XXXII
Cuando llegué a la estación ya era de noche. Antes me sabía de memoria los horarios de los trenes, ahora me parecían un caos. Olvidé que no era mi sitio habitual en esa época del año. Los horarios de invierno son distintos a los de primavera.
—Debo llegar urgentemente a Wirblbahn —me dirigí a la mujer de la ventanilla alzando ligeramente la voz.
—Si es así, no repare en gastos y saque un billete para el expreso. Llega dentro de una hora —me habló como se le habla a los campesinos que se agolpan junto a la ventanilla. Pero precisamente esa muestra de interés, con la que sólo pretendía ayudarme, me produjo cierto temor.
—No querría llegar en plena noche —dije.
—Se equivoca usted —dijo ella—, llegará de día.
—Gracias —dije, avergonzado por haber dejado entrever mis temores.
Me acordé de Gisy y no quise entrar en la cantina. Me quedé junto a las vías. Las imágenes cotidianas me iban rodeando. Durante años esa había sido mi encrucijada vital, desde allí emprendía mis viajes y me llevaba el recuerdo de mis padres a todas las estaciones ferroviarias. Una vez, en una pensión remota, uno de los leales a Stark me dijo en tono preocupado y lleno de temor contenido: «Ahora me da miedo ir a casa de Stark. Su alma se ha reencarnado en otra distinta. Ya no es el comunista que conocí». «Ha vuelto a sus antepasados», intenté convencerle, pero él no era de mi opinión y siguió diciendo que se había producido un cambio aterrador en la personalidad de Stark y había que alejar a la gente de su cabaña para que no la infectara con sus extraños pensamientos. Como en sueños recordé a ese hombre, su porte y su rostro atemorizado.
—¿Puedo preguntarle adónde se dirige? —me dijo uno de los viajeros.
—A Wirblbahn.
—Dios Santo —dijo—, es un lugar desierto.
—No para mí —contesté.
—Durante la guerra estuve allí vigilando los almacenes —me confesó.
—Cambiará muy pronto —le dije.
—Los discapacitados físicos eran enviados allí.
—¿Y cómo era?
—Repugnante.
—¿Por qué?
—Porque tus coetáneos estaban en el frente, luchaban, eran heridos y morían como héroes, y mientras tanto tú clasificabas equipamientos, pavimentabas caminos, abrillantabas zapatos y por la noche vigilabas los almacenes —tenía unos setenta años y se apreciaba que ese recuerdo lejano, vergonzoso, aún estaba grabado en su corazón.
—Cada uno tiene su guerra —dije.
—Todo por culpa de una cojera de nada. Una cojera casi imperceptible. Después de la guerra los soldados volvían del frente contando maravillas, y tú eras el tonto del pueblo. Te quedabas en un rincón, inmóvil como una piedra.
—Pero muchos murieron —intenté tranquilizarle.
—Por aquellos años la muerte me parecía mejor que servir en Wirblbahn. Ahora soy viejo —dijo, e hizo un gesto que claramente me trajo a la memoria el que había hecho Nachtigal antes de matarle, un gesto desdeñoso que decía, mi vida ha acabado y no tiene sentido cambiarla.
Volví a mirarle. Estaba encorvado, apoyado en su bastón. Se notaba que su vida no había sido espléndida, y ahora, al acercarse al final, se había vuelto repulsiva.
—Si me hubieran enviado al frente mi vida habría sido completamente distinta —dijo con voz temblorosa.
—¿En qué habría sido distinta?
—¿En qué?, me pregunta, en todo. Habría sido otra persona. Me habría casado con otra mujer. Habría tenidos otros hijos. Habría habido luz en mi vida.
El tren llegó y la conversación se interrumpió. Me apresuré a subir a uno de los últimos vagones. Era un tren moderno, sin compartimientos, de los que no se veían en la provincia. El aire olía a serrín fresco.
El anciano viajero entró, se sentó a mi lado y volvió a hablar de esa ignominia llamada Wirblbahn que había oscurecido y afeado su vida. Al final tuvo que vivir de la escasa y mísera herencia que le dejaron sus padres.
Luego fuimos a la cafetería y le invité a una copa. La copa no le quitó de la cabeza la deshonra, al contrario, después de tomársela parecía haberse acrecentado. Culpó a su padre, que había descuidado su educación y, en lugar de enviarle a Viena, había ahorrado cada céntimo para proporcionarle a su hija una dote digna.
—¿Y qué va a hacer usted en Wirblbahn? —me preguntó de repente.
—Voy a prenderle fuego —dije con voz clara.
—¿Cómo? —dijo el anciano con voz balbuceante, y enseñando los pocos dientes que le quedaban.
—En el sentido literal.
—¿Es usted ingeniero?
—Sí, señor.
—Esa idea no se me había ocurrido.
—Es un lugar terrible, espantoso, y hay que arrancarlo de raíz. Voy a hacerlo con la mente clara, con gusto y sin ningún cargo de conciencia. No hay que dejar sitios así en el mundo.
—Lleva razón. ¿Y qué van a construir allí?
—Aún no lo sé. Lo primero de todo es destruir el lugar y después ya veremos lo que hacemos.
—Es algo muy sensato —dijo el anciano, y en sus ojos apagados se encendió un recuerdo doloroso—, es una lástima haber desperdiciado mi juventud allí.
—No se preocupe, no dejaremos nada en pie.
—¿Cuándo lo va a hacer?
—En los próximos días. Para eso voy allí.
—Hace bien —farfulló el anciano, y su cabeza cayó sobre la mesa debido al cansancio.
También yo estaba cansado, las cosas que había dicho me debilitaron y me marearon. Ante mis ojos serpenteaban destellos amarillos que se mezclaban con destellos negros, y tuve la certeza de que mi vida en ese lugar se había extinguido definitivamente, y que si había otra vida, no sería una vida feliz. Como en una pesadilla prolongada y diáfana vi el mar tenebroso, y supe que en mis actos no había habido entrega ni belleza, lo había hecho todo por obligación, con torpeza, y siempre con retraso.