VIII
El tren avanza y ahora está cerca del pequeño pueblo de Grünwald. Antes me apeaba y permanecía allí un día o dos. En el pueblo vive una pareja de supervivientes judíos que no tiene hijos. Los descubrí unos años después de la guerra, y desde entonces me alojaba siempre en su casa. Eran amables y admitían huéspedes, tenían una larga galería cerrada donde instalaban a los viajeros. Por las tardes nos sentábamos junto a la larga mesa y tomábamos té. Llevaban en su interior el dolor de los campos en silencio, sin palabras superfluas ni retórica. Él tenía unos cuarenta años y ella era algo más joven. Por su carácter tranquilo la gente iba a su casa, se quedaba un día o dos y se marchaba. Tenían una tienda de ultramarinos y una sección de menaje del hogar. Él se llama Mark y ella Rosa. Una tarde, cuando les dije cómo me llamaba, palidecieron y dejaron de hablar. Ese mutismo repentino y afilado me sacó de mis casillas, entonces me puse a hablar enfervorizado, con palabras que no eran mías, de mi padre y de mi madre, de que toda su vida habían sufrido por los demás. Mis palabras no les convencieron. Era evidente que mi apellido les había escocido.
Por la noche hice la maleta y sin decir ni una palabra me fui a la estación. En la estación vacía estaban tumbados dos borrachos que maquinaron contra mí y me ladraron como perros. Pude haberles pegado, pero, por principio, yo no pego a las personas. Y ahora, cuando el tren se detiene en Grünwald, me quedo en mi sitio. Desde la ventanilla puedo ver la tienda ampliada y los clientes al lado del mostrador y de la caja. Seguro que me han olvidado, pero yo no olvidaré las tardes que pasé en su casa. También ellos han quedado grabados en mí.
Ahora el tren sube hacia los espesos bosques de Grünwald. Ni siquiera en el mes de mayo la luz penetra en ellos. El tren entra en el túnel verde y el olor del musgo me devuelve a casa. En esta ocasión al sótano donde mi abuelo guardaba la leche. Cuando estaba a cargo de mi madre, me enviaba en verano en un carro a su pueblo natal, con sus padres. Ella no volvió nunca allí. Era un pueblo pequeño, cubierto de árboles altos, y la casa baja del abuelo parecía de lejos una especie de cabaña enclenque y olvidada en el corazón del bosque. Por supuesto era sólo una apariencia. En la casa había dos habitaciones grandes y una caseta adosada donde el abuelo se pasaba la mayor parte del día con sus libros. Era el rabino de los pueblos de la zona y al atardecer una muchedumbre se aglomeraba a su puerta. Eran judíos altos, envejecidos, con la fusta siempre en la mano y sus largas ropas oliendo a caballo. Las mujeres, también altas y fuertes, se sentaban en carretas cubiertas y amamantaban. Los niños debajo de los carros me parecían hijos de gitanos, tal vez porque correteaban descalzos.
Llegaban al atardecer. Los resoplidos de los caballos y los sonidos de las campanas rompían de pronto el silencio. Primero bajaban los hombres, permanecían un instante aturdidos y enseguida se dirigían hacia la puerta de la casa. Junto a la puerta parecían más torpes. Mi abuela hablaba con ellos en voz baja y volvían a los carros.
Durante horas observaba yo esa espera que continuaba hasta el anochecer. Veía a las mujeres arrodillarse y sollozar junto a los carros llenos de paja. A veces mi abuelo salía de su caseta y consolaba a los que sollozaban. Mi abuela era una mujer baja, introvertida, de movimientos cortos y rápidos. Su relación con la gente era tranquila y sin aspavientos. A veces ofrecía vasos de té a los que esperaban. Por la noche, los que aguardaban al rabino dejaban en el patio sacos de harina, hortalizas y botellas de aceite. Si su espera se prolongaba, mi abuelo salía al día siguiente de su caseta y les reprendía. Un rabino no es un terrateniente y sólo come lo necesario, se debe dar a los pobres, a los desdichados y a los enfermos, y hay muchos así por los pueblos. En ese momento mi abuelo parecía un profeta antiguo. Pero al parecer no les era de mucha utilidad a los desafortunados.
Los comisarios políticos del movimiento comunista de la región fascinaban a los jóvenes, les sacaban con artimañas de sus casas y luego los llevaban a los campos de entrenamiento. Los que destacaban, y eran muchos, eran enviados a la Unión Soviética. No servían de nada las súplicas, las oraciones ni la intercesión del anciano rabino. Huían de sus casas y no volvían. «¿Qué pecado hemos cometido?», decían alzando los brazos por la noche en el patio. Mi abuelo se quedaba en la puerta callado como una tumba.
Durante esos luminosos y largos veranos aprendí la oración de la mañana, de la tarde y del crepúsculo. Mi abuela las repetía conmigo. Se sabía las oraciones de memoria. A veces de tanto repetir me quedaba dormido en el porche. Mi abuelo casi no hablaba conmigo. Era evidente que no sabía hablar a los niños.
Mi madre, al acabar el verano, no preguntaba cómo me había ido o qué había dicho el abuelo. Yo mismo no sabía lo que me había producido el bosque. Por la noche me sentaba a mirar a esos hombres altos que se aglomeraban a la puerta de la casa. Había cierta impotencia en su aspecto robusto. Antes de ponerse en camino esperaban que el rabino les dijera algo, pero como no lo hacía, se quedaban marcando el paso como caballos atados. Mi abuelo, atendiendo a su turbación, salía de su caseta y decía alzando la voz: «La oración y la caridad acabarán con la fatalidad. Acercaos a los desdichados y dadles parte de los productos de temporada». Al instante se subían a los carros, lanzaban los látigos contra el lomo de los caballos y eran tragados por la oscuridad.
Cuando mi padre se enteró de mis visitas a casa del abuelo, de que iba a un sitio impropio de mi edad, dijo: «¿Por qué has ido allí?», pero enseguida se dio cuenta de que no era culpa mía, y culpó a mi madre de descuidar mi educación.
Cuando estaba a cargo de mi padre no iba al colegio. Mi padre no confiaba en la educación burguesa. Decía: «La educación burguesa corrompe la sensibilidad natural, es mejor para un niño estar cerca de los trabajadores, de ellos aprenderá lo que es la vida».
Casi todos los meses que estaba con mi padre me los pasaba en los trenes, en tercera clase, por supuesto, con todos los desdichados e infelices, atravesando pueblos, arroyos y bosques. Él amaba profundamente la esencia rutena y pronunciaba cada palabra en esa lengua como degustándola, como probando un pastel de miel. A los rutenos les impresionaba su acento, pero por supuesto adivinaban que no era de los suyos. En las filiales del partido mi padre gozaba de gran renombre. Era el presidente de todas las reuniones. Yo era un testigo mudo de todo lo que se tramaba en esas restringidas reuniones. Allí se planificaban los boicoteos y los incendios, y sobre todo se conspiraba contra los empresarios judíos que pagaban poco y tarde a sus operarios.
La vida en los establos, cerca de los animales, era mágica para mí. Quería mantenerme despierto y escuchar todas las palabras nuevas que se pronunciaban en esas reuniones, pero los intensos olores me golpeaban las narices, me encogía y me quedaba dormido.
Cuando yo tenía siete años, mi padre pasó a la clandestinidad y desde entonces, durante mucho tiempo, no vio la luz del día. Vivíamos en grutas, cuevas, casas abandonadas y graneros a las afueras de los pueblos. Durante esa época no conversaba mucho conmigo. Estaba tan entregado al trabajo que se olvidó de mi existencia. En lugares secretos organizaba las grandes huelgas, los incendios, las manifestaciones y todo lo demás. Entonces comprendí lo mucho que había aumentado su animadversión hacia los empresarios judíos. Consideraba las tiendas judías como el origen del mal y, sin dudarlo, ordenaba prenderles fuego. Entre los camaradas de la resistencia había varios judíos, pero se asemejaban a los rutenos, hablaban su idioma y hacían sus mismos gestos y, al igual que mi padre, odiaban a los comerciantes. Por esos años conocí el olor de la tierra y el aroma de la cebada y el maíz. Cada rincón era un lecho en donde acurrucarse. A veces mi padre se despertaba en mitad de la noche y preguntaba: «¿Dónde estás?, ¿no tienes frío?». Yo sabía que se trataba de una pesadilla.
Cuando le perseguían de forma implacable, me dejaba con algún campesino, como se deja a un animal dócil al que no hay que atar las patas. El campesino se iba por la mañana al campo y yo me quedaba en el patio. Por la tarde, cuando preguntaba: «¿Dónde está papá?», el campesino alzaba la cabeza, me clavaba una mirada de disgusto y decía: «¿Cómo lo voy a saber?». Cuando aparecía en mitad de la noche, mi alegría era infinita.
A veces se despertaba y decía: «Tienes que ir al colegio. Todo el mundo va al colegio». Eran unas palabras anticuadas que salían de su boca por error. Su opinión sobre el tema estaba muy clara: el colegio burgués destruye la mente y es mejor alejarse de él.
Le seguí durante meses. No hubo pueblo en la región que no volviéramos a visitar. A menudo sabía que el terreno en donde nos ocultábamos no era más que una pequeña y perdida extensión de tierra rodeada de pantanos y casi deshabitada. Ese trajín me hacía olvidar la cara de mi madre y la casa pobre y austera que teníamos en la ciudad. Cuando por fin volví a su lado, me lanzó una mirada llena de congoja.
—Cariño, ¿dónde has estado? —preguntó.
—Por los pueblos.
—¿Y no has ido al colegio?
—No.
Mi madre inclinó la cabeza. Sentí que mi transformación la hacía sufrir, pero no dijo nada, parecía haber comprendido que lo hecho, hecho estaba. Me negué a ir al colegio. En los viajes con mi padre me había acostumbrado a los lugares oscuros, y de pronto la luz me daba miedo. Esperaba la llegada de mi padre, pero él, por alguna razón, se avergonzaba de volver. Mi vida se fue reduciendo a sentarme en el patio o junto a la ventana. Mi madre intentaba en vano hablar