
–Creo que no es lo que más me apetece en este momento. Centrémonos en buscar algún plan un poco más… interesante–dije volviendo a Google.
–¡De acuerdo! ¿Ya has pensado lo que te apetece hacer por tu cumpleaños?– me preguntó mientras sacaba su tableta.
–Sí, vamos a salir de verdad. Tengo la lista de los clubs con más fama de Nueva York. Está claro que he tenido que eliminar los mejores porque no tenemos dieciocho, pero todavía han quedado unas cuantas opciones bastante potables–dije pasándole unas hojas impresas con las opiniones de cada uno de ellos.
–Emma, esto nos queda un poco grande. Nosotras no vamos a esos sitios–dijo Christine dejando la lista sobre la mesa y buscando información en la tableta.
–Lo dices como si fueran antros o algo así. Nosotras no vamos a esos sitios porque tú no quieres ir, pero eso no quiere decir que el resto de gente de nuestra edad no los frecuente. Lee las opiniones, por favor, te harán cambiar de idea– sugerí.
–Mira, el New York City Ballet representa “El Lago de los Cisnes” este fin de semana. ¿No te parece una mejor opción?– dijo, ignorándome y mostrándome la cartelera en su pantalla.
–¡Ni hablar! Hemos ido al ballet tres veces este invierno y francamente ese ballet es deprimente, acaba bastante mal. No es lo que necesito para animarme el día de mi cumpleaños, prefiero la opción del club. Yo me decantaría por Electrum, hay música en directo y no está lejos de Manhattan. Podríamos ir en metro– insistí.
–También reponen la versión extendida de “Orgullo y Prejuicio” en el AngeliKa Film Center, con una exposición posterior en la cafetería sobre la vida de Jane Austen ¿No es apasionante?–dijo Christine ignorándome de nuevo.
–Christine, hemos visto esa película al menos veinte veces–protesté.
–¡Pero es tu libro favorito! Mira, no te sigo, estoy intentando buscar cosas que te gusten para celebrar tu cumpleaños y, francamente, lo del club no te pega nada–resopló.
–Christine, es mi cumpleaños y quiero hacer algo diferente. Estoy harta de ir siempre a los mismos sitios, a las mismas cafeterías, al teatro, al cine, a exposiciones... Sé que no te gusta la música actual, pero yo siempre te acompaño a los conciertos de música clásica, ¿podrías por favor dar tu brazo a torcer por una vez y acompañarme a un sitio al que me apetezca ir a mí? –pedí exasperada.
–¡Eres una cabezota! Seguro que no te gustará–replicó Christine.
–De acuerdo, ¡comprobémoslo! ¿Entonces vamos a Electrum o quieres echar un vistazo al resto? –concluí triunfante.
Christine me sacó la lengua y cogió la lista de clubs.
–A tu abuela no le gustará la idea– añadió recorriendo la lista.
–Es que no vamos a decirle nada. Se preocuparía innecesariamente, ya sabes cómo es– dije.
–¿Vas a mentirle?– preguntó horrorizada.
–No, simplemente no le contaremos todo. ¡Vamos Christine!, tenemos diecisiete años y aún no hemos hecho nada arriesgado en nuestras vidas– expliqué.
–Pero Emma, ¿qué te pasa?, ¿ahora quieres ir haciendo el loco por ahí?– preguntó abriendo los ojos como platos.
–No, pero tampoco quiero ir a lugares donde la edad media roza los cincuenta años. ¡Por Dios!, no nos comportamos como chicas de nuestra edad. Quiero relacionarme con más gente, hacer cosas divertidas, conocer a un chico interesante y volverme loca por él. ¡Lo normal!– exclamé.
–¿Me estás diciendo que te aburres conmigo? ¡Qué fuerte! Tantos años como amigas y me lo dices ahora. Y lo del chico es una excusa muy tonta, nunca te has fijado en ninguno en especial hasta ahora, de hecho no creo que haya nadie que encaje en tu perfil de chico ideal– añadió mosqueada.
–Desde luego no lo hay en este instituto, pero el mundo es un abanico de posibilidades. ¿Quién te dice que no habrá un Mr. Darcy para mí esperando a que lo encuentre?– soñé.
–Eso es a lo que me refería, vives anclada en las novelas románticas de la época victoriana y eso no es lo que encontrarás en Electrum. Prepárate más bien para tíos con cadenas y piercings que sólo buscan pasar un buen rato–criticó.
