31
El sol fue desapareciendo de su vista, como engullido por la tierra, mientras pedaleaba hasta New World. Abrió con su tarjeta la verja de entrada e ingresó en aquel centro puntero de investigación enclavado dentro de una isla donde el tiempo se había detenido para sus lugareños.
Aislada en aquel mundo primitivo que la rechazaba como a un cuerpo extraño, Natalie debía de encontrarse muy sola. Gabriel se preguntó una vez más qué hacía en Moore una mujer atractiva, adinerada y que parecía haber pasado buena parte de su vida en la alta sociedad.
Por mucho que en aquella isla estuvieran sus raíces, su regreso desprendía el aroma oscuro de un exilio impuesto como penitencia a sus pecados, ya fueran reales o imaginarios. Pero tal vez existiera otro tipo de razones que explicaran su presencia allí…
Saltaba a la vista que Natalie tenía ganas de conversar y eso lo podía entender muy bien. La mera compañía de Colum jamás cubriría los vacíos de aquella alma cultivada e inquieta. Sin embargo, sus misterios seguían ocultos por una espesa niebla que ella misma se encargaba de que fuera impenetrable.
Distraído con estos pensamientos, Gabriel se sorprendió al descubrir en New World a un hombre mirando al cielo, sentado sobre los peldaños de uno de los chalets. Al acercarse, se percató de que se trataba de George.
—Hola, Gabriel —lo saludó al reconocerle—. ¿No es magnífico? El viento se ha llevado todas las nubes y las estrellas casi parecen al alcance de la mano.
Gabriel alzó la vista. El espectáculo era ciertamente inmenso. Infinitos puntos de luz se distinguían ya en el firmamento. Resultaba imposible mirar aquel prodigio sin creer en algo más. Acudieron a su mente los elhoim del Antiguo Testamento y los anunnaki de las milenarias tablillas sumerias. Un escalofrío lo recorrió por dentro.
—Y pensar que estamos viendo ahora lo que sucedió tanto tiempo atrás —dijo George, extrayendo un puntero láser de su bolsillo para señalar varias de las estrellas más resplandecientes—. Esa es la constelación de Orión y la que brilla más es Rigel, una jovencita gigantesca que se encuentra a tan solo novecientos cincuenta años luz de nosotros.
—O sea, que en realidad ya no es tan jovencita —bromeó Gabriel.
George suspiró, sosteniendo su mirada contra el cielo.
—De adolescente quise ser astrofísico, pero al final me decanté por la biología molecular. ¿Y sabes? Lo malo de tomar una decisión es que el tiempo no permite dar marcha atrás para corregir errores.
Su cara se ensombreció y bajó la vista a tierra. Luego le propuso:
—Te invito a tomar una cerveza en mi choza.
Gabriel aceptó. El frío viento arreciaba y quería hacerle algunas preguntas que nada tenían que ver con las estrellas.
El interior de su vivienda era un auténtico caos. Las mesas y las sillas estaban cubiertas de latas de cerveza abiertas, y los ceniceros sucios se diseminaban sin criterio por el salón. Las bolsas de comida se amontonaban en el suelo, y era posible divisar libros apilados en cualquier punto donde uno fijara la vista.
Gabriel se preguntó cómo alguien tan desordenado podía destacar en la investigación. Había leído estudios en los que se concluía que los trabajadores con mesas desordenadas eran más creativos que el resto, pero lo de George era excesivo.
El científico trajo dos sillas de la cocina atestadas de ropa y libros. Entre ambos retiraron los objetos y, tras servirse unas latas de cerveza, se sentaron en el salón.
—Creo que la cena de ayer fue una advertencia para mí —dijo George de sopetón.
Gabriel casi se atragantó con la cerveza.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Digamos que Leonard puede no estar del todo tranquilo conmigo. —Dio un trago largo a su cerveza, como si quisiera darse ánimos para continuar hablando—. La verdad es que expliqué a Erika ciertos detalles de los experimentos en que he participado recientemente.
