IX

Después de tres horas a gran velocidad el tren se detiene en Pracht. Es un pequeño pueblo sobre una loma y rodeado de árboles. Lo descubrí al comienzo de mis viajes, y desde entonces nunca paso de largo. Por aquella época la úlcera me molestaba mucho y debía detenerme incluso en estaciones perdidas. En Pracht encontré una pensión sencilla pero arreglada, si puede describirse así, con mucho esmero: una cama amplia, una bañera y una ventana que da a los pastizales. Sólo en Pracht dejo de ir a la carrera, cierro los ojos y me sumo en un profundo sueño. La dueña, la señora Groton, es una mujer alta y señorial cuya presencia apenas se siente, sus delicados pasos son absorbidos fácilmente por las alfombras rústicas. Si no fuera por los temores, que me hacen ir de un lugar a otro, me quedaría allí. Allí me olvido de mis pies, mi cansancio desaparece y me duermo profundamente sin soñar. Los sueños han sido desde siempre mis enemigos. Hay sueños que me atrapan con tal fuerza que no me queda más remedio que levantarme a mitad de la noche y huir. Un banco en un parque es mejor que las pesadillas multicolores. En Pracht los sueños caen de mí, como la costra de una herida cicatrizada, y puedo dormir. Tras dos días seguidos durmiendo, mi cabeza se desprende de todas las imágenes y permanezco en el patio, vacío como después de una larga enfermedad.

La señora Groton me prepara el desayuno en el porche. Si llueve, me siento en el comedor. Hablamos poco, pero ella también me comprende sin necesidad de palabras. Sus movimientos son pausados y silenciosos. Y cuando estoy en el patio y la veo junto al pozo lavando o tendiendo la ropa, comprendo que la vida no es sólo celeridad. Señora Groton, tengo ganas de llamarla por su nombre, ¿cuál es el secreto que guarda en su interior? Por supuesto, ahogo mi voz y sigo sus lentos movimientos como intentando descifrar una escritura misteriosa.

En Pracht planeo los pasos a seguir. Desde allí intento ir tras el rastro de Nachtigal, el asesino de mis padres. No me cabe duda de que se encuentra en la región. Varias veces he estado cerca, pero ha conseguido escapar con astucia. Es de suponer que vive cómodamente en una pequeña casa encalada, rodeada de praderas y arriates de rosas. Sé que, en definitiva, no era más que un vil asesino, los archiasesinos viven aquí sin que nadie los moleste. Pero me he jurado que no descansaré hasta encontrarle. Pensar que lo puedo conseguir, que algún día daré con él, me tranquiliza, y me preparo para la prueba, espero superarla.

Hace unos años, la señora Groton me contó por casualidad que alguien llamado Nachtigal se había hospedado en su casa durante una semana. Un hombre de unos sesenta años, taciturno, que estaba casi todo el día repasando sus papeles y parecía un agente de una firma conocida. La última noche se emborrachó y le confesó que durante la guerra había estado en el este y se había dedicado a cazar judíos. Por las impresiones de la señora Groton, y por lo que yo recuerdo, no había duda de que se trataba del asesino Nachtigal. Si hubiese tenido la posibilidad de cerrar herméticamente la zona lo habría atrapado, pero en esta apertura verde, tranquila e indiferente era difícil hasta encontrar una casa con una dirección exacta.

No he perdido la esperanza. Al contrario, mi deseo de encontrarle ha aumentado en los últimos años, y si no fuera por mi tendencia a dormir hasta tarde, los temores infundados y las pesadillas turbadoras, ya lo habría hecho. Sin embargo, no todo está perdido. Tengo algunos compañeros que le están siguiendo y también ellos están convencidos de que pronto llegará el día en que demos con él. Desde que le dije a la señora Groton que soy judío, me mira con buenos ojos, me prepara para desayunar unas tostadas crujientes y un café delicioso, y de postre tarta de queso.