–No quiero salir a ligar, aunque te aseguro que los moteros con cazadoras de cuero me parecen mucho más sexys que los tíos con polainas de la época victoriana–dije divertida–¡Venga Christine!, sólo quiero que salgamos a divertirnos, que escuchemos música y que bailemos hasta caer agotadas. ¡Será genial!, ya lo verás–insistí entusiasmada.
–¿Qué ropa te pondrás?–dijo accediendo al fin.
–No hay problema. Iremos de tiendas esta tarde, por mi cumpleaños–dije guiñándole un ojo.
Nos fuimos directas de compras a Macy’s desde el instituto. Tenía una tarjeta de crédito que rara vez utilizaba, pero hoy la necesitaría. Estaba claro que no tenía nada que encajara para ir a una discoteca y apostaba a que Christine tampoco. Sabía que a mi abuela no le importaría que gastáramos dinero en ropa. Mi abuela venía de una familia adinerada. Enviudó muy joven y mi madre fue su única hija. Nunca había necesitado buscarse un trabajo porque sus padres debieron dejarle una herencia suficiente para tirar adelante. En realidad no vivíamos con demasiados lujos, pero tampoco pasábamos estrecheces y no tendría que hipotecarme de por vida para ir a la universidad, mi abuela me había abierto una cuenta bancaria con los ahorros de mis padres para ese fin y de hecho estaba barajando estudiar en alguna de las universidades más prestigiosas como Harvard o Yale si conseguía una beca. A nivel académico no tendría problema, era la primera de mi clase. Seguramente si seguía por ese camino conseguiría ser la primera de la promoción. Christine me seguía de cerca y nos gustaba desafiarnos y apostar sobre quién conseguiría ese honor, de ahí que en el instituto no fuéramos muy apreciadas.
Estuvimos el resto de la tarde en los probadores del centro comercial buscando conjuntos que nos favorecieran. No éramos del tipo de amigas que se visten, se peinan y hablan igual. Christine y yo éramos bastante diferentes. Ella era bajita, con el pelo rubio ceniza, rizado y largo. Su piel era morena y sus ojos color avellana y en conjunto resultaba una chica bastante guapa. Además su cuerpo, aunque menudo, tenía formas curvilíneas que hacían que todo le sentara genial. Sin embargo yo era bastante alta y delgada y siempre me veía desgarbada…Christine se probó un vestido corto color granate que le sentaba genial y le obligué a que se lo comprara, porque estaba hecho para ella. En mi caso la elección fue más difícil. Empezando por el problema de mi altura, casi de metro ochenta, y de mi delgadez. Me vi en dificultades para encontrar unas botas con tacones que pudiera calzar sin caerme de bruces y que me ajustaran en los gemelos, pero terminé por encontrarlas. La otra batalla fue encontrar un color que me sentara bien. Mi pelo color castaño cobrizo contrastaba con mi piel pálida, demasiado pálida para mi gusto. Pero afortunadamente mis ojos compensaban el resto de mi persona, eran la parte de mí misma con la que me sentía más satisfecha. Según mi abuela eran los mismos ojos que tenía mi madre, enormes y de un azul turquesa intenso, como el mar en un día soleado. Sin duda los colores que más me favorecían eran el azul intenso y el verde. Encontré un vestido corto de encaje verde botella con transparencias en las mangas que no se parecía a nada de lo que tenía en mi armario, pero en eso consistía el cambio. Me sentía sexy y muy diferente a la Emma de todos los días que se conformaba con los vaqueros y las camisetas sencillas.
–Ya te has salido con la tuya y hemos dejado tiritando tu tarjeta de crédito, ¿nos podemos ir ya a casa? Te recuerdo que mañana hay clase– me reprendió Christine.
–¡Claro!, pero primero compraremos maquillaje. Sólo tengo en casa brillo de labios y eso no basta–dije.
–¡Para lo que servirá!... Te recuerdo que no sabemos maquillarnos– apuntó Christine.
–Mañana tenemos toda la tarde para practicar. ¡En internet hay cursos para todo!–dije dirigiéndome a la sección de cosméticos.
Cuando llegué a casa eran casi las siete. Mi abuela era como un reloj, le encantaba respetar los horarios para todo y siempre cenábamos a las siete y media. Ése era mi toque de queda por las tardes. La encontré en su sillón haciendo punto y al verme entrar, me sonrió.
