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El avión se sacudió en el aire al iniciar un viraje para encarar el descenso hacia la isla. El fuerte viento dificultaba la maniobra y Gabriel temía que las hélices del pequeño aeroplano no pudieran superar su resistencia.
Iria, absolutamente pálida, lo agarraba de la mano sin articular palabra.
La pista del aeropuerto de Sumburgh era la más diminuta y estrecha que había visto en su vida. Con solo dos carriles y rodeada de agua, acababa abruptamente en el mar. Aterrizar allí debía de ser una pesadilla para los pilotos.
—Los aviones de hélice son los más seguros del mundo —dijo Gabriel para tranquilizar a Iria, pese a que él mismo estaba asustado—. Para el piloto, todo esto es pura rutina.
Como respondiendo a sus deseos, el aeroplano consiguió estabilizarse. Después, inició un rápido descenso.
Ella se santiguó, inspiró hondo, y cerró los ojos. El impacto al tocar tierra fue brusco, pero el avión no se zarandeó, y los frenos cumplieron su cometido de forma rápida y eficaz.
Iria sonrió aliviada y aplaudió. El resto de los pasajeros se unieron espontáneamente a la ovación.
El piloto agradeció entonces por radiofonía que hubieran confiado en su compañía aérea, les deseó una buena estancia y anunció que el desembarco se iniciaría de inmediato.
Gabriel bajó las dos maletas de mano, e Iria se hizo cargo de la jaula de plástico donde la gata dormía plácidamente desde hacía horas. Poco acostumbrada a salir de su piso en la Barceloneta, habían recurrido a un somnífero para evitarle mayores sobresaltos.
Tras bajar las escalerillas del avión, un auxiliar de tierra les entregó las maletas grandes. Con todo el equipaje ya en su poder, siguieron a los pasajeros nativos a través de la pista, mientras potentes ráfagas de viento gélido les azotaban con fuerza.
Las enormes extensiones de césped circundando el aeropuerto daban fe de que en aquellos parajes las lluvias no daban tregua.
En pocos minutos alcanzaron un edificio grisáceo y funcional. Ocho coches aparcados se alineaban en su entrada. Apoyado en un elegante Jaguar metalizado de color plata, un hombre de mediana edad ataviado con un abrigo largo y oscuro sujetaba un cartel con sus nombres.
—Por lo que se ve, New World no padece estrecheces presupuestarias —comentó Gabriel—. El Dientes de Sable cuesta una fortuna.
—¿De qué diablos hablas?
—Es así como se conoce el Jaguar XJR. Durante un tiempo trabajé en una revista de coches de lujo.
El conductor, de piel muy clara y pelo castaño cortado al cepillo, se presentó como James. Colocó su equipaje en el maletero y les invitó a subir al automóvil.
Los asientos eran extremadamente cómodos y la tapicería de piel en tono marfil proporcionaba un entorno mucho más confortable que el ruidoso avión de hélices. El coche arrancó en silencio, como si flotara sobre sus cuatro neumáticos, y dejó atrás las instalaciones del aeropuerto para enfilar una estrecha carretera flanqueada por el mar y húmedos campos verdes.
—Nos dirigimos a Lerwick, el puerto del que sale el ferry hacia Moore y otras islas del norte —explicó James, en un inglés gutural casi inescrutable para los no iniciados en el acento escocés.
Tal vez por ello, desgranaba sus palabras con lentitud. O quizás en aquellas islas no existieran las prisas y no necesitaran hablar tan rápido como en las ciudades, pensó Gabriel.
A medida que se adentraban en la carretera, el cielo se fue oscureciendo hasta quedar completamente encapotado de nubes. Un trueno resonó en lo alto y enseguida comenzó a diluviar.
—El acceso a la isla de Moore por barco está siempre condicionado por el parte meteorológico, pero hoy no se esperan problemas —afirmó el chófer con ademán imperturbable.
Había puesto en funcionamiento el limpiaparabrisas y, tras encender las luces antiniebla, continuaba conduciendo con tal delicadeza que el coche ni siquiera parecía que estuviera en movimiento.
—Ya no estoy segura de que instalarse aquí vaya a ser tan buena idea… —dijo Iria mientras limpiaba con una gamuza sus gafas de pasta.
Gabriel también tenía sus dudas. Refugiarse en una isla remota con una chica a la que solo conocía desde hacía dos semanas era muy arriesgado, aunque estuviera loco por ella. Pero la decisión ya estaba tomada. Al menos, en aquella isla perdida tendría tiempo para escribir y tal vez colaborar con los periódicos y revistas que se interesaran por sus artículos, si es que alguno lo hacía.
—Solo hay una cosa segura. Vamos a echar de menos el clima primaveral de nuestra ciudad —afirmó Gabriel.
—Comentarios de ese tipo no ayudan en nada —protestó Iria frunciendo el ceño—. Si mal no recuerdo, tú mismo dijiste que preferías venir aquí en lugar de quedarte en Barcelona.
Justo entonces, la voz del chófer impidió que la tensión latente fuera a más.
—Las islas Shetland son un archipiélago compuesto por más de cien islas, pero solo quince están habitadas —informó con voz neutra—. Están perdidas en el mar del Norte, tan lejos de Gran Bretaña como de Noruega. De hecho, fueron territorio vikingo durante siglos, pero a mediados del quince pasaron a formar parte de Escocia como parte de la dote de una princesa nórdica por casarse con nuestro rey Jacobo III.
—¿Entiendes bien lo que dice? —preguntó Gabriel con tono conciliador.
Iria asintió en silencio. La expresión melancólica de su rostro indicaba a las claras que no tenía ganas de hablar.
El acento de James era difícil de descifrar para quien no hubiera vivido en Escocia. Gabriel no tenía ningún problema porque tras el Erasmus había residido un año más en Edimburgo compaginando trabajos de camarero con un curso de posgrado que no le había servido para nada.
—Nos dirigimos a las tierras del noreste más alejadas de Escocia —siguió explicando James—. Justo encima de las islas de Yest y Unst se sitúa la de Moore. Allí están ubicados nuestros laboratorios.
Un maullido ahogado resonó en el interior del coche, como si Mima también quisiera expresar su disgusto por su nuevo destino.
Iria abrió la reja de plástico de la jaula y, tras tomarla entre sus brazos, le acarició la cabeza y el lomo. La gata ronroneó débilmente, todavía soñolienta. Apenas se movía y sus ojos permanecían entrecerrados.
—Habéis hecho muy bien en traeros una mascota —valoró James, adentrándose por primera vez en un tema personal—. Esas islas son un tanto solitarias… La población de todo el archipiélago es de unas veintitrés mil personas, y la mayoría están en Lerwick, la ciudad de la que zarpará nuestro ferry. Lejos de la capital reina el aislamiento. Moore no tiene ni cobertura de móvil. El jefe de New World ha instalado en la base una antena wifi para que tengáis Internet, pero lo del teléfono no está solucionado y todavía carecemos de conexión para hablar desde los móviles.
—Al menos aquí no hay aglomeraciones, ni siquiera en verano —apuntó Gabriel, tratando de distender el ambiente lúgubre con una nota de humor.
Iria persistía en encerrarse en su mutismo. Su mirada seguía fija en Mima, y parecía no querer saber nada de nadie más.
—Nunca hemos sido un destino turístico —apuntó el chófer manteniendo así la llama de la conversación—. Las tormentas y los fuertes vendavales no son el mejor reclamo para relajarse. Pero tenemos otra clase de visitantes… —James esbozó una sonrisa apenas perceptible—. Cada verano las islas reciben a millones de aves migratorias que llenan los acantilados. Cientos de miles de frailecillos, alcatraces, fulmares, araos y muchas otras especies marinas anidan en nuestros parajes… En verano es el paraíso de los ornitólogos, que vienen a observar las aves aprovechando que la luz solar se alarga casi veinte horas. Naturalmente, ahora en octubre todo es mucho más frío y oscuro…
El resto del trayecto continuó en silencio, sin más sonido que las gotas de lluvia golpeando los cristales.
Al llegar al puerto, James localizó con rapidez el emplazamiento de un ferry negro atracado en el muelle. Tras bajar la ventanilla con el botón automático, entregó tres billetes a un encargado que capeaba el mal tiempo protegido por su chubasquero. Luego ascendió con el Jaguar por la rampa de metal que comunicaba tierra firme con la popa del barco.
Cuando el coche fue engullido dentro de la gran cámara interior, Gabriel se preguntó si realmente sabía dónde se estaba embarcando.