26

 

Iria se marchó a trabajar temprano después de desayunar. Durante la noche habían tenido tiempo de sincerarse, hablar, y abrazarse hasta caer dormidos. Pero la sintonía con su compañera no se había restablecido por completo. La sombra de una duda se había instalado en ella sin que Gabriel pudiera hacer nada para eliminarla pese a todos sus esfuerzos.

Una sombra imposible de tocar y hasta de definir. Como si algo invisible se hubiera cerrado dentro de Iria y ya no pudiera acceder a su interior. Al menos no como antes, no con la misma profundidad… A Gabriel le parecía frustrante porque él no tenía la culpa de nada. Pero ella tampoco. Nadie tenía la culpa de que su padre la hubiese abandonado incluso antes de nacer. Era hasta lógico que le costara confiar en un hombre y que temiera ser traicionada en cualquier momento, como su madre…

Gabriel se dijo a sí mismo que las aguas turbulentas acabarían por volver a su cauce si tenía un poco de paciencia. La sinceridad de sus sentimientos estaba fuera de toda duda y eso tenía más fuerza que cualquier otra cosa.

Suspiró hondo, y justo cuando se dirigía a la cocina para prepararse un café, el sonido del timbre lo hizo volver sobre sus pasos. Todavía en bata, abrió la puerta pensando que tal vez Iria se hubiera olvidado su tarjeta magnética. Pero no fue a ella a quien vio.

Susan, la secretaria, lo saludó muy seria y le informó de que el padre de la chica fallecida quería hablar con él. Acababa de llamar y se hospedaba en su propia embarcación, anclada en la bahía de Moore. Le aconsejó que fuera en coche acompañado por James, pero él insistió en utilizar la bicicleta.

Pertrechado con un ligero chubasquero, descendió la meseta sobre la que se asentaba New World. Enfiló la carretera principal, flanqueada por los desiertos rojizos, y después de atravesar los páramos de turba, alcanzó la sinuosa carretera de la costa.

Hacía una mañana soleada, sin apenas nubes, y al doblar una curva contempló la costa sur, poblada de pastizales verdes. En una isla que carecía de árboles, aquellas llanuras de hierba al borde del mar constituían una promesa de vida. Sin embargo, la bella pelirroja estaba muerta y ahora a Gabriel le tocaba apurar el mal trago de hablar con su padre.

El barco en el que se alojaba resultó ser un flamante yate de unos cuarenta metros de eslora que refulgía como si estuviera recién pintado.

Un hombre, pulcramente uniformado con traje de marinero, lo recogió en una lancha. Tras un breve trayecto, lo ayudó a subir a bordo y lo acompañó hasta el interior de un lujoso salón.

Situado en la cabina superior, desde sus grandes ventanas se podían contemplar las vistas del puerto. La decoración, a base de maderas y colores claros, acrecentaba la luminosidad natural de aquella estancia diáfana.

Un hombre grueso de presencia imponente, hundido sobre un sofá de cuero beige, levantó la vista del suelo y lo observó con detenimiento. Tendría unos sesenta años. Bajo unas cejas muy pobladas, sus ojos penetrantes lo escrutaban por encima de la nariz de halcón y la barbilla prominente.

Se incorporó pesadamente y le estrechó la mano con fuerza, tras presentarse como Carl Andersen. Mediría cerca de un metro noventa y, pese a que debía de pesar más de cien kilos, su porte le permitía vestir un traje gris de cachemira con sobria elegancia.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —le preguntó con tono grave.

—Una tónica, por favor.

Carl lo invitó con un gesto a sentarse frente a él en uno de los sofás. El marinero que lo había acompañado se dirigió hacia el mueble bar y le preparó una tónica con dos cubitos de hielo en un vaso largo. Después, se marchó del salón dejándolos a solas.

—Gracias por venir señor Blanch —dijo con voz pausada—. Como sabrá, soy el padre de Erika, que…

Dejó la frase inconclusa y, mientras reclinaba la cabeza, se tapó la boca con la palma de la mano. A Gabriel se le hizo un nudo en el estómago y guardó un respetuoso silencio. Asimilar que aquella mujer tan joven y vital estuviera muerta era difícil incluso para él.

Tras unos instantes de vacilación el hombre logró dominarse y retomó la palabra.