—¡Vaya! Entiendo tu preocupación… ¿Y por qué a Erika?
—Eso no es asunto tuyo ni le importa a nadie —repuso George.
Llevaba en su dedo anular un anillo de casado. Aquel era un tema del que, por motivos obvios, prefería no hablar.
El científico apuró su lata y la dejó en el suelo con un gesto brusco. Pequeñas gotas de sudor comenzaban a perlar su frente. A Gabriel le pareció estar viendo a un animal acorralado.
De repente se levantó y, tras dirigirse a la cocina con paso vacilante, regresó con una botella de medio litro de cerveza negra.
—Vine a esta isla atraído por los altos sueldos que ofrecían, así como por el prestigio del profesor Rajid y del propio Leonard. Ambos son brillantes y para ellos los límites a la investigación no deberían existir. Tal vez tengan razón, pero hay ciertas cosas… A mí me contrataron para combatir la plaga de los insectos que se conocen popularmente como picudos rojos. ¿Has oído hablar de ellos?
Gabriel asintió con la cabeza.
—He leído varias noticias sobre esos insectos. Es otra de las especies invasoras procedentes de Asia que se han instalado en España y sus víctimas propiciatorias son nuestras palmeras. Se introducen dentro de ellas para criar las larvas, y perforan en los troncos galerías de más de un metro de longitud. Para cuando se descubre su presencia, el árbol ya no tiene salvación.
George dio un trago a su botella antes de explicar:
—No me extraña que la prensa de tu país haya publicado noticias sobre el asunto. Solo en Valencia han muerto cuarenta mil palmeras en los dos últimos años, y la plaga se extiende en todo el Mediterráneo. La Unión Europea ha impulsado el programa Palm Protect para buscar soluciones, pero nosotros ya tenemos una que representa toda una revolución.
Gabriel se acomodó en su silla. Aquello prometía ser de lo más interesante.
—No soy un experto en el tema, pero intentaré seguirte.
—Es muy sencillo. Hemos diseñado unas palmeras genéticamente alteradas para producir las mismas proteínas que un hongo llamado beauveria bassiana. Su contacto enferma de muerte a los picudos rojos, que dejarán de ser amenazas para una palmera capaz de defenderse a sí misma.
—Erika me habló de que New World está controlada por una multinacional dedicada al negocio de los transgénicos —dijo Gabriel— y estaba muy preocupada por los efectos que podrían tener esta clase de experimentos.
—Tenía razones para ello… Los tests sanitarios solo miden los resultados durante el tiempo en que se realizan las pruebas. Pero no tienen en cuenta que, al insertar nuevos genes en el ADN de las plantas su comportamiento futuro tendrá un componente aleatorio que, por distintos motivos, podría ser muy distinto al inicialmente previsto. Pero eso no es lo que más me asusta…
George guardó silencio y se secó la frente con su mano. Ahora sudaba copiosamente y su mirada se paseaba sin rumbo por la habitación.
—¿Qué es entonces lo que te inquieta?
—New World ha dado un paso de gigante. Que las palmeras puedan matar a los picudos rojos es solo un ejemplo de lo que puede lograrse con la tecnología genética que estamos desarrollando. Hemos franqueado la barrera de las especies y de aquí en adelante cualquiera podrá matar a otra con la programación adecuada.
Gabriel sintió vértigo al recordar las palabras de Natalie.
«El nuevo mundo será solo para unos pocos: los elegidos.»
—Oye, ¿no te preocupa contarme todo esto? Leonard exige la más estricta confidencialidad y yo no dejo de ser un periodista…
—Ya no me importa —lo cortó George—. He decidido que en un par de días presentaré mi dimisión y volveré a Glasgow con mi mujer. Prefiero ser un profesor mal pagado en una facultad, o incluso en un instituto de secundaria, que permanecer una semana más aquí. Este lugar me está volviendo loco.