15

 

El Jaguar Dientes de sable salió de las bodegas del barco y descendió por la rampa metálica. En cuestión de minutos dejó atrás el diminuto puerto de la isla de Moore y se adentró en una carretera serpenteante recortada sobre vertiginosos acantilados.

La visión del océano le recordó a Gabriel cómo el viento salvaje del Atlántico y sus enormes olas habían zarandeado el ferry durante toda la travesía. Aún se sentía mareado y con el estómago revuelto, pero Iria estaba mucho peor. Más pálida que la espuma del mar, apoyaba la nuca en el reposacabezas, con las piernas estiradas y los ojos entrecerrados.

Mima dormitaba, ajena a todo, desde que le habían suministrado un nuevo somnífero durante el turbulento viaje marítimo.

Impertérrito, James conducía el coche con suavidad por aquella abrupta carretera costera. Las espesas nubes cubrían el cielo por completo, pero la luz crepuscular del atardecer se filtraba a su través iluminando un cabo lejano azotado por las olas.

El coche se desvió hacia el interior por un camino flanqueado por pardos y húmedos tremedales de aspecto pantanoso que pronto se trasformaron en un páramo inhóspito. Luego ascendieron por un escarpado monte pelado.

Una vez que lo hubieron remontado, la morfología del terreno cambió de forma radical. Como si se tratase de otra isla, el nuevo paisaje estaba compuesto exclusivamente de rocas volcánicas. Sobre el suelo de lava petrificada se elevaban prominentes desniveles de basalto, semejantes a las dunas de un desierto.

Aquella solitaria carretera que estaban atravesando daba fe del tesón humano. Vivir en medio de un entorno tan hostil no debía de ser fácil.

—¿Cuántas personas residen aquí? —preguntó Gabriel.

—En la isla de Moore viven unos ochenta nativos, concentrados en la zona del puerto que hemos dejado atrás —explicó James—. El pueblo consta de una única calle construida de espaldas al mar para protegerse del viento. En total son una veintena de casas, incluyendo una tienda que vende un poco de todo y un pub donde se puede jugar al billar.

Con aquel panorama, que su estancia fuera llevadera dependería exclusivamente de su relación con Iria, pensó Gabriel. Por el momento, el cambio de aires no les había sentado bien. Según le había confesado ella en el barco, el viaje había coincidido con su peor día del mes.

—En verano la población se triplica con la llegada de turistas —prosiguió James con su voz ronca—. La gente de Moore alquila habitaciones e incluso han construido un par de casas sobre la colina del puerto para familias o grupos organizados. El turismo y la pesca son las únicas industrias que dan algo de dinero aquí.

—Imagino que el desembarco de New World en la isla es ahora una nueva fuente de ingresos.

—Sí, pero no ha supuesto ningún cambio importante —lo cortó James algo a la defensiva—. Más allá de Port Moore, la isla sigue desierta con la excepción de nuestros laboratorios y de dos personas que siempre han vivido al margen de la comunidad…

—¿Y quiénes son esas dos almas solitarias? —se interesó Gabriel.

—Un físico huraño y alcohólico que vive en el faro y controla una estación meteorológica. La otra es una mujer con fama de loca que tiene una casa en la costa norte. Aunque bien podría estar muerta. Hace mucho tiempo que nadie ha tenido noticias de ella en el pueblo…

—¿Y esa es toda la fauna humana de la isla? —le preguntó, intentando alargar la conversación.

—En circunstancias normales, sí.

—¿Qué significa eso de circunstancias normales? —inquirió Gabriel, tras una larga pausa.

James no contestó. Siguió conduciendo en silencio hasta una singular meseta de roca rojiza de unos cien metros. Tras cambiar de marcha con gesto adusto, ascendió velozmente por una carretera de pronunciada pendiente que les condujo a una amplia planicie desde cuya altura se dominaba toda la isla.

—Hemos llegado a nuestro destino —anunció el chófer.

Iria se masajeó la nuca y entreabrió los ojos, como si despertara de un largo sueño.

—Buenos días —bromeó Gabriel—. Bienvenida a New World.

Frente a sus ojos se desplegaba una extensa valla. A través de las rejas se podía contemplar unos grandes contenedores blancos rodeados por cubículos más pequeños de idéntico color. El contraste entre el blanco reluciente de los laboratorios y el suelo rojizo de aquel altiplano volcánico producía el efecto de estar contemplando una futurista base espacial en Marte.

—¿Qué hace esta gente aquí? —preguntó Iria súbitamente, con expresión sobresaltada.

Alarmado, Gabriel giró la cabeza hacia la ventanilla de su compañera. Lo que vio lo dejó estupefacto. Varios jóvenes de largas cabelleras, vestidos con tejanos, jerséis y chubasqueros, salían a la carrera de sus tiendas de campaña. Otros, ataviados de idéntica guisa, se encontraban ya a pie de la carretera.

Antes de que James pudiera reaccionar, una joven pelirroja de aspecto nórdico les cortó el paso enarbolando un cartel con letras de molde donde se podía leer:

EL MUNDO ESTÁ EN PELIGRO.

¡NO A LAS MULTINACIONALES DE LA MUERTE!

DETENGAMOS LOS EXPERIMENTOS GENÉTICOS.

Especies invasoras
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