50

 

A través de los ventanales del salón vieron la señal convenida: una luz amarillenta parpadeando tres veces en el mar. El barco que debía rescatarlos había llegado a la pequeña bahía que se abría frente a la casa de Natalie.

—¡Ya podemos salir! —exclamó aliviada, mientras se incorporaba apresuradamente del sofá.

Gabriel hizo otro tanto pero, en lugar de alegrarse, tuvo un mal presentimiento. Natalie les había aclarado que no tenía ningún acaudalado amante que la visitara a bordo de su yate. Y aquella embarcación pertenecía a la empresa competidora que había estado apropiándose de los cultivos genéticos sustraídos por George de New World. Al menos, eso es lo que ella afirmaba. Sin embargo, algunas piezas del relato presentaban fisuras.

—¿Cómo es que no te advirtieron de la desaparición de George? —preguntó Gabriel.

—Desconocían que le hubiera pasado nada. Por motivos de seguridad, George no se comunicaba con ellos. Se limitaba a traerme las muestras cada dos semanas, aprovechando alguna de las visitas que hacía a Colum en el faro. El próximo sábado le tocaba venir y al no aparecer es cuando nos habríamos empezado a hacer preguntas…

—¿Y el irlandés tampoco te dijo nada?

Ella negó con un enérgico gesto de cabeza.

—La última vez que lo vi fue el jueves pasado y ni siquiera mencionó a George.

Sus respuestas le parecieron sinceras. El jueves por la noche, mientras cenaban con Leonard, habían tenido la primera noticia sobre la extraña desaparición del científico. Pero el irlandés no había sabido nada al respecto hasta el día siguiente, durante la visita al faro en que Iria cayó desmayada. Hasta ahí, todo encajaba bien.

Natalie introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar con un gesto nervioso.

En cuanto salieron al exterior, una ráfaga de viento helado los golpeó en el rostro. Después, sintieron los copos de aguanieve cayendo sobre sus cabezas. Se protegieron con las capuchas acolchadas de sus anoraks, y avanzaron hacia la playa.

Aquella era la noche más fría desde que habían llegado a Moore. La cala estaba cubierta por una niebla blanquecina y el mar embravecido rugía con fuerza, arrastrando la espuma cremosa de las olas hasta la orilla. En las alturas, la luna, recortada entre grandes nubes oscuras, bañaba la bahía con una luminosidad espectral. Sin embargo, todos los ojos se concentraron en otro tipo de luz: la que despedía un bote frente a ellos, balanceándose sobre las aguas.

Recorrieron el trecho que los separaba de la embarcación caminando cautelosamente sobre los resbaladizos guijarros negros de la playa. Un hombre sentado en la pequeña lancha neumática dejó oír su voz por encima del viento.

—¡Subid en cuanto la lancha toque la orilla!

La lluvia arreciaba y la niebla se iba espesando, por lo que la operación no resultaba tan sencilla de ejecutar. El vaivén de la marea empujó el morro del bote contra los guijarros de la orilla por unos breves instantes, y Gabriel aprovechó para saltar, con el transportín de Mima en las manos.

El marinero lo sujetó por el brazo para que no resbalara. Su cara permanecía semioculta por la capucha de su chubasquero, pero pudo constatar que se trataba de un hombre curtido. No tendría más de cuarenta años, pero su piel, prematuramente envejecida, parecía hablar de sus muchas horas faenando en la intemperie. Entre ambos ayudaron a que subieran Iria y Natalie, quien a punto estuvo de perder pie y darse un buen remojón.

—Será mejor que os pongáis esto —les dijo el marinero, entregándoles unos chalecos salvavidas anaranjados.

—¿Y tú? —preguntó Iria.

Él sonrió, socarrón.

—No necesito. El barco está muy cerca y llegaremos sin problemas, pero con esto os sentiréis más protegidos cuando nos zarandeen las olas.

Sin añadir más comentarios, se arrastró hasta la parte trasera de la lancha, recuperó la cuerda de amarre y, con la sola ayuda de un remo, logró encarar el bote hacia el mar en mitad de un oleaje considerable.

Aquel hombre sabía muy bien lo que se hacía, pensó Gabriel. Como confirmando sus pensamientos, cogió el motor fueraborda depositado en el suelo y lo colocó en la popa sin aparente esfuerzo. Tiró del estárter y el motor rugió, desafiando a la tormenta. Segundos después, la pequeña lancha neumática salió disparada hacia el mar abierto.

