47

 

Era ya noche cerrada y la lluvia caía sin descanso bajo la luna menguante. New World resplandecía espectral tras sus blancas rejas y, aunque las ventanas del edificio principal estaban iluminadas, nadie contestaba a las llamadas.

—¡Policía! ¡Abran la puerta! —exigió otra vez el inspector jefe.

La voz de Susan resonó a través del interfono dotado con una videocámara de alta resolución.

—Un momento, por favor… Un momento.

Enseguida apareció el director caminando a su encuentro. Vestía un elegante abrigo de cachemira y sostenía en la mano un sobrio paraguas negro. Sus ojos, azules y acuosos, brillaron fríos tras sus impolutas gafas doradas.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Traigo una orden judicial de registro —replicó el inspector, entregándole un folio mecanografiado a través del hueco de las rejas. Gracias a su amistad con el juez de guardia en Lerwick, había conseguido esa orden de inmediato.

El director la examinó someramente y les abrió la puerta con expresión contrariada.

—No tenemos nada que ocultar, caballeros; pero les advierto que si algo de lo que ven se filtra a la prensa, presentaré una querella.

—A ese respecto puede estar tranquilo —dijo el inspector—. Ahora, si es tan amable, me gustaría examinar los laboratorios.

El director los acompañó hasta los módulos de trabajo. En el perímetro del recinto no se veía un alma ni se oía otro sonido que el repicar de la lluvia contra el suelo rojizo.

—Gunn y Todd se quedarán fuera, custodiando las salidas del edificio principal y del que está a la derecha —anunció el inspector jefe, señalando a sus dos compañeros—. El resto, examinaremos el de la izquierda.

—Ustedes pueden pasar a donde quieran, pero estos dos no están autorizados a registrar nada —protestó el director en referencia a Gabriel e Iria.

—Su presencia es necesaria —aseguró el inspector.

—En ese caso, será bajo su responsabilidad —dijo Leonard, sobreponiéndose a su turbación.

Dicho esto, abrió la puerta con una tarjeta magnética y se adentraron en un pasillo pulcro y blanco, con tres cámaras bien visibles adheridas al techo.

—¿Dónde está? —preguntó el inspector, dirigiéndose directamente a Gabriel.

—Tercera puerta a la derecha —respondió.

La amplia sala, de nítidas líneas geométricas y suelo de linóleo, albergaba diversas peceras, mesas equipadas con microscopios de última generación, estanterías repletas de frascos y una gran nevera metalizada. Allí, dentro de aquel frigorífico, era donde había hallado la cabeza de George.

El inspector fijó su mirada en el perchero, donde colgaban batas con capuchas, mascarillas y gafas de plástico.

—No será necesario que se disfracen de buzos —comentó Leonard, con un deje irónico—. En un día normal les obligaría a vestirse con el equipo completo para evitar que infectaran con sus microbios y bacterias a los animales con los que experimentamos. Sin embargo, después del apagón, eso ya no tiene importancia. Mañana tendremos que empezar desde cero.

—Yo también he tenido un día ajetreado y preferiría acabar cuanto antes —dijo el inspector, mientras se acariciaba el bigote con expresión muy seria—. ¿Por qué no abre esa nevera, si es tan amable?

Gabriel e Iria intercambiaron miradas furtivas llenas de tensión. Ambos sabían que aunque Leonard fuera detenido y encerrado en una prisión de máxima seguridad, podría vengarse de ellos a distancia.

El director caminó hacia la nevera, posó el dedo índice sobre un sensor, y sus puertas se abrieron automáticamente. Todos contuvieron el aliento, pero lo que se mostró ante sus ojos resultó de lo más anodino. Recipientes con líquidos de distintos colores, frascos y envases de variados tamaños, algunas botellas de cristal y poco más.

Ni rastro de la cabeza de George.

El inspector examinó detenidamente el contenido del frigorífico. Luego, se paseó con lentitud por la habitación y se paró frente a uno de los acuarios. Los peces, inmóviles y sin vida, se hacinaban sepultados en la urna de cristal. Una diminuta araña marina salió de entre las piedras que adornaban el fondo.

