XVI
Desde Rondhof continúo hacia el norte, hasta Rondhof Alto. Allí los árboles ya están deshojados y sienten el frío. Debo reconocer que el frío me sienta mejor que las temperaturas templadas. Con el frío revive una parte dormida de mi ser. Con un abrigo y unas botas me siento más estable.
En Rondhof Alto, justo después de la guerra, un judío llamado Max Rauch abrió una mercería que prosperó con el tiempo, y ahora está rodeada por seis grandes tiendas, una cafetería, un restaurante y un bonito hotel. Hace treinta años que somos amigos. Max me compra buena parte de mis adquisiciones. Me agrada venderle a él las alhajas, porque paga un precio razonable y las cuida mucho. Al igual que a mí, le gusta la grafía hebrea, y cada vez que me ve se enorgullece de mostrarme que todo lo que me ha comprado está intacto. Hace años le traje una maleta llena de libros en yiddish que encontré en un sótano de la remota Schaumwasser. Dios sabe cómo llegarían allí. Le gustaron mucho y, desde entonces, también hago acopio de libros en yiddish.
Pero llegué a la estación de Rondhof Alto consciente de mi delito: los numerosos libros de Stark, esos libros que adquirió con esfuerzo y abnegación, los fascículos y la no despreciable cantidad de libros que yo compré para él, todo lo quemaron las monjas, y yo no hice nada para cogerlos y dejarlos en la amplia casa de Max. Ahora me acordaba: la última vez que nos vimos, Stark miró su biblioteca y dijo con una clara malicia: «Me da pena de estos libros, pero no me preocupa, seguro que tú los distribuirás». Eso me hirió profundamente. Quise gritar, yo no soy un vendedor de libros. Yo me destrozo los pies yendo de un lugar a otro para salvar lo que se pueda. Es cierto que vivo de eso, pero no estafo a nadie. Esas palabras estuvieron a punto de salir de mi boca, pero al ver su rostro, el rostro de alguien abandonado, contuve mi lengua. Ahora tampoco Stark está entre nosotros.
Hasta la llegada de Max, Rondhof Alto no era más que una loma desolada y remota, pero desde que abrió el centro, el lugar bulle de campesinos y visitantes llegados de todos los pueblos, y por la tarde, en la cafetería, beben y bailan hasta bien entrada la noche. Pronto abrirá también un cine para atraer a más visitantes y compradores.
En su casa me siento protegido y tranquilo, tal vez por la amplia habitación bien fortificada de la planta baja. La habitación tiene dos salidas, una secreta. Una vez me confesó que todas sus habitaciones tienen una salida secreta. En nuestra época no se puede dormir en una habitación que no tenga una salida secreta. Estoy completamente de acuerdo con él. Las habitaciones de hotel me inquietan, me despierto a las tres y lucho con mi insomnio hasta el alba. Los nuestros deben dormir en una habitación amplia que tenga más de una salida, para saber, incluso en medio de una pesadilla, que hay escapatoria.
Cuando entro en mi habitación, enseguida bajo las persianas y me sumerjo en un profundo sueño. Max no me molesta y me deja dormir cuanto quiero. En su fortaleza el sueño es plácido, sin amenazas, y me dejo llevar por él.
Al día siguiente me siento con Max en la cafetería y le hablo de mis viajes. De la guerra y de los tiempos pasados no habla mucho con nadie, tampoco conmigo. Yo respeto su silencio, le enseño los libros y los objetos y fijo el precio. Le gusta todo lo que le muestro. Hace un año le llevé un candelabro de Januká de Alsacia. Se emocionó mucho. Así es Max: la inteligencia práctica y la honestidad se conjugan en él. Realmente es el único que sabe apreciar mis esfuerzos. En su amplia casa ha alojado todas las alhajas que le he traído a lo largo de los años. Una habitación para los candelabros de Januká y los frascos de perfume, otra para los libros en hebreo, otra para los libros en yiddish y otra para los objetos de culto. Casi todo me lo ha comprado a mí.
A veces creo que mi vida está oculta en las habitaciones de Max. Cada año añade un estante. Si no fuera por Max dudo que continuara con esto. Pensar que alguien te espera, que cuando llegas te instala en una habitación amplia y confortable y manda al encargado del restaurante que te sirva una buena comida, hace más llevadera mi existencia errante. Es cierto que cuando llego a Rondhof estoy agotado, pero al día siguiente ya me he recuperado, me siento en la cafetería y mi cuerpo se vuelve a llenar de ganas de vivir.