—Estoy aquí para repatriar el cuerpo de mi hija, en cuanto finalicen los exámenes forenses —dijo con voz firme y poderosa—. Según tengo entendido, usted fue el último en hablar con ella.

Él asintió con un gesto mudo. Carl suspiró y miró al suelo. Sus ojos se habían enrojecido y pugnaba por controlar unas lágrimas incipientes que se habían detenido en sus párpados.

—Si no la hubiera consentido tanto, quizás todavía estaría con vida —susurró, mientras se secaba los ojos con un pañuelo—. No sé cuándo empezamos a distanciarnos… —Hizo una pausa y guardó un prolongado silencio—. ¿Tiene usted hijos? —le preguntó de improviso.

Sorprendido, Gabriel negó con un gesto de cabeza.

—Cuando los tenga, dedíqueles el tiempo que necesiten. Los negocios a veces son muy absorbentes y uno puede no prestar la suficiente atención a cosas que son mucho más importantes… De haber actuado de otro modo, quizás Erika no hubiera sido tan rebelde. Yo me dedico al negocio del petróleo, ¿sabe? A la mayoría de la gente le encantaría estar en mi situación, pero mi hija me lo recriminaba de todas las formas posibles desde que en la adolescencia comenzó a frecuentar grupos ecologistas.

Gabriel bebió un sorbo de tónica. Había imaginado que acudía a aquel barco para ser objeto de un nuevo interrogatorio, y en su lugar estaba siendo testigo de las confesiones de un padre que necesitaba desahogar su dolor.

—Desde entonces —prosiguió—, siempre quiso llevarme la contraria… Le parecía que ser la hija de un petrolero era un pecado original que debía redimir salvando al mundo. Al final, ni siquiera fue capaz de salvarse ella misma.

El rostro de Carl reflejaba una ira amarga. Inspiró hondo y logró que su semblante adquiriera un aspecto casi sereno.

—Dígame, ¿mencionó que su vida estuviera en peligro? —preguntó con el aplomo de quien está acostumbrado a enfrentar sin preámbulos todo tipo de conflictos.

Gabriel volvió a menear la cabeza en signo negativo.

—¿De qué hablaron durante sus últimas horas?

—Sobre todo de sus experiencias en América y de la multinacional que domina New World. Según me explicó, acumuló pruebas que demostraban la toxicidad de sus productos, en particular de sus pesticidas y…

Carl lo cortó con un gesto de mano enérgico.

—No siga por ahí. Mi hija tenía pasión por investigar, pero no averiguó nada nuevo al respecto. Ya se han publicado muchos libros sobre esos temas. Jamás la matarían por ello. Si la han asesinado, tendría que ser por haber averiguado algo muy diferente…

Gabriel inspiró hondo. Creía conocer los motivos que podrían haber provocado su trágica muerte.

—Erika me aseguró que New World está llevando a cabo experimentos prohibidos con especies modificadas genéticamente y que en unos días podría conseguir pruebas de ello.

El petrolero chasqueó sus dedos, como si hubiera dado con el filón que estaba buscando.

—Ahí podríamos encontrar un motivo, pero en tal caso debería ser algo de consecuencias devastadoras, algo que de ningún modo pudiera ser revelado al público. Y los activistas con los que estaba Erika, al igual que usted, carecen de más datos. No tenemos nada. He podido hablar esta mañana con ellos, justo antes de que abandonaran la isla acompañados por la policía. No les ha quedado más remedio que largarse.

Gabriel apuró su tónica. Carl Andersen, desde su abatimiento, le sonrió con afecto.

—Hubiera hecho buenas migas con mi hija. ¿Sabe? Le encantaba la saga de «La guerra de las galaxias» y su héroe favorito era Han Solo… Y usted me recuerda mucho a él cuando todavía era joven.

Se llevó una mano al bolsillo y extrajo una vieja foto polaroid. En ella se podía ver a una niña pelirroja sonriendo alegremente.

Le dio la espalda tras levantarse y caminó muy despacio hasta una de las ventanas del salón con la foto en la mano. Se quedó allí, contemplando el océano. Sus hombros temblaban, y si lloraba, prefería hacerlo a solas con el mar.

Especies invasoras
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