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El cielo estaba opacado por un negro manto nuboso. Ni una sola luz tintineaba en los cubículos de New World. Gabriel entró en su chalet y, tras encender la pantalla de su móvil para alumbrarse, localizó un paraguas con el que protegerse de la tormenta.
Al salir de nuevo al exterior, un relámpago aterrador iluminó fugazmente el complejo, que resplandeció como un espectro fantasmal que careciera de sustrato físico. La lluvia arreciaba y toda la base quedó envuelta por una espesa niebla impenetrable.
Permaneció inmóvil y expectante durante unos minutos en medio de la más absoluta oscuridad. El apagón parecía grave.
Intranquilo, decidió ir en busca de Iria. Hacía dos horas que se había marchado para cenar con Leonard y todavía no sabía nada de ella.
Orientarse no debía suponerle ningún problema pese a la falta de visibilidad. El complejo constaba de quince chalets alineados en círculo y, como el suyo ocupaba justo el vértice norte, todo lo que debía hacer era andar en línea recta hasta toparse con los módulos donde trabajaban los científicos.
Había recorrido ya medio trecho cuando oyó unas voces masculinas muy próximas, hablando entre sí en tono agitado.
—¿Hola? ¿Está Iria por aquí? —preguntó Gabriel, sin poder distinguir a nadie.
—¿Quién es Iria? —inquirió alguien del grupo.
—Una científica recién llegada.
Se oyó un breve murmullo y luego la voz alta y ronca de un hombre se alzó sobre las demás.
—Debe de estar camino de su chalet, como todos. El doctor Leonard ha ordenado desalojar los dos módulos para evitar percances mayores.
Su primer impulso fue dar un par de gritos para llamarla, pero enseguida se apoderó de él otra idea que le hizo cambiar de opinión. Aquella era una oportunidad irrepetible para explorar el interior de los laboratorios. Si la desaprovechaba, no se lo perdonaría nunca.
Un relámpago restalló por encima de sus cabezas, permitiéndole divisar el módulo rectangular en el que trabajaba Iria.
Se hallaba tan próximo que le bastaron cuatro zancadas para alcanzarlo.
La puerta estaba cerrada, pero no tuvo más que empujarla para que se abriera. Penetró en el pasillo abandonado y avanzó tanteando sus flancos. Cuando su mano blandió el aire en lugar de un muro sólido, dedujo que se hallaba frente a la entrada. Sin pensárselo dos veces, atravesó el umbral blandiendo el móvil a modo de improvisada linterna.
Al dar un mal paso se trastabilló con un perchero del que colgaban varias mascarillas, batas blancas y pantalones. De sus bolsillos pendían guantes de látex; bajo sus pies reposaban tres pares de botas plastificadas. Se preguntó si existiría algún riesgo de contagio en caso de no vestirse con alguno de aquellos trajes esterilizados, pero decidió correrlo. Tan solo quería realizar un rapidísimo examen de las instalaciones y salir antes de que nadie pudiera descubrirlo, aprovechando la confusión reinante.
Caminó sobre un suelo azulado de linóleo, sorteó un par de mesas alargadas y abrió al azar uno de los armarios empotrados en las paredes laterales. Bajo la tenue luz del teléfono aparecieron numerosos frascos de diversos tamaños, jeringuillas graduadas, lupas, rollos de papel, guantes de látex, microscopios de precisión, cronómetros…
El intenso zumbido proveniente de una de las esquinas de la habitación lo sobresaltó de golpe.
Se dirigió hacia allí e iluminó una mesa blanca. Lo primero que vio fue un microscopio binocular en el que se ensamblaban diferentes brazos metálicos, tubos, agujas y lentes de aumento. A su derecha descubrió la fuente de aquel sonido continuado que tan inquietantes recuerdos le traía a la mente. Enjambres de abejas revoloteaban dentro de cajas de madera con una ventana de cristal en su parte frontal.
Los recuerdos claustrofóbicos de su infancia lo asaltaron de nuevo. Sintió que volvía a faltarle aire, pero se obligó a respirar profundamente y a razonar como un adulto. Aquellos insectos estaban encerrados y no podían atacarlo. Debían de ser zánganos: los machos reproductores encargados de fecundar a la reina.
Iria le había explicado que extraían el semen de los mejores especímenes e inseminaban artificialmente a las abejas reina para conseguir colmenas capaces de resistir mejor las enfermedades. Esa técnica era la más rudimentaria de cuantas empleaban, pero podía haberse combinado con implantes genéticos para crear las plagas de gusanos y avispas asesinas que había sufrido la isla de Moore el pasado verano. Si encontraba pruebas de ello, lograría firmar un reportaje explosivo.
Además, el padre de la difunta le pagaría una suma considerable si conseguía poner en un brete a New World.