Más tarde, Max me conduce de habitación en habitación, me muestra los cambios y yo descubro de nuevo que todo está dispuesto para una larga vida. Pero el último año sentí un miedo incomprensible y tuve la sensación de que la colección estaba en peligro. Parece que Max se percató de mis temores y al instante me aseguró que todo estaba bien seguro, y que llegado el día enviaría los tesoros en baúles de hierro a Jerusalén.
Cuando conocí a Max, estaba casado con una mujer alta y ambiciosa llamada Hermine, procedía de Dinamarca y en sus grandes ojos brillaba el azul frío del norte. Me odiaba a mí y las alhajas que Max me compraba, pero a pesar de todo continué yendo a su casa, me sentía muy unido a Max. El matrimonio, afortunadamente para mí, no duró mucho. Desde entonces nada se interpone entre nosotros. Me gustan sus actos, su honestidad, su carácter tranquilo y el sencillo vocabulario que utiliza.
Hace unos años llegaron a Rondhof Alto varios comerciantes judíos, supervivientes como yo. Era Shabbat, y Max quiso agasajarles preparando una sinagoga en la planta baja. Constaba de tres ejemplares de la Torá que yo había adquirido para él, varios atriles y una cortina cubriendo el tabernáculo. Los comerciantes se cubrieron con el talit y rezaron. Después de la oración les preparó la cena. Uno de los comerciantes, se llamaba Fretzl, un contrincante oculto, me confesó que hacía años que no se había sentido tan cerca de sus padres como en ese Shabbat. Al igual que yo, deambulaba por estas regiones, pero la suerte no le sonreía. Ese año había encontrado un par de palmatorias de plata del siglo XVI con la bendición de las velas grabada, pero eso había sido todo. No era fácil vivir de eso. Se disponía a emigrar a Nueva Zelanda.
Sorprendentemente, una semana en casa de Max me traía a la memoria varios ámbitos olvidados de mi vida. Max no preguntaba mucho ni daba consejos. Su fisonomía era sorprendente. A diferencia de la mayoría de nosotros, era alto, y en sus movimientos se entretejía cierta mesura. Entre los mostradores de su tienda parecía nórdico, moderado y tranquilo, como si no hubiera nacido en Sadigera sino en esta provincia, donde el otoño tardío es suave y los colores animan, pero por la noche, cuando me sentaba con él en el salón, su rostro cambiaba, la piel de su frente se oscurecía, sus movimientos se aceleraban y hablaba un yiddish sencillo y sonoro del que manaba un viejo escalofrío. Volvía a asegurarme que cuidaría lo que me había comprado como a la niña de sus ojos y que, llegado el día, todo sería enviado a Jerusalén.
A veces, cuando estaba de buen humor, después de dos o tres copas, me hablaba de los Rizhin, sus antepasados hasidim, de los Hager, de los Freidman y de sus descendientes, que se dispersaron por todo el mundo y llegaron incluso a la lejana Argentina. Cuando hablaba de sus antepasados, yo sentía que Max estaba unido a ellos por un hilo invisible, aunque no a todos de la misma forma: de Stark y Rollmann, por ejemplo, que también eran descendientes de los Rizhin, casi no hablaba. Atormentaron mucho a sus antepasados, me dijo una vez. Era extraño, ese hombre inmerso por completo en el mundo práctico y de aspecto similar a los lugareños, ese hombre que volvía por la noche a su casa y se sentaba frente a mí encorvado y con cierta tristeza en los ojos, evidentemente no estaba solo, sus antepasados le acompañaban. Era difícil saber en qué le presionaban, pues quizá ya se había acostumbrado a sus demandas y no reaccionaba. Una vez me confesó que en el distinguido linaje de los Rizhin había penetrado un malvado gusano que llevaba generaciones corroyendo a sus descendientes. Quise saber más, pero Max no siguió dando explicaciones.
Una semana en su fortaleza me daba un nuevo plazo. Los eslabones perdidos de mi vida volvían a unirse y me pasaba horas en la cafetería, observando desde la ventana los espléndidos colores anaranjados del otoño. Hace un año me reconcilié aquí con uno de mis contrincantes, un hombre bajo y afable que me confesó que llevaba años siguiéndome e intentando en vano aprender el secreto de mi éxito. Al final se ha convertido en socio de una tienda de ultramarinos que no está muy lejos de aquí. Es cierto que resulta difícil competir con el centro de Max, pero lo intentan.
No todos los días te conceden una tregua. A veces también aquí me embarga la melancolía. Mis ojos se enturbian y no veo ninguna salida. Este año le pedí consejo a Max, y me dijo:
—He encerrado la melancolía bajo siete llaves.
—¿Y así siempre?
—Siempre, querido amigo.
—Y si consigue salir, ¿qué se puede hacer?
—Yo la golpeo con un palo hasta que vuelve a su celda —dijo, y la leve risa que se percibía en su voz me estremeció.