64

 

Gabriel observó atónito las llamaradas que amenazaban con devorar el edificio principal. Ya estaba ardiendo la planta superior y si no se actuaba rápido el fuego se expandiría como un reguero de pólvora. Las luces de otros chalets se habían encendido y algunos hombres salían de ellos atropelladamente.

En mitad de aquel caos alcanzó a distinguir a Jiddu Rajid irrumpiendo a la carrera en el interior de las oficinas centrales junto a un reducido grupo de individuos. Solo unos minutos antes el doctor indio había advertido a Leonard de que entrar en aquel edificio era muy peligroso.

«Adam ha despertado hecho una furia y está fuera de control», le había dicho con voz temblorosa.

«Pero ¿quién o qué era Adam?», se preguntó Gabriel.

—Debe de haber pasado algo horrible —dijo Iria con el rostro desencajado—. Vamos allí a intentar ayudar.

—¿Estas segura?

Ella asintió con un gesto firme de cabeza.

Todos los instintos de Gabriel le advirtieron de que no se aproximaran al lugar del incendio, pero decidió acceder a los deseos de Iria. Al fin y al cabo, era su padre quien podía estar atrapado entre las llamas.

Un hombre moreno de unos cuarenta años, alto y delgado, flanqueaba la puerta de acceso.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó ella con un hilo de voz.

—El doctor Rajid está en el interior del edificio junto a su equipo de confianza tratando de apagar el fuego.

—¿Y Leonard? Entró antes que ellos para reducir a alguien o algo que estaba fuera de control. Por lo que dijo, podría tratarse de un animal furioso.

El tipo alto les dirigió una mirada en la que se mezclaban a partes iguales la reserva y el disgusto.

—De eso no sé nada —dijo lacónico—. Pero nadie más puede pasar por razones de seguridad.

Gabriel e Iria se miraron angustiados y se sumieron en un largo silencio mientras los invadía un frío intenso. No había mucho más que pudieran hacer salvo esperar.

Al poco, llegaron el resto de científicos que se habían quedado en las instalaciones de New World. En total eran cinco. El estruendo de la deflagración les había despertado en mitad de la noche y sus rostros todavía reflejaban la estupefacción que sentían ante lo que estaba sucediendo. Los ventanales del piso superior habían sido reventados por el fuego y la pulcra fachada blanca comenzaba a teñirse de un lúgubre color negruzco.

—Parece que ha explotado el generador eléctrico de nuestro edificio principal —explicó el hombre apostado en la puerta.

—Si es así, solo puede ser otro atentado de la competencia —afirmó uno de los recién llegados.

Gabriel reconoció al punto a quien había pronunciado aquellas palabras. Se trataba del científico calvo con quien habían jugado al billar la noche anterior. En cambio, no vio a su otro compañero. Probablemente se hubiera marchado de Moore con el ferry de la mañana, junto a la mayoría del personal de los laboratorios.

—Es muy probable que tengas razón —dijo el tipo alto de la puerta mientras fruncía el ceño con preocupación—, porque el doctor Rajid nos avisó hace unos minutos de que estuviéramos preparados para actuar si se producía algún accidente imprevisto. En cualquier caso, el equipo que está ahí dentro conoce a la perfección los protocolos de emergencia para lograr controlar el incendio.

A continuación se produjo un denso silencio impregnado de tensión. El temor de todos los allí presentes era tan palpable que casi se podía tocar.

Sin embargo, los peores augurios se empezaron a disipar a medida que la intensidad de las llamas disminuía. La esperanza renació e incluso se oyó algún tímido aplauso cuando el fuego dejó de verse al trasluz de las ventanas.

—Pronto sabremos lo que ha pasado —dijo Gabriel.

Iria tragó saliva cuando se abrió la puerta del edificio. El primero en salir, envuelto por una espesa humareda gris, fue Jiddu Rajid. Su semblante sombrío, tapado a medias por un pañuelo, no anunciaba nada bueno. Detrás de él dos hombres con mascarillas transportaban a alguien en una camilla.

Ella cogió de la mano a Gabriel y trató de decirle algo, pero su voz se quebró al reconocer el rostro desfigurado del hombre que yacía inmóvil sobre aquella camilla.

Su cara en carne viva se había convertido en una llaga de color sangre con la piel hecha jirones, pero era Leonard. O al menos, lo que quedaba de él.

—No hemos conseguido salvarlo —dijo el doctor Rajid, muy abatido.

Iria se llevó la mano a la boca y emitió un grito ahogado. Gabriel la abrazó con fuerza y ella rompió a llorar contra su pecho. No había nada que pudiera decirse en un momento como aquel. Lo único que podía ofrecerle era el contacto de su piel.

—Qué muerte tan horrible —susurró Iria entre sollozos.

Y oportuna, pensó Gabriel. Un trabajo muy profesional que llevaba la firma de James. Con la muerte de Leonard, todos los secretos robados que no hubiera registrado pasarían a ser propiedad de la competencia. Pero ese ya no era su problema. Lo único que le preocupaba en aquellos momentos era regresar con Iria a Barcelona cuanto antes y dejar atrás aquella pesadilla.

Ella puso la mano sobre su hombro con delicadeza y abrió sus labios para decirle algo, pero de pronto se detuvo en seco y sus pupilas se dilataron de asombro.

A Gabriel se le hizo un nudo en el estómago al ladear el cuello y contemplar lo mismo que Iria. Dos hombres salían del edificio transportando en camilla a un individuo gigantesco. Estaba completamente envuelto por una sábana blanca, de los pies a la cabeza, pero el contorno de su figura se dibujaba nítidamente. Debía de medir unos dos metros treinta, si no más.

Los murmullos de estupor que despertó aquella aparición fueron apagados por el sonido de un megáfono metálico resonando con fuerza en la base de New World.

—¡Policía, abran la puerta!

La pareja que estaba acarreando la camilla la dejó en el suelo de inmediato. Después dirigieron al doctor Rajid una mirada de perplejidad. El desconcierto era total entre los presentes y todos parecían paralizados, excepto Iria, que, con los ojos todavía enrojecidos, se separó de Gabriel y corrió con decisión hasta el lugar donde estaba depositada la camilla. Antes de que nadie pudiera detenerla levantó el borde superior de la sábana y contrajo su cara con una mueca de espanto.

—Nunca pensé que los experimentos de Leonard hubieran llegado tan lejos —dijo muy lentamente.

El doctor Rajid emitió un hondo suspiro de resignación.

—Me temo que los sueños de Leonard han muerto con él.

Especies invasoras
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