Animado por tal propósito, abandonó aquella sala en la que, con toda seguridad, había estado trabajando Iria minutos antes. Lo único seguro es que ella no estaba implicada en nada de eso. Si quería evidencias incriminadoras debía buscarlas en otra parte.
Regresó al silencioso pasillo y fue palpando las paredes hasta detectar otra oquedad. Se trataba de una puerta metálica, cerrada y sin pomo. Sabía que todas ellas estaban dotadas de un sofisticado sistema de seguridad que solo permitía el acceso a quien tuviera sus huellas dactilares registradas en su sensor. Sin embargo, el corte eléctrico había desbloqueado aquellos mecanismos, porque bastó empujarla un poco para acceder a la nueva sala.
Su interior desprendía un aroma dulzón a farmacia, mezclado con el inconfundible olor de animales. En su esquina izquierda se alzaba otro perchero, pero de sus ganchos colgaban aparatosas escafandras en lugar de mascarillas. Unos chillidos agudos de baja intensidad le produjeron escalofríos.
Se encaminó con aprensión hacia el lugar de donde procedían. Debían de ser decenas de bichos los que producían aquellos sonidos, semejantes al chirriar de dientes contra barrotes…
Dirigió la luz del móvil hacia ellos. Cientos de ratas albinas se encontraban encerradas dentro de jaulas metálicas sobre las estanterías de una pared lateral. Sus ojos rojos de color sangre parecían resplandecer en la oscuridad. Unas pocas exhibían bultos tan enormes a la altura del abdomen que yacían inmóviles, presas de sus gigantescas protuberancias. Otras castañeteaban los dientes y golpeaban con furia la cola contra el suelo, como si se dispusieran a entrar en combate. Algunas daban mordiscos al aire, y la mayoría merodeaban nerviosas empujándose unas a otras.
Gabriel meneó la cabeza con asco y se encaminó a otra esquina de la habitación.
Allí vislumbró una mesa repleta de ordenadores, microscopios e instrumental diverso que no supo identificar. Decenas de tarros de cristal se amontonaban sobre una tabla auxiliar.
La luz del móvil le permitió observar uno de ellos.
Dentro del mismo reptaban gusanos de color carne sin cabeza, como si fueran dedos en movimiento. La imagen le pareció repulsiva, pero al examinar el resto de recipientes se percató de su verdadero propósito. No solo contenían orugas, sino también larvas, capullos y mariposas… Todo un ciclo evolutivo letal para determinadas plantas.
Aquellas mariposas depositaban sus huevos en las hojas de maíz. Después, las larvas se transformaban en orugas que cavaban galerías dentro de la caña, se enroscaban en la savia y absorbían todos sus nutrientes. Enfocó a los gusanos con el móvil y disparó varias fotos con flash. ¡La primera de las plagas en la isla de Moore había sido cultivada en ese laboratorio! Sus fotos serían el mejor testimonio de esa verdad.
La otra parte de la ecuación debía de estar muy cerca, a juzgar por los fuertes zumbidos que oía por encima de su cabeza. A la parpadeante luz del móvil contempló unas cajas con rejillas. Las palmas de las manos le sudaban y sintió una dolorosa opresión en el pecho, pero se obligó a mirar a los insectos voladores de alas oscuras y ojos opacos. Sus tórax negros, salvo un último segmento amarillo, del mismo color que los extremos de sus patas rasposas, no dejaban lugar a la duda.
Se trataba de las mismas avispas asiáticas que habían sido incineradas en su expedición con Iria; la única diferencia es que eran todavía más grandes. Aquellas mortíferas depredadoras habían aniquilado a la plaga de orugas antes de desaparecer sin dejar rastro.
Se concentró en fotografiarlas y se apresuró hacia la salida para explorar una nueva sala.
La siguiente estancia estaba repleta de grandes peceras. Lo que más lo perturbó, una vez iluminadas por el resplandor de su móvil, fue constatar que todos los peces, algunos de considerable tamaño, yacían inmóviles y sin vida en el fondo de aquellas urnas de cristal.
Le costó un rato darse cuenta de que, ocultas entre las plantas que adornaban aquel cementerio acuático, se encontraban las responsables de su muerte: apenas medían tres centímetros, pero su veneno resultaba letal si uno no contaba con el antídoto adecuado. Con sus ocho patas afiladas, el caparazón amarillento y la cabeza negruzca, no tuvo ninguna dificultad en reconocer a las arañas marinas que habían picado a Iria.
Los pitidos intermitentes de su móvil le advirtieron que estaba a punto de quedarse sin batería, pero todavía pudo sacar algunas fotos.
Apenas le quedaban unos segundos de luz, pero antes de regresar al mundo exterior decidió examinar el interior de lo que parecía una nevera gigantesca. Al abrirla se quedó sin aliento.
Los ojos de George lo miraban de frente.