Nació en Praga, de joven trabajó en la secretaría de la universidad y allí conoció a muchos estudiantes judíos. Ahora, cuando los recuerda, una joven sonrisa ilumina su rostro. Al igual que yo, odia a los austríacos y los teme. Si fuera más joven volvería a su ciudad natal. Yo le prometo que, cuando sea aniquilado el asesino, iré con ella a Praga. Así hacemos planes juntos.

Pero entretanto han pasado los años, una lenta vejez ha ido cayendo sobre la señora Groton y también sobre mí, y Nachtigal, que estuvo al alcance de mi mano, ya no vaga solo por la zona. Por las tardes, la señora Groton me habla de los días de su juventud. En su época, los judíos eran una aristocracia sin título en Praga. Su primer novio era judío, un chico alto y atractivo que escribía poemas y se los leía. Cuando sus padres se enteraron, le prohibieron verle, pero el joven se arriesgó y fue a pedirles su autorización. Le dieron con la puerta en las narices. Por aquella época ella era joven y no se atrevió a rebelarse contra sus padres. Al final se casó con un austriaco y se trasladó a Austria.

El silencio de su casa calma un poco mis nervios. A veces me imagino que mis últimos años los pasaré aquí, entre los altos árboles que proyectan su oscura sombra sobre la tierra, y que aquí reuniré también a todas las personas queridas. No olvidaré tampoco a las mujeres que me otorgaron sus favores. Algo de ellas permanece latente en mi interior, incluso de la mujer a la que pagué por una noche de placer queda algo guardado en mí. Y por las noches, cuando los trenes están vacíos y un viento negro sopla por las rendijas, me acurruco en el abrigo, pienso en esas mujeres y me uno a ellas.

Hace un año, la señora Groton me sorprendió con estas palabras:

—Nadie sabe cuándo le llegará su hora. Quiero darte algo muy valioso para mí.

—¿Por qué? —pregunté turbado.

—Porque sólo contigo estará seguro.

Entonces sacó del bolsillo de su abrigo el objeto y lo dejo sobre la mesa. Era una fina mezuzá decorada con grafía hebrea.

—Es un objeto sagrado —dije aturdido.

—Te confesaré una cosa que no le he contado a nadie —dijo inclinando la cabeza—: mi abuela materna era judía y renegó de su religión. Antes de morir le dio esto a mi madre, y mi madre, antes de morir, me lo dio a mí. Ahora ha llegado el momento de entregártelo a ti. Tú eres judío.

—No un judío creyente —quise aclararlo al instante.

—A pesar de todo está bien que lo tengas tú. Este talismán me daba tranquilidad.

—¿Cómo?

—No lo sé. Pero este último año ha comenzado a pesarme. Señal de que mi vida se acerca a su fin. ¿No crees?

—¿Cómo podré guardar este objeto tan valioso?, no tengo casa y siempre estoy yendo de un lado a otro.

—Y a quién se lo dejo —dijo con una mezcla de enojo y mandato.

Sabía que no podía negarme a sus deseos. En ese momento parecía alguien que había hecho lo que debía y no se arrepentía de sus errores. Estuve a punto de decir, sólo en tu casa he dormido sin soñar, y ahora ¿dónde reposará mi cuerpo? Quise pagarle, pero se negó.

—Si guardas este talismán, ese será mi pago.

Me pareció que me estaba encomendando una misión secreta y quise excusarme, pero cuando vi su rostro sincero no tuve valor.

Me iba a quedar otro día en la pensión, pero la emoción me hizo desistir. Antes de irme me besó en la frente y me deseó una larga vida. Su rostro era claro, su mirada limpia, no se movía con dificultad, y a pesar de todo sentí un nudo en la garganta y huí antes de desfallecer.

Ahora ha pasado un año y vuelvo a estar en la estación de Pracht. Las piernas no me sujetan. Tengo miedo de preguntar qué ha pasado y cuándo ha pasado. Ese miedo me paraliza, me siento en la descuidada estación, me tomo una copa tras otra y espero a que me recoja el próximo tren.