33

 

El sol de la mañana salpicaba de reflejos dorados las olas que rompían contra el promontorio sobre el que se elevaba el faro. Solitario y alargado, su sombra se extendía sobre las rocas de tonalidad anaranjada que le servían de base. El frío viento estaba trayendo nubes bajas y niebla, pero al menos Gabriel había conseguido llegar hasta allí sin que el cielo descargase sobre él ninguna tormenta.

Llamó al timbre mientras vociferaba el nombre de Colum. Tuvo que esperar varios minutos, pero al final su perseverancia obtuvo premio y el irlandés asomó su rostro tras la puerta.

—Hola, Gabriel —lo saludó con voz carrasposa.

Tenía legañas en los ojos y su cara parecía un poco hinchada, pero aun así lo invitó a pasar.

Subieron las escaleras de caracol hasta un habitáculo desordenado con todo tipo de objetos esparcidos por el suelo. Colum se las apañó para localizar rápidamente una taza de café y una silla plegable. Cargaron con ellas y, tras abrir la trampilla del techo, subieron al recinto circular acristalado desde donde la torreta metálica con ojos de buey alumbraba a los barcos durante sus travesías nocturnas.

El irlandés cogió un termo del suelo y le llenó la taza de un humeante café.

—Iba a tomarme uno justo cuando has llamado —dijo, sirviéndose otro.

Gabriel dio un sorbo. No le desagradó. Era dulce y ácido con un toque amargo. Admirando la panorámica desde aquella atalaya que dominaba las costas norte y este de la isla, comentó:

—Sería difícil encontrar un sitio mejor para desayunar.

—¿Tú también tomas un café en ayunas para despertarte?

Asintió con una sonrisa.

—La verdad es que he venido por lo que sucedió con esa chica. Quería saber si viste algo desde aquí el día en que falleció Erika.

Colum emitió un hondo y prolongado suspiro.

—Suponía que volverías…

Gabriel no estaba seguro de si se refería a la mañana anterior, cuando estuvo llamándolo de forma insistente sin que nadie le abriera. Ya no tenía importancia.

—La tarde en que sucedió la tragedia subí un momento a la torre de vigía —dijo Colum, posando su vista en el horizonte con gesto cansado—. Pura rutina para comprobar que todo estaba en orden. La vida en un faro es muy solitaria y las distracciones, limitadas. Vi a unos pájaros sobrevolando el faro e intenté seguir su vuelo, pero la niebla me lo impidió. Por puro entretenimiento me quedé un rato más tratando de adivinar adónde iban.

Gabriel recordó la historia que les había contado sobre cómo había conseguido prohibir la forma en que los lugareños cazaban a las crías de alcatraces, granjeándose así la enemistad unánime del pueblo de Moore. El irlandés era un tipo peculiar al que parecían gustarle más las aves que la compañía humana…

—¿Ves aquel acantilado de allí? —le preguntó señalándolo con un dedo.

Desde lo alto del faro se podía divisar el contorno de la isla como si fuera uno de sus pájaros. La costa, cortada verticalmente, caía a plomo sobre un mar furioso. Las olas se hacían trizas contra sus rocas en un vaivén incesante. Un acantilado sobresalía de entre el paisaje, como si fuera el abanderado de la isla en su lucha contra el océano.

—La niebla era espesa —prosiguió—, pero se abrió un pequeño claro que me permitió divisar a un hombre entre las brumas, justo en lo alto de ese acantilado que se adentra más en el mar. Serían alrededor de las cuatro. Estaba de espaldas, y llevaba un anorak azul con capucha, pero no le di mayor importancia. Supuse que era uno de esos activistas con los que iba la pelirroja. A ella le gustaba contemplar el atardecer asomada a ese barranco. La había visto allí más de una vez…

Se hizo un largo silencio. Un solitario alcatraz pasó volando frente al faro. Con sus alas extendidas, Gabriel calculó que debía de medir casi dos metros. Blanco como la espuma del mar, planeaba por el aire sin esfuerzo.

Colum meneó la cabeza. Su respiración se había hecho más pesada, como si le costara inspirar el aire.

—¿Sabes qué? —le preguntó sin mirarlo—. Hace tres días vi a George y a esa pelirroja encaramados sobre el mismo arrecife desde el que se despeñó. También él llevaba un anorak azul…

Resopló como si se hubiera liberado de un peso enorme y continuó sin apartar su vista del ave voladora. Gabriel comprendió al instante el impacto de aquella revelación.

—¿Qué le contaste a la policía? —le preguntó expectante.

—Querían saber si había visto algo desde mi atalaya el día en que murió esa chica. Les contesté que hacia las cuatro de la tarde me pareció ver a un hombre de espaldas sobre ese acantilado que ves.

—¡Joder! Los pescadores encontraron el cuerpo sin vida de Erika poco después de las cinco. Podría ser un dato clave para la investigación.

El irlandés se encogió de hombros mientras afirmaba con voz carrasposa:

—No creo. El inspector recalcó que yo iba muy cargado de copas y que, según el parte meteorológico, la niebla era muy espesa en esta parte de la isla. Después, me preguntó si estaba completamente seguro o si podía haberme equivocado y ser todo meras imaginaciones mías. Me sentí intimidado y le dije que en realidad no estaba seguro.

Gabriel sopesó que la actuación de la policía había sido muy irregular, cebándose con Colum desde el primer momento y manteniéndolo aislado en la lancha patrullera.

—¿Firmaste alguna diligencia escrita? —le preguntó.

El irlandés asintió con un gesto mudo de cabeza.

Leerla hubiera sido muy revelador, pero sospechaba que eso no sería posible.

—¿Te facilitaron una copia?

Colum se encogió de hombros.

—Ni me la dieron ni la pedí. Ya oíste cómo me amenazaron…

Las palabras del policía de complexión gruesa resonaron de nuevo en su memoria: «Tú vives aquí, y creo que sabrás mejor lo que te conviene…», le había soltado para amedrentarle, tras haberlo empujado y tildado de borracho.

Gracias a su declaración firmada, concluyó, la policía podría cerrar fácilmente el caso de la pelirroja como un accidente.

—¿Y qué hay acerca de George? ¿Les contaste algo?

—No me preguntaron sobre lo que había visto tres días atrás ni tampoco me pareció que quisieran saberlo… Sería diferente si hubiera visto que alguien la empujaba o al menos pudiera reconocer a quien estaba de espaldas el día de la tragedia, pero ni siquiera podría asegurar que era un hombre —se justificó antes de tomar un largo trago de café—. Mi trabajo consiste en controlar el faro y la estación meteorológica. Aquel día había bebido demasiado… Pero no es algo que pueda cambiar. La vida aquí es demasiado solitaria, incluso para mí.

Un espeso silencio se interpuso entre ambos. Probablemente, pensó Gabriel, la comisaría de Lerwick habría recibido alguna llamada de instancias superiores para que concluyeran la investigación tan rápido como pudieran, sin ruido mediático que pudiera poner en peligro los impuestos que pagaba New World.

—No hubiera servido de nada llevarles la contraria —susurró en un tono de voz tan bajo que le costó oírlo—, pero necesitaba contárselo a alguien.

—Dadas las circunstancias, creo que has actuado lo mejor posible.

Se acabaron los cafés y conversaron un poco más sobre temas triviales. Al despedirse, Gabriel estaba persuadido de que era George quien había precipitado a la pelirroja hacia el abismo. Pero antes de comunicar nada a Carl, debía corroborar sus sospechas.

Especies invasoras
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