—Hace poco —explicó Leonard—, descubrimos unos peces con forma de araña que destilan un potentísimo veneno cuando pican a sus víctimas. Los científicos de mi equipo trabajan para patentar una fórmula con extractos de ese veneno como alternativa a los insecticidas neonicotinoides. Por eso estamos analizando sus propiedades y efectos.

Gabriel se mordió el labio inferior en un gesto reflejo de impotencia. Las instantáneas que había sacado de las peceras no le servirían de nada. Y lo peor era que, al haberse quedado sin batería justo después de abrir la nevera, ni siquiera había podido disparar una maldita foto de su contenido.

No tenía pruebas del asesinato de George.

Sin tiempo para lamentarse, pasaron a examinar la estancia contigua. Allí, sobre las estanterías de una pared lateral, pudo ver a plena luz las ratas que se acumulaban por centenares, encerradas dentro de pequeñas jaulas metálicas. Esta vez los roedores se encontraban más tranquilos, como si hubieran sido sedados, y muchos de ellos yacían inmóviles a causa de los enormes bultos que colgaban de sus tripas.

—Los roedores —explicó el director— nos ofrecen un modelo muy aproximado de las reacciones del cuerpo humano a ciertas sustancias tóxicas. Soy el primero en lamentar el sufrimiento que a veces les acarrean nuestros experimentos, pero gracias a estas ratas de laboratorio, millones de personas pueden estar tranquilas cuando comen alimentos transgénicos.

El inspector asintió con indolencia y, tras darle la espalda, comenzó a abrir los armarios de la sala. Como era de esperar, no encontró nada excepto tubos de ensayo, vasijas, recipientes, frascos y botellitas de cristal.

A esas alturas, Gabriel ya estaba convencido de que el director se había deshecho de todas las pruebas que lo pudieran incriminar. Su tranquilidad daba fe de ello.

«Deben de tener algún soplón infiltrado en la comisaría de Lerwick», pensó para sí.

Los gusanos encerrados en tarros de cristal captaron la atención del inspector, que se detuvo frente a ellos con el ceño fruncido.

—Este verano pasado, la isla sufrió la inesperada visita de estos gusanos cogolleros y de un puñado de avispas asiáticas —explicó Leonard—. Con toda probabilidad, debieron de llegar ocultos dentro de contenedores transportados por el ferry semanal. Nada raro en estos tiempos de creciente globalización… Lo curioso, no obstante, fue que ambas especies resistieron vivas muchos más días de lo que cabría esperar teniendo en cuenta la climatología de la isla. Eso nos llamó la atención, así que recogimos algunas muestras y ahora estamos estudiando su genética para poder combatir mejor…

El inspector lo cortó con un sonoro bufido.

—Mire, sus explicaciones son muy didácticas, pero no soy un experto en biotecnología ni pretendo serlo. Tampoco me gusta perder el tiempo. Así que le voy a hacer una pregunta. Con independencia de su respuesta, vamos a registrar hasta el último palmo de sus instalaciones, pero antes de proseguir me gustaría saber si tiene alguna idea de por qué pueden haber sido denunciados.

Leonard lo miró con suficiencia.

—Por supuesto. La autoridad competente del Reino Unido, la HFEA, nos ha concedido hoy el permiso de producir embriones humano-animales. Solo otra empresa disponía con anterioridad de una autorización semejante, y le puedo asegurar que están dispuestos a hacer lo imposible para que nos retiren esa autorización, incluyendo campañas de difamación muy bien orquestadas. Si lograran suspender nuestra licencia durante unos meses, nos causarían un daño irreparable. Y este señor —dijo apuntando con el dedo a Gabriel— es periodista. Él sabe mejor que nadie lo fácil que es arruinar la reputación de cualquiera con noticias falsas. Pero todo tiene un límite. En mi opinión, debería detener a ese reportero de pacotilla que está junto a usted.

Especies invasoras
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