XIV

En el tren que partió de Gründorf hacia el norte me enteré de la muerte de Stark. Uno de mis contrincantes se acercó a mí y me lo contó. «No», grité, sin saber lo que decía. Era un hombre bajo, de expresión cansada, que a veces me seguía e incluso le había llegado a ver en las montañas de Greten. Su presencia me molestaba, y en más de una ocasión estuve a punto de advertirle que no me persiguiera y no conspirara. Ahora estaba ante mí como un hermano reprendido.

—¿Cuándo te has enterado? —pregunté, y al instante sentí que mi mundo se había venido abajo.

—Tenía por costumbre acudir a visitarlo cada año a finales de julio —respondió de forma algo ceremoniosa, como si fuera un empleado del servicio de pompas fúnebres. De cerca tenía un aspecto aterrador: el olor de los campos de concentración aún estaba pegado a su ropa.

—Era como mi padre —dije poniéndome en pie—. Estuve con él hace tan sólo dos meses y medio.

—Estaba solo —hizo un gesto extraño.

—Todos le queríamos —dije.

—Sólo unos pocos iban a verle estos últimos años; no dejaba de despotricar.

—¿Y quién fue al funeral?

—Ninguno de nosotros. Las monjas lo encontraron muerto y lo enterraron en el terreno del convento.

—¿Y dónde están los libros?, ¿dónde están los manuscritos? —mis palabras no fueron pertinentes.

—Fui unos días después del entierro, la casa estaba abierta y no había nada dentro. La madre superiora me contó que la Diputación se la había regalado y tenían intención de reformarla.

—¿Y qué ha pasado con los manuscritos?

—Hicieron limpieza y al parecer lo quemaron todo.

Si el tren se hubiese detenido habría bajado. Cada vez que el látigo fustiga mi espalda, me apeo, me acurruco en la cantina y lamo mis heridas. El tren corría a toda máquina y el hombre que tenía enfrente no se apiadó de mí. Respondía a mis preguntas con una objetividad no carente de dureza, y dijo algo así:

—Somos criaturas débiles y atemorizadas, y nos preocupamos por nosotros mismos, pero hay momentos en que una persona debe sobreponerse, ser valiente y decir: no tiene sentido ignorar la verdad. La mentira nos convierte en seres despreciables. Lo abandonamos, ha llegado el momento de reconocerlo.

Le miré a los ojos y al instante vi que la vida errante había endurecido su mirada.

—Lo siento —me disculpé.

—No hablaba de ti —dijo.

Siempre supe que mis contrincantes ocultos conspirarían algún día contra mí, pero no me imaginaba que sería así. El tren se detuvo y bajé de inmediato. Era una de esas estaciones desiertas donde los escasos viajeros se dispersan al instante y tan sólo el permanente inquilino del andén, el cartel con las habituales advertencias, sigue en su sitio.

El dueño de la cantina no me preguntó qué quería tomar, y, como al resto de los clientes, me sirvió una jarra de cerveza. Fue entonces cuando la amarga noticia penetró en mí y me hizo estremecer. Stark, al igual que mi padre, había pasado por todo el orden jerárquico del partido. También él vivió muchos años en la clandestinidad. Lo que hizo mi padre en Bukowina lo hizo Stark en Galitzia. Al parecer allí había que realizar una labor más compleja y peligrosa. Oí que entre ellos hubo diferencias de opinión, pero Stark no las mencionaba. Siempre que hablaba de mi padre o de mi madre decía: «Almas con raíces». Conocía muchos secretos, pero no hablaba de ellos. En los últimos años mencionaba mucho a su padre, un descendiente de los Rizhin que, al contrario que sus antepasados, no se dedicó a aconsejar a las masas ni aceptó ser un dirigente hasídico. Vivía en un pueblo perdido, se ganaba la vida con una tienda de ultramarinos y cultivaba hortalizas en un huerto. Se preocupaba mucho de la limpieza y la sencillez, y comenzaba el día con un baño ritual en el río. Cuando terminaba de rezar se iba al huerto a trabajar. Sentía mucho que su único hijo se hubiese unido a los comunistas y atemorizara a terratenientes y empresarios, pero lo que más sentía era que conspirara contra los judíos.

En los últimos años, cuando yo le enseñaba a Stark un manuscrito o un libro antiguo, se sentaba, lo leía y luego decía: «Este libro le hubiera agradado mucho a mi padre». Por entonces, como si se hubiesen borrado de su vocabulario las palabras que había utilizado siempre, hablaba igual que lo hacían sus antepasados. En mi última visita mencionó todos los libros que yo le había proporcionado. Una vez estuvimos una noche entera leyendo La senda de los justos. Kron, un veterano miembro del partido y buen amigo de mi padre, le advirtió que hablaba como se hacía antaño en las casas judías, y Stark le contestó: «Amigo mío, mis antepasados, al igual que los tuyos, no eran salteadores de caminos sino trabajadores que vigilaban su conducta y daban limosna a los pobres. De jóvenes nos avergonzábamos de ellos y no veíamos la luz que iluminaba sus vidas, pero ahora ha llegado el momento de confesar la verdad y decir que eran honestos y trabajadores, y no olvidaban a los desdichados. ¿Qué queríamos de ellos, Kron?, ¿qué queríamos?».

En mi última visita, Stark estaba muy hermético y, cuando le mostré el libro Pirqe Avot que había comprado, dijo: «Es un libro importante que hay que leer con mucho detenimiento y humildad».

Cada vez que el látigo fustiga mi espalda, mi agenda se embrolla, pierdo el rumbo y olvido a las personas con las que debo encontrarme; y ahora estaba en una estación vacía y descuidada y mi mundo se había oscurecido por completo. El final del verano centelleaba sobre los árboles y la luz era suave, pero a mí esa época del año no me decía nada. Sentía el sudor de mi cuerpo y el cansancio que me recorría la espalda. Odiaba la maleta y todo lo que contenía. Mi cuerpo me arrastraba hacia el sueño.

Y cuando iba a cerrar los ojos, se acercó a mí una mujer, se inclinó y me susurró al oído: «Tengo una habitación no muy lejos de aquí, una habitación limpia y con bañera. Por cincuenta dólares estoy dispuesta a pasar toda la noche contigo. No te arrepentirás, créeme», me levanté sin ganas y la seguí.