53

 

Gabriel e Iria se miraron perplejos, contuvieron la respiración y aguzaron nuevamente el oído. No había duda. Estaban escuchando el ruido ronco de un motor elevándose por encima del oleaje exterior.

Presos de una excitación incontenible, prorrumpieron en gritos de socorro. Una barca merodeaba por allí cerca. Si alcanzaba a oírlos, serían rescatados de aquella trampa mortal. Apenas un centenar de metros los separaban de la angosta salida de la cueva. Pero necesitaban salvar esa distancia, el rugido del mar y el traqueteo del motor para alertar a quienes pilotaban la embarcación.

Pese a que sus gargantas resecas estaban atenazadas por el frío, gritaron con todas sus fuerzas hasta quedarse sin aliento. La cueva les devolvió el eco desesperado de sus gritos.

—¿Crees que nos habrán oído? —preguntó Iria, vacilante.

—No lo sé, pero es nuestra única oportunidad.

Inspiraron hondo, y continuaron pidiendo ayuda a gritos hasta la extenuación. La humedad, la tensión, y el frío extremo les estaban jugando una mala pasada en el peor momento. Gabriel tragó saliva para tratar de humedecer la garganta. No le sirvió de nada. Aunque su laringe expulsaba aire, era incapaz de emitir notas altas. De hecho, apenas podía hablar. Iria intentó seguir gritando, con escaso éxito. Tras unos minutos ya solo un susurro, apenas audible, salía de sus labios.

El traqueteo del motor todavía llegaba a sus oídos, pero cada vez más amortiguado.

Ya habían perdido toda esperanza cuando una sombra flotante se recortó contra la tenebrosa entrada de la gruta.

—Mira eso… un halo de luz —murmuró Iria, incrédula.

Una barca neumática de color amarillo se estaba internando lentamente dentro de la gruta. Iria rompió a llorar y Gabriel notó cómo sus ojos también se empañaban a causa de la emoción.

¡La lancha se dirigía hacia ellos! ¡Iban a vivir!

Dos hombres con trajes de neopreno la tripulaban. Quien manejaba el volante portaba una linterna y el otro empuñaba un cuchillo largo y afilado. En cuanto se aproximaron a ellos, el del arma blanca se dejó caer de la barca y se sumergió en las oscuras profundidades de la cueva.

Al reaparecer frente a Iria, blandió su cuchillo y comenzó a rasgar las cuerdas que la aprisionaban con rapidez y precisión. Luego desapareció bajo las aguas, para cortar las prietas sogas que todavía le sujetaban las piernas a la columna rocosa.

Ella se desplomó rígida, como una rama partida, pero en el último momento se ladeó logrando impactar de costado contra el mar. De inmediato, el hombre del cuchillo la cogió entre los brazos y la subió a la zodiac.

Acto seguido, repitió la misma operación con Gabriel. Había perdido el control de sus piernas, inmóviles después de tanto tiempo atadas. Al caer, se hundió entre las gélidas aguas. Unas manos firmes lo agarraron de las axilas y lo ayudaron a encaramarse a la lancha.

Gabriel se arrastró hasta recostarse al lado de Iria, que permanecía tumbada boca arriba. Exhausta, pero con una sonrisa dibujada en sus labios. El mismo individuo que los había liberado de las ataduras tendió una manta térmica sobre ellos y la barca inició la maniobra de salida.

Iria suspiró y le tomó la mano a Gabriel, que la miró en silencio antes de abrazarla.

La luz del cielo les deslumbró, pese a que en su mayor parte estaba cubierto de nubes grises. El estruendo del motor, batiéndose contra las olas, les disuadió de intentar hablar. Lo que ambos necesitaban era recuperarse.

Gabriel sentía las articulaciones completamente entumecidas. Carecía de sensibilidad en las piernas, las manos le dolían y todavía no se había sacado de encima la sensación de ahogo. Ella estaba muy pálida y su cuerpo temblaba, pero su respiración era acompasada.

En cuanto se dieran una ducha caliente se recuperarían, pensó Gabriel.

Divisó un yate de unos veinticinco metros de eslora anclado cerca de ellos. Eso le hizo preguntarse quién habría orquestado aquella operación. En su mente barajaba dos hipótesis, una más probable que la otra. Sin embargo, las respuestas podían esperar a que cesara aquel bramido mecánico que les taladraba los oídos.

Los dos hombres les ayudaron a subir a bordo del buque. Después, los condujeron hasta una confortable cabina provista de una cama doble, armario empotrado y cuarto de aseo.

Tras expresarles efusivamente su agradecimiento por haberlos rescatado, les preguntaron a quién debían su salvación. El más alto contestó lacónicamente:

—El patrón os informará de todo.

—Os pasaremos a recoger dentro de un rato —añadió su compañero, antes de cerrar la puerta tras de sí.

Una vez a solas, Iria preguntó:

—¿Cómo nos habrán encontrado?

—Creo saber la respuesta… Hoy en día casi todos los buques, al igual que los móviles, llevan un receptor GPS que permite localizar su posición exacta. Y existen programas espía capaces de tomar el control de sus dispositivos a distancia incluso cuando están aparentemente apagados.

—Tal vez nos ha rescatado la competencia de New World. Imagino que al descubrir la desaparición de Natalie, trazarían un plan de emergencia. Espero que ya la hayan puesto a salvo. Al fin y al cabo, ella debía de ser su primera prioridad.

Gabriel abrió una botella de agua mineral depositada sobre la mesita de noche y, tras ofrecérsela a Iria, se sirvió un vaso para aclararse la garganta.

—Existe otra posibilidad —afirmó pensativo—. Carl, el padre de la chica fallecida, tenía en su punto de mira a New World. Tal vez también les estuviera vigilando a distancia. Tiene motivos y recursos para hacerlo gracias al dinero que le proporciona el petróleo. En fin, pronto lo sabremos. Ahora necesitamos una buena ducha para entrar en calor.

Iria asintió con la cabeza.

—¿Cómo estará Mima? Ojalá no le haya pasado nada malo… —susurró preocupada mientras se dirigía al baño.

El cuarto de aseo, como el resto del barco, estaba limpio y reluciente, pero el aspecto de las moquetas, maderas y mármoles no podían ocultar que ya tenía algunos años de uso.

Gabriel se despojó de la ropa y se enfundó un albornoz, mientras Iria se tomaba una ducha reparadora. Pese a que la temperatura de la habitación era cálida y confortable, sus piernas todavía estaban heladas y el resto de su cuerpo seguía entumecido. Tendido sobre la cama, se relajó contemplando cómo el vapor se filtraba a través de las ranuras de la puerta del baño. Sonrió para sí. Iria estaba disfrutando de su particular sauna privada y pronto le tocaría a él.

Tardó un cuarto de hora en sentir el agua caliente derramándose a presión sobre su piel. Suspiró con alivio al percibir que la circulación sanguínea se le reactivaba poco a poco. Se frotó sin prisa con una mullida esponja vegetal. Luego cerró los ojos y dejó que sus poros se fueran dilatando mientras el agua le proporcionaba un estimulante masaje al contacto con su cuerpo.

Un grito ahogado de Iria le sacó de su ensimismamiento. Salió disparado del baño y se plantó en el dormitorio envuelto en una toalla.

—¿Qué ocurre? —preguntó alarmado.

Iria le señaló con horror el interior del armario empotrado.

Las puertas abiertas le mostraron la misma ropa que habían dejado en su chalet de New World.

Especies invasoras
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