21

 

El coche de George aparcó frente a The Devil’s Anchor. Un desgastado portón de madera dio paso a un lóbrego interior repleto de viejos artilugios de pesca colgados en sus paredes: cañas castigadas por el paso del tiempo, arpones con forma de lanza, redes enmarañadas y anzuelos oxidados de gran tamaño competían con centenarios objetos de navegación: catalejos, brújulas, sextantes, timones, agujas de bitácora.

Todos ellos pertenecían a un siglo pasado, como los habitantes de la isla retratados en las fotos color sepia enmarcadas en sus muros. Sus caras adustas, ajadas y hostiles hablaban de un mundo ancestral que todavía seguía vivo en aquella taberna.

El rostro arrugado del hombre que se apostaba tras la barra era fiel testimonio de ello. Tendría unos setenta años, y una mirada azul que helaba por dentro. Gabriel y el científico le pidieron un par de pintas. El viejo lobo de mar se las sirvió, depositándolas sobre el mostrador con un golpe brusco.

Las pintas quedaron plantadas sobre un charco de cerveza, pero ninguno de los tres dijo nada. George sacó un billete de su cartera y pagó la ronda. El hombre de rostro ajado le devolvió el cambio sin articular palabra.

—No se puede decir que el barman de este local sea demasiado locuaz —comentó Gabriel mientras tomaban asiento.

—A los lugareños no les gusta hablar con nosotros —dijo George bajando la voz—. Creo que odian todo lo que tiene que ver con New World.

Gabriel barrió el local con la mirada. A su izquierda, cuatro hombres entrados en años jugaban a naipes sobre una mesa bien surtida de jarras de cerveza. Más al fondo, tres jovenzuelos echaban una partida de billar, envueltos por el humo denso de la chimenea que se elevaba sobre las brasas de una masa negruzca de textura terrosa.

De repente, una ráfaga de frío delató que alguien había entrado en el bar.

Un hombre corpulento de unos cincuenta años, de largas barbas y melena pelirroja, se encaminaba a la mesa donde se encontraban. Todas las miradas de los lugareños convergieron hacia ellos.

—Es el párroco del lugar —susurró George.

—Jamás lo hubiera dicho. En mi país suelen vestir hábitos negros.

—Los sacerdotes protestantes no tienen costumbre de hacerlo en estas islas. Es un tipo muy peculiar, pronto lo comprobarás…

Con ademanes de guerrero vikingo, el párroco saludó a la mesa de los mayores alzando una mano. Luego intercambió un gesto significativo con Arthur y se aproximó hacia ellos con paso decidido.

—Soy el reverendo Tom Baker —se presentó, sentándose a su mesa.

—Mi nombre es Gabriel Blanch.

—Entonces, eres el periodista.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó con asombro—. ¿Quién le ha hablado de mí?

—En una isla tan pequeña como esta, todo se acaba sabiendo.

Arthur compareció en la mesa con cara de pocos amigos, y depositó sobre ella una jarra de cerveza negra sin una gota de espuma. El párroco la cogió por el asa y bebió un trago largo.

—La cerveza tibia de la casa es mi favorita —dijo con satisfacción—. El nombre literal de esta taberna es el ancla del diablo, pero en nuestro dialecto también significa «el faro del diablo». ¿Sabéis por qué? Porque es necesario iluminar el rostro del diablo para poder reconocerlo…

—En ese caso, no estaría de más comprar algunas bombillas de refuerzo, porque con esta penumbra… —dijo Gabriel exhibiendo una sonrisa socarrona.

—¿También estás a sueldo de New World?

—En absoluto. Estoy aquí solo de paso.

—Mejor así. No le tenemos simpatía a New World, pero nuestra comunidad es muy hospitalaria con los visitantes.

—¿Forman parte de la comunidad el físico del faro y la mujer que vive en la costa norte? —preguntó al vuelo, recordando las explicaciones de James sobre sus habitantes.

—Él no forma parte de la isla. Es irlandés…

—¿Y ella? —inquirió Gabriel.

Los ojos del cura se perdieron en el humo de turba que desprendía la chimenea. Por primera vez aquel hombretón de fiero aspecto pareció vacilar. Después, bebió un sorbo de cerveza y recuperó el aplomo.

—El Sabbat siempre ha sido nuestro día sagrado —dijo lentamente, como si estuviera evocando recuerdos lejanos—. Por eso se enciende un fuego en todos los hogares que debe apagarse justo antes de la medianoche. Todos los miembros de la familia deben estar siempre presentes en casa mientras se extinguen las últimas ascuas… Ella fue la primera en no respetar la tradición. Y lo peor es que persuadió a un amigo de su edad para que la acompañara en su desafío. Siempre ha traído problemas esa pecadora. Por eso me alegré cuando se largó de esta isla hace muchos años…

A Gabriel le pareció descubrir nuevas arrugas surcando el rostro sombrío de aquel hombre.

—He oído decir que podría estar muerta.

—¡Mala hierba nunca muere! —exclamó, posando nuevamente la mirada sobre las llamas de la chimenea.

—Entonces, ¿vive?

El párroco meneó la cabeza con gesto apesadumbrado. Después, sorbió un trago de su pinta antes de explicar:

—Natalie volvió y con ella regresaron los problemas. La belleza trae a veces su propia maldición… —susurró en voz baja—. Poco después de su llegada, New World empezó a edificar un complejo en mitad de la isla. Ninguno de nosotros quisimos trabajar para ellos y tuvieron que recurrir a gente de fuera, pero acabaron construyendo ese laboratorio de Satán. Ahora, si me disculpáis… —concluyó levantándose de la mesa.

Acto seguido, se dirigió con paso lento hacia el grupo de hombres que jugaba a las cartas.

—¿A que jamás habías visto un sitio semejante? —George sonrió irónicamente mientras se pasaba la mano por la frente—. Una vez que conozcas a fondo este poblacho podrás hacer un gran reportaje. Pero cuando lo publiques, te aconsejo que ya no estés por aquí.

Gabriel dio un nuevo sorbo a su pinta. Aquella isla parecía plagada de misterios y la mujer que había mencionado el cura podía tener algunas claves para desentrañarlos.

—¿Conoces a esa tal Natalie?

—No sé nada sobre ella, excepto que vive en la costa norte, pero si te interesa puedes preguntar al físico estrafalario que controla el faro… Son las dos únicas personas que residen en aquella zona remota de la isla.

—¿Cuándo crees que podría visitarlo? —inquirió, sin disimular su interés.

—Ahora mismo. Es un tipo huraño, pero si le llevamos una botella de malta, nos recibirá encantado. ¿Qué te parece el plan?

Gabriel pensó que si Iria podía dejarlo plantado para irse a cenar con su flamante jefe, él también podía irse a tomar unas copas al faro.

—Me parece una idea excelente.

—Pues prepárate para conocer a alguien muy singular…

Especies invasoras
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