El experimentado piloto parecía disfrutar mientras el bote chocaba bruscamente contra las olas. Natalie e Iria estaban muy pálidas y su rostro no debía ofrecer un aspecto mucho mejor, se dijo Gabriel. Con cada encontronazo, la lancha se elevaba por encima de las olas, perdiendo el punto de apoyo. Al caer de nuevo sobre el mar, el impacto que sentían sus cuerpos no era en absoluto agradable. Pero lo que más le preocupaba era no ver ningún barco en el horizonte. En el interior de la bahía estaban relativamente protegidos, pero muy pronto la dejarían atrás y, en mar abierto, la tormenta sería mucho peor.

La lancha giró de repente hacia la izquierda, como si quisiera salir de la bahía bordeando la costa, pero unas olas fortísimas les alcanzaron de costado, propulsándolos hacia las rocas. El marinero elevó las revoluciones del motor a la máxima potencia y, en mitad de un rugido ensordecedor, consiguió enderezar el rumbo de la embarcación alejándola de los arrecifes.

Iria suspiró aliviada, con el susto reflejado en el rostro.

—No os preocupéis que ya casi estamos —les gritó el marino, sujetando el timón con firmeza.

Al poco de doblar la bahía, divisaron un barco anclado en una alargada ensenada por donde se introdujo la lancha con una suavidad sorprendente. El yate que les debía llevar hasta Noruega, de unos nueve metros de eslora, parecía poca cosa para enfrentarse a aquel océano furioso, pero su diseño aerodinámico inspiraba más confianza que aquel pequeño bote en el que navegaban.

El marinero se levantó, cargó con el motor y, una vez a bordo, los ayudó a subir por las escalerillas de popa. Contemplarlo en movimiento impresionaba. Era un hombre muy alto, de cuello poderoso, y complexión gruesa. Debía de pesar casi cien kilos, pero parecía capaz de saltar como un resorte en caso necesario.

—Será mejor que se pongan a resguardo de la lluvia —les dijo avanzando hacia la moderna cabina que ocupaba la proa del barco.

El puesto de mando, acristalado en los laterales, estaba recubierto de un techo blanco y pulcro. Unos confortables sillones acolchados situados a la entrada invitaban a sentarse, pero su imponente anfitrión abrió una escotilla y les indicó que se adentraran por ella en el interior del barco.

Más allá de los sillones y de la escotilla, se podía ver un volante de madera, varias pantallas y el tablero de control, donde un hombre estaba maniobrando. De anchas espaldas, Gabriel dio por supuesto que era el patrón de la nave.

El alto y grueso marino bajó por unas estrechas escaleras con notable agilidad, considerando su peso. Natalie e Iria lo siguieron, pero antes de hacer lo propio, Gabriel tuvo la corazonada de que algo estaba fuera de lugar. Ya fuera por instinto o por azar, volvió a mirar hacia la cabina de mando. El reflejo de una de las pantallas laterales le permitió vislumbrar el perfil de quien tripulaba la nave.

No tuvo ni un atisbo de duda. Era James, el chófer de New World.

Habían caído en una trampa cuidadosamente diseñada por Leonard. Con el corazón acelerado, evaluó sus opciones y decidió bajar las escaleras, aparentando que no había advertido el peligro en que se hallaban inmersos. La sorpresa y la audacia eran las únicas bazas con las que podía contar.

El marinero los condujo a la bodega de la nave y les preguntó si querían tomar algo. Sin esperar respuesta, les ofreció tres tazones.

—Tenemos sopa caliente, tila, café…

Gabriel pensó que les podía estar ofreciendo bebidas emponzoñadas, por lo que se resolvió a actuar antes de que también bajara James.

Había practicado boxeo en su etapa universitaria y no tendría mejor oportunidad que aquella. Primero le pegaría un directo en mitad del estómago con todas sus fuerzas, y cuando se doblara, lo remataría con un gancho en la cabeza. Una vez fuera de juego, ya se preocuparía de cómo enfrentarse a James.

Calculó con frialdad el momento óptimo, y justo cuando el marinero asía el termo metálico de la sopa, le lanzó un durísimo puñetazo directo hacia el vientre. Sin embargo, aquel hombre grueso reaccionó con inusitada rapidez, y bloqueó el golpe con su antebrazo mientras le arrojaba el termo sobre el rostro. Gabriel tuvo el tiempo justo de esquivarlo, pero no de evitar un fuerte puñetazo seco en la sien.

El impacto fue demoledor. Sintió que la mente se le oscurecía y perdía pie. Lo último que oyó antes de sumirse en el vacío, fueron los gritos de Iria pidiendo auxilio.

Especies invasoras
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