6
El camino discurría plácido entre castaños, robles y hayas, pero a medida que se acercaban al pinar, Gabriel sentía cómo se incrementaba la tensión de las vértebras alrededor de su cuello. Teóricamente no había ningún peligro si se limitaban a mantener una prudente distancia entre ellos y el avispero, suponiendo que lo encontraran, pero aun así no las tenía todas consigo.
—He leído que un puñado de avispas asiáticas se bastan para aniquilar una colmena entera de abejas y que su veneno es capaz de disolver los tejidos de la piel humana —dejó caer con voz neutra.
—Así es —concedió Iria, sin darle importancia.
—¿Y no deberíamos llevar algún tipo de protección por si nos topamos con un enjambre de esas avispas?
Ella negó con un gesto indiferente de cabeza. Con el pelo recogido y sus grandes gafas de sol, parecía estar disfrutando sin más de un agradable paseo por el bosque.
—No hay motivo de preocupación. La variedad que ha llegado al sur de Europa es la menos agresiva —explicó—. De momento solo han sido atacadas algunas personas por aproximarse demasiado a sus nidos, pero en este tipo de bosques los suelen construir en las copas de los árboles. Y el que me ha parecido ver debe estar a unos veinte metros de altura.
—El piloto no estaba muy seguro de que eso que has visto sea un avispero. Por eso habrá preferido rastrear otra zona con tu amigo biólogo. Supongo que lleva demasiados días buscando el nido como para creer que una pipiola pueda dar con él a las primeras de cambio.
—Y seguramente tenga razón. Pero nunca hay que subestimar la suerte del principiante. Además, no soy tan pipiola: ya tengo veintisiete años —añadió con un mohín de reproche.
Iria continuó caminando en silencio con expresión pensativa. Calzaba unas deportivas y tejanos ajustados. Aunque era de complexión delgada, sus muslos parecían bien torneados y sus caderas no carecían de curvas. El jersey de cuello alto, discreto y holgado, no permitía adivinar más detalles sobre su anatomía.
—Tras doctorarme, conseguí una beca y la universidad me ofreció la oportunidad de dar clases mientras continuaba investigando sobre los temas de mi tesis. Supongo que he tenido suerte.
Iria posó su mirada en los hayedos. Eran tan altos que la luz se filtraba a su través como en un susurro.
—¿Y qué hay acerca de ti? —le preguntó de pronto—. Ser periodista debe de ser más apasionante que estar todo el día en el laboratorio.
—Últimamente lo más apasionante de mi trabajo es averiguar si cobraré el sueldo a fin de mes. Mi oficio, como el de las abejas, está en vías de extinción.
—En todo caso, lo que te gusta es investigar, ¿no es cierto?
Gabriel aminoró el paso y frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
—He leído algunas cosas sobre ti que me lo han hecho suponer —contestó en un tono enigmático—. Cosas relacionadas con un libro que nunca llegó a publicarse.
—¿Cómo has sabido?…
—Simplemente, he consultado tu cuenta en twitter —dijo ella con una sonrisa traviesa—. Antes de pasar un día entero buscando avispas asesinas con un periodista, necesitaba informarme un poco sobre ti.
El camino se bifurcaba cuando Iria consultó el GPS de su teléfono móvil y escogió un sendero, estrecho y empinado, que se alejaba de los hayedos.
Gabriel se mordió la lengua. Sus investigaciones le habían acarreado más problemas que beneficios. Un reportaje sobre los turbios intereses económicos de importantes empresas era la causa de que lo hubieran relegado a la sección de cultura. Nadie se lo había dicho explícitamente, pero no tenía ninguna duda al respecto. Frustrado, había decidido escribir en forma de novela lo que no le dejaban publicar en su periódico. Al principio todo parecía ir de maravilla. Una editorial se interesó por su libro y le hizo una oferta. Pero tras firmar el contrato, le exigieron algunos cambios. «Cosméticos», según dijeron, para cubrirse ante posibles demandas…
Él se negó y la editorial canceló su publicación hasta nuevo aviso. Gabriel sospechó que tras esa maniobra se ocultaba la mano invisible de un conocido grupo económico y puso una denuncia para recuperar sus derechos. Pero el libro acabó en el limbo judicial. De momento, ahí seguía. Perdido en un laberinto legal de difícil salida.