–Hoy os habéis entretenido bastante tú y Christine ¿no?–dijo inclinando su rostro para que le diera un beso.
–Sí, abuela. Estuvimos de compras por mi cumpleaños–dije sentándome frente a ella en el borde del sofá.
–Bien, ¿y qué habéis comprado?– preguntó curiosa.
–Algo de ropa y maquillaje. Me apetecía estrenar algo nuevo por mi cumpleaños–le expliqué.
–Muy bien. Yo te daré mi regalo mañana, cuando sea tu cumpleaños oficial. El siete de marzo–dijo sonriendo.
–Abuela, no tenías que comprarme nada–dije sabiendo que últimamente tenía achaques y no salía demasiado.
–No lo he hecho. Ya lo tenía y te encantará, pero no lo verás hasta mañana– dijo concentrando de nuevo su atención en su labor.
Mi abuela Mary tenía cerca de setenta años, aunque su edad exacta era difícil de saber porque era muy coqueta y no confesaba ciertas cosas. Había sido una belleza de joven, por las fotos que conservaba en el apartamento. Era alta y llevaba su melena blanca recogida en un elaborado moño, siempre perfecto. Sus ojos eran azules, pero más pálidos que los míos. En realidad físicamente no nos parecíamos demasiado, pero nos llevábamos bien porque tenía un carácter muy afable, como yo. Solíamos pasar mucho tiempo en casa, charlando. Siempre se quejaba de sus huesos y no salía demasiado, salvo cuando había temporada de ópera, entonces no nos perdíamos ni una representación. Empecé a admirar la música gracias a ella y aunque al ir creciendo mis gustos musicales se orientaron a estilos más actuales, nunca olvidaría la primera vez que lloré de emoción con la música. Fue en la representación de “Aida” a la que asistí con sólo doce años. A mi abuela y a mí nos unía la música, la llevábamos en el alma. Siempre estaba canturreando algún aria según hacía su labor de punto, le relajaba. Como últimamente estaba más delicada, teníamos ayuda en casa. Nuestra asistenta se llamaba Catherine y era una gran compañía para mi abuela que, de no tenerla a ella, pasaría gran parte del día sola. Catherine venía cada día por la mañana y se iba una vez que dejaba la cena preparada, como hoy. Yo me encargaba de poner la mesa y recogerla después para evitar tareas a mi abuela. No podía quejarme demasiado porque en realidad eran las únicas tareas domésticas que hacía en el día, de todo lo demás se ocupaba Catherine. Cenábamos siempre en el salón con vistas a Manhattan y comentábamos mi día con detalle. Muchos días Christine se quedaba a dormir en casa. Sus padres viajaban mucho y pasaba bastante tiempo sola, con lo que a menudo se mudaba a casa por dos o tres días hasta que ellos volvían. Para mi abuela era como su segunda nieta.
–¿Vendrá mañana Christine por tu cumpleaños?– preguntó mi abuela.
–¡Por supuesto! Y luego saldremos por ahí a celebrarlo–dije entusiasmada.
–Bien, y ¿dónde vais a ir?– preguntó curiosa.
–Hay una fiesta del instituto… Para recaudar dinero para la ceremonia de graduación–mentí.
Era la primera vez que mentía a mi abuela, al menos intencionadamente.
–Y ¿será seguro?–dijo preocupada.
–¡Claro abuela! Los profesores estarán allí–volví a mentir con demasiada facilidad.
No se quedó muy convencida, pero no protestó más y por si acaso seguía haciéndome preguntas decidí retirarme a mi habitación nada más cenar.
Al día siguiente salí hacia el instituto sin despertar a mi abuela, era bastante dormilona y normalmente no conseguía abrir los ojos antes de las nueve. A esa hora solía llegar Catherine y le preparaba el desayuno y yo me quedaba más tranquila sabiendo que estaría acompañada.
Esa mañana Christine me esperaba a la puerta del instituto para felicitarme.
–¡Feliz cumpleaños!–dijo pasándome una bolsa.
–¿Qué es esto?–pregunté curiosa.
–Tú regalo. ¡No se admiten cambios!–dijo.
–¡Vamos dentro! Está helando aquí fuera–dije.
Nos sentamos en el hall del instituto y me apresuré a sacar el regalo de Christine. Se trataba de un álbum de recortes con fotos nuestras desde que nos conocíamos. Había pegado también entradas de cine de películas que nos habían encantado y había escrito citas de nuestros libros favoritos y trozos de conversaciones que habíamos tenido una y otra vez. No podía haberme regalado nada mejor, era como un diario de nuestra amistad. Emocionada, la abracé.
