12
El apartamento de Iria estaba en el barrio de la Barceloneta, muy cerca de su renovado mercado. La radical transformación de la ciudad había determinado que ya no hubiera pescadores faenando como antaño, pero la estrecha y vetusta calle de la Sal todavía evocaba el ambiente marinero y barriobajero de tiempos pasados.
Una sonrisa amarga se le escapó entre los labios al percatarse de que el bloque al que se dirigía se encontraba justo frente a la librería Negra y Criminal. Había acudido allí semanas atrás para cubrir la presentación de una novela de Petros Márkaris, que retrataba con crudo realismo la crisis griega a través de su célebre protagonista: el policía Jaritos. La misma crisis helena ya había llegado a España y, por el momento, él ya no escribiría más sobre eventos literarios ni culturales.
Dio la espalda a la librería y llamó al piso de Iria.
Al oír su voz femenina a través del interfono sintió un cosquilleo recorriéndole el estómago. Lo sorprendió hallarse tan nervioso por una cita sin posibilidades de futuro.
En todo caso, era la única alegría de aquel día que ya tocaba a su fin. Ninguno de sus contactos le había dado esperanzas de encontrarle colaboraciones y mucho menos un empleo. No divisaba ninguna salida en el horizonte.
Tras subir las escaleras en penumbra con una botella de Protos en la mano, un Ribera del Duero que nunca fallaba, alcanzó la quinta planta.
Una puerta entreabierta iluminaba levemente el rellano, y la cabeza de Iria asomaba por ella. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y le sonreía con una expresión entre divertida y expectante, como si fuera una niña cometiendo una travesura.
—La luz de la escalera funciona fatal —se disculpó invitándolo a pasar.
Vestía una falda tejana corta, blusa de seda blanca muy entallada, y unas sandalias japonesas.
Al entrar, Gabriel notó algo que se movía bajo sus pies y estuvo a punto de perder el equilibrio. Una gata siamesa se le había enroscado entre sus piernas.
—Es mi compañera de piso: Mima. Vivimos juntas desde hace dos años. Me la encontré abandonada en la calle justo el día de mi mudanza y decidí quedármela. Claro que Mima piensa que es ella quien me ha adoptado a mí… —añadió mientras se agachaba para cogerla entre sus brazos.
Gabriel pensó que hacían una bonita pareja. Los ojos de la gata eran del mismo color azul que los de su dueña. Y no era el único rasgo común que compartían. La cabeza triangular de la gatita guardaba cierta semejanza con la estructura facial de Iria: orejas ligeramente puntiagudas, los pómulos marcados, el mentón angulado… Hasta el cuerpo blanco de Mima hacía juego con la blusa de seda sobre la que se recostaba.
El piso estaba iluminado por velas y un quemador de incienso impregnaba la atmósfera de un agradable olor a canela. La pequeña cocina americana, integrada en aquel espacio único, estaba casi pegada a una mesita surtida con una fuente de embutidos y otra de tostadas.
Gabriel alcanzó la mesa en dos zancadas y depositó la botella sobre el mantel. Iria cortó la cápsula con un cuchillo y descorchó la botella con suavidad. Después sirvió un par de copas.
Tal vez no cocinara demasiado, pero debía reconocerse que tenía habilidad para abrir botellas, pensó para sí.
Iria propuso que, antes de empezar a cenar, se sentaran a degustar el vino en el sofá. Una mirada general al pequeño piso bastó a Gabriel para darse cuenta de que la decoración era inexistente. Dedujo que pasaba casi todo su tiempo enfrascada en el laboratorio y que solo iba allí para dormir.
Mima parecía aceptarlo de buen grado en su territorio. Una vez sentado en el sofá, había vuelto a enroscarse en sus pies y ronroneaba satisfecha.
—Le has gustado —dijo Iria.
Gabriel desvió la mirada a su falda corta. Sus piernas esbeltas le parecieron más deseables que nunca.
—¿Y cuál es el motivo de tanto honor? —preguntó, haciéndose el tonto.
—¿No te lo imaginas? —dijo en voz baja mientras inclinaba la cabeza, acercando los labios a los suyos…
El olor a incienso se mezcló con el fresco aliento de Iria y la suavidad de sus labios húmedos. El beso comenzó lentamente, como una exploración del deseo que cada uno sentía por el otro. Sus lenguas se rozaron antes de enlazarse en un baile acompasado que progresó in crescendo hasta que ella se detuvo.
Gabriel la rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí. Los dientes de Iria le mordisquearon la lengua por un instante y se retiraron, esperando su reacción. Él la besó con intensidad, casi con violencia. Ella respondió con mayor fuerza. Sus lenguas se buscaron formando círculos una y otra vez. Con cada nuevo inicio la energía crecía y se realimentaba hasta que resultó imposible de contener.
Sin dejar de besarlo, ella se sentó a horcajadas sobre sus piernas. Las manos de Gabriel se introdujeron entonces bajo su blusa. Tantearon su cintura y se deslizaron vacilantes hasta encontrar sus pechos: tersos, desnudos y desprovistos de sujetador.
Los ojos de Iria estaban entornados, sus labios entreabiertos, y las aletas de la nariz ligeramente dilatadas, cuando se desabotonó la blusa.
Sus pequeños pechos se sostenían erguidos en el aire, muy erectos. Gabriel posó sus manos sobre aquellos senos y los palpó con deleite. Después, comenzó a lamer la punta de sus pezones con la lengua.
Ella emitió un gemido ahogado. Después lo abrazó con fuerza, tan apasionadamente que se valió también de sus dientes. Las aguas se habían desbordado y no había dique capaz de resistir su empuje.
Gabriel desabrochó el botón de su minifalda tejana. Ella se incorporó y, con un ligero contoneo de caderas, dejó que cayera al suelo por sí sola. Debajo llevaba un tanga negro. Aquella diminuta pieza de ropa interior realzaba todavía más la sensualidad de su figura femenina.
Justo tras ella, se apoyaba en la pared un espejo alargado. Gabriel dedujo que debía usarlo para comprobar cómo le quedaban los vestidos de cuerpo entero. En aquel momento, la visión que le devolvía no podía ser más excitante. En la penumbra, los glúteos de Iria, redondos y firmes, se veían reflejados en el cristal, bien definidos por la fina tira del tanga.
Ella se aproximó, tentadora, hacia él y, tras cogerlo de la mano, lo condujo hasta su dormitorio. Allí jugaron largamente a darse placer hasta que sus cuerpos entrelazados iniciaron una danza sin retorno. Los límites entre uno y otro desaparecieron mientras se fundían como gotas estremecidas por las olas.