—Por lo que parece, no soy el único aquí con alma de periodista —se limitó a decir arqueando las cejas.
—¡Es increíble! —exclamó súbitamente Iria, apuntando con el dedo índice hacia arriba.
Gabriel oteó el cielo en la dirección que señalaba Iria. En las alturas planeaba un ave solitaria con las alas extendidas.
—¿Es una águila? —preguntó, aliviado por poder cambiar de tema.
—Mucho mejor que eso… Se trata de una señal de que vamos en la dirección adecuada. ¡Es un halcón abejero!
Gabriel extendió las palmas de sus manos en señal de muda interrogación. Iria continuó:
—Los halcones abejeros son unas aves muy raras que se alimentan de avispas silvestres. El denso plumaje de las patas y sus escamas les protegen de las picaduras durante su ataque.
Gabriel notó cómo sus manos empezaban a sudar.
—Parece que sobrevuela el mismo lugar que habías señalado tú desde el helicóptero…
—Sí, sí —confirmó, muy excitada—. ¡Aceleremos el paso! Estamos muy cerca.
La ruta ascendía de manera continuada. A Gabriel le costaba respirar y empezó a temer que estuviera a punto de padecer un ataque de ansiedad. Se preguntó si sería mejor advertir a Iria, pero lo descartó de inmediato. Confesar sus miedos a esa chica que tanto le atraía era lo último que deseaba.
Iria continuaba ascendiendo con envidiable agilidad. No parecía faltarle el resuello pese a la velocidad con que avanzaba. Los hayedos habían quedado atrás y los grandes pinos se entremezclaban ahora con encinas y robles.
—Si no me equivoco, a partir de aquí tenemos que estar muy atentos —anunció ella.
El rostro de Iria reflejaba una intensa concentración. Gabriel se esforzó por respirar a intervalos regulares mientras escrutaba aquella arboleda. Los pinos eran frondosos y altos. Las ramas nacían casi desde la base del tronco, cubiertas por su característica hoja verde perenne, y ascendían hacia el cielo formando una especie de cono piramidal. Encontrar el nido de avispas iba a resultar muy difícil, incluso si estaba sobre sus cabezas.
—Hay que guardar silencio —advirtió Iria con voz susurrante—. Así podremos escuchar el zumbido de las avispas si pasamos cerca de ellas.
Alejándose de los caminos marcados, se adentraron en el bosque. Los pinos se sucedían, pero no hallaban ni rastro de las avispas. El halcón había desaparecido en el horizonte y no parecía que fuera a regresar para guiarles.
Pese a ser un día soleado, el aire era fresco y a Gabriel le sobrevenía un ligero temblor cada vez que se detenían para examinar con sus prismáticos las ramas de los árboles. Una ráfaga de viento trajo consigo un zumbido, amortiguado y débil, pero perfectamente audible.
Iria apuntó sus prismáticos hacia el lugar de donde procedía, como si estuviera empuñando un fusil con mira telescópica.
—Están allí —anunció con emoción contenida.
Gabriel enfocó sus anteojos en la dirección que le señalaba su acompañante. Aquella imagen de pesadilla lo dejó petrificado. Escondida entre las ramas, a unos quince metros de altura, pendía una bola semejante a una gigantesca esponja marina de color calabaza. Mediría más de un metro, y las avispas se desplazaban por sus rugosidades, entrando y saliendo a través de sus orificios.
—¡Es enorme! —confirmó Iria—. Muchísimo más grande de lo que imaginaba. Ya he anotado las coordenadas en el GPS. Será mejor que nos vayamos, no vaya a ser que la tomen con nosotros.
Gabriel asintió, pero antes de marcharse se sobrepuso a sus miedos y extrajo su cámara de la mochila. El periódico le importaba un bledo a esas alturas de su carrera, pero todavía conservaba pundonor para hacer bien su trabajo.
De haber sabido que lo despedirían al día siguiente, se lo hubiera pensado dos veces antes de tomar aquellas fotos.