–¿Te gusta?–preguntó.
–Sí, gracias. ¡Es precioso! ¿Cuánto tiempo llevas preparándolo?–dije.
–Pues casi desde tu último cumpleaños. Se me ocurrió la idea viendo una serie de televisión y me puse manos a la obra–dijo sonriente.
–¡Es genial!, de veras–dije cogiéndolo de nuevo y hojeándolo.
–Bueno, ya tendrás tiempo de verlo al detalle. Llegamos tarde a clase–dijo y nos dirigimos a nuestra aula.
Nada más acabar las clases volvimos a mi casa, teníamos que celebrar mi fiesta de cumpleaños y prepararnos para salir. Mi abuela estaba dando instrucciones a Catherine para colocar los últimos adornos cuando entramos por la puerta. Ambas se acercaron a felicitarme y a abrazarme. Mi abuela había preparado su famoso pastel de chocolate y lo había decorado con diecisiete velas multicolores. Cuando soplé tenía claro cuál sería mi deseo: una vida más excitante.
Por fin mi abuela me dio su regalo. Venía en una caja plateada, con una inscripción con mi nombre.
–¡Venga!, ábrelo–insistió.
Levanté la tapa, despacio, y vi su contenido: un hermoso colgante plateado con forma de corazón, macizo y del tamaño de un huevo de codorniz.
–¡Es precioso, abuela!, ¿era tuyo?– dije sacándolo de la caja y poniéndomelo al cuello.
–No, Emma, era de tu madre– dijo con la mirada triste.
–¿De veras?–pregunté observándolo con atención.
–Sí, era su preferido, siempre lo llevaba puesto. Decidí guardarlo para ti, sería lo que ella hubiera querido, así cuando lo lleves, la tendrás siempre junto a tu corazón–dijo cada vez más emocionada.
Sabía que para mi abuela no era nada fácil hablar de mis padres, casi nunca los mencionaba y cuando lo hacía no me daba apenas detalles sobre ellos y cambiaba de tema lo más rápido que podía. Intuí que la muerte de mi madre le había afectado enormemente, al ser además su única hija. Y también sus comentarios me hicieron sospechar que no debía haber mantenido una relación muy cordial con mi padre. Era como si mi abuela considerara que él había sido el responsable de que ellas dos se distanciaran en un primer momento y de que después la apartara de ella para siempre. Era él quien conducía aquel día.
Suponía que algún día, cuando fuera una adulta, mi abuela se sinceraría conmigo y me contaría todo, por lo que de momento intentaba no forzarla demasiado y dejarlo estar. Pero me encantó tener algo de mi madre, algo que ella había llevado cerca de sí, que habría acariciado como yo hacía en este momento. Parecía que de algún modo creaba una especie de conexión con mi pasado, con lo que yo era en realidad, a pesar de que mi mente nunca llegaría a recordarlo.
Mi abuela se retiró pronto alegando que estaba cansada, aunque yo pensé que en realidad estaría algo sensible por haber recordado a mi madre. Cuando Catherine se marchó, nosotras nos fuimos a mi habitación a prepararnos para salir.
–¿Estás segura de que no has cambiado de opinión?–me preguntó Christine mientras me arreglaba el pelo.
–¿Respecto a qué?– dije haciéndome la despistada.
–Respecto a querer ir a ese club–dijo como si fuera obvio.
–¡Por supuesto que no!, hemos comprado toda esta ropa para eso. Será una experiencia única, ya lo verás– dije intentando convencerla.
–Eso espero, que sea única. Si voy es para que te des cuenta de que ese tipo de sitios no es para nosotras. Volverás dándome la razón–dijo tirándome del pelo más de lo necesario.
–¡Ay! Me has dado un buen tirón–me quejé.
–Eso es porque tienes el pelo demasiado largo, te llega a la mitad de la espalda y no hay quien lo maneje. Deberías darle un buen corte–sugirió.
–¡Ni hablar! Sabes que me encanta justo así. No pienso tocarlo hasta verano–dije.
–Te confundirán con Rapunzel–se burló.
No le respondí, pero la miré contrariada. No había errado mucho en la comparación, al igual que Rapunzel yo también vivía aislada del mundo en pleno Manhattan.