23
—¡En fin, bebamos otra ronda! —propuso el farero con entusiasmo, sirviéndose un nuevo vaso de malta—. Solo el genio irlandés pudo inventar un producto como el whisky.
—Creía que era un invento escocés —dijo Gabriel.
—¡Pues no! Fuimos nosotros quienes empezamos a transformar la malta fermentada en aguardiente de cereales —protestó Colum, lanzándole una mirada recriminatoria—. Uisce beathadh, la llamaron los monjes que evangelizaron nuestra isla, que en gaélico significa «agua de vida»: porque era casi capaz de resucitar a los muertos, además de ser el único antídoto conocido entonces contra la tristeza. Y todavía hoy, quince siglos más tarde, lo sigue siendo…
El irlandés resopló y dio un trago largo a su vaso antes de proseguir:
—Los palurdos escoceses —siguió en tono irritado— descubrieron los milagrosos efectos del whisky en una correría militar por nuestras tierras allá por el siglo doce. Desde entonces, se han limitado a imitarnos, sin igualarnos jamás… Hasta mil novecientos veinte acaparábamos el mercado de Estados Unidos, pero la ley seca nos hundió al prohibir nuestras exportaciones. Y después…
Llevado de los efluvios del malta, el irlandés se sumergió en una bruma de confusas divagaciones sobre el whisky y la historia de su país.
Gabriel decidió esperar a la siguiente ronda para volver a abordar el tema que a él le interesaba: la misteriosa mujer que despertaba pasiones de signo opuesto, según quien hablase de ella. Sin embargo, en el preciso instante en que Colum se disponía a terminar su tercera copa, la voz metalizada de un megáfono traspasó el recinto acristalado del faro y les golpeó con la fuerza de lo inesperado.
—¡Policía! ¡Abran la puerta o la derribaremos!
—¡Es la poli de Lerwick! —exclamó el irlandés con estupor—. ¿Qué demonios querrán?
Tras bajar apresuradamente las escaleras, abrieron la puerta del faro y se encontraron con dos hombres vestidos con chalecos reflectantes y charreteras negras en los hombros con distintivos policiales.
—No funciona bien el timbre —se disculpó Colum nada más verlos.
—Lo que ocurre es que habéis bebido tanto que ni siquiera sois capaces de oírlo —le espetó el que parecía más veterano.
Ofendido, el farero se encaró con él, pero un policía de complexión gruesa lo empujó de malas maneras.
—Más vale que te des una ducha para despejarte y sacarte el mal olor de encima. ¡Hueles que apestas!
—Esto es un atropello —protestó Gabriel con vehemencia.
El poli aludido le dirigió una mirada intimidatoria.
—Ya veremos quién debe disculparse. Eso ya lo veremos… —auguró, amenazante—. Y tú, irlandés, ¿a qué esperas?
Colum agachó la cabeza y se encaminó con paso lento hacia el interior del faro.
—¿Y a ti se te ha comido la lengua el gato? —lo increpó el mismo policía a George, que presenciaba la escena estupefacto.
—Yo no he hecho nada —balbució atemorizado.
—Buen chico… Entonces, esperaremos al irlandés.
Colum no tardó en regresar y el grupo comenzó a marchar en la oscuridad, siguiendo la luz de las linternas de los policías.
Gabriel se preguntaba qué demonios estaba ocurriendo, pero no tenía ni la más remota idea. El viento era gélido y el único ruido que se oía era el de sus pisadas y el del mar batiendo contra las rocas. Desanduvieron en silencio la lengua que conducía al faro, giraron a la izquierda y caminaron un buen trecho hasta que les sorprendió la luz de una lancha patrullera. Estaba anclada en una pequeña ensenada que se internaba entre las rocas.
Un tercer policía de barba rubia, que se encontraba dentro de la embarcación, extendió una pasarela por la que subieron a bordo.
—Tú harás el trayecto con nosotros en la cabina de mando —dijo el poli de complexión fuerte, cogiendo por el brazo al irlandés para llevárselo consigo.
—Vosotros os quedaréis afuera tomando el viento fresco —anunció el otro—. Por listos… —remachó con sorna.
La cabina de mando acristalada permitía pilotar la lancha con visión periférica sin sufrir por ello las inclemencias meteorológicas. En su caso, se tendrían que conformar con unas colchonetas tiradas sobre el suelo de la cubierta trasera…
El policía veterano abrió una trampilla y les arrojó unos chalecos salvavidas.
—Por si acaso… —dijo antes de cerrar la puerta de la cabina.
Al poco de arrancar la lancha, la espuma del mar comenzó a salpicarles con fuerza, sobrepasando las planchas laterales de seguridad. El viento les heló las articulaciones. El motor rugía con fuerza y el suelo retumbaba por el impacto contra las olas.
Gabriel meneó la cabeza con furia contenida.
—¡Menudos cabrones! —exclamó, indignado.
—¿Tienes alguna idea de por qué estamos aquí? —preguntó George con voz vacilante.
—Ninguna, pero me van a oír.
La luna seguía oculta tras un manto de oscuros nubarrones, pero hacia el este un grupo de estrellas adornaban con su luz el cielo negro. Gabriel intentó reflexionar nuevamente sobre lo que les estaba sucediendo, pero no entendía nada.
—Tal vez los del pueblo han endosado al irlandés algún delito y nos quieren interrogar.
—¿Y qué podríamos saber nosotros? —repuso George muy despacio, como si estuviera eligiendo sus palabras con sumo cuidado—. Si apenas salgo de ese maldito laboratorio…
El barco aminoró su velocidad y la espuma de las olas dejó de saltar sobre ellos. Finalmente, el zumbido del motor se apagó.
Gabriel se incorporó y miró al frente. Habían anclado en una pequeña bahía, muy cerca de una cala oscura, donde brillaba una hoguera al fondo.
El policía grueso salió de la cabina de mandos, bajó las escalerillas traseras y echó una batea al agua mientras con un gesto les indicaba que se subieran a ella. El irlandés y el policía de la barba rubia permanecieron a bordo. El más veterano, en cambio, se unió a ellos y les condujo hasta la cala.
Justo antes de llegar a ella, apagó el motor y dejó que la embarcación encallara contra las rocas mecida por el oleaje.
Bajaron por su propio pie y se dirigieron en silencio hacia el fuego.
Dos pescadores y una mujer con el chaleco reflectante de la policía velaban un cuerpo tapado con una manta. El policía más veterano la levantó bruscamente y dejó al descubierto el rostro.
La pelirroja parecía mirar a Gabriel con sus ojos congelados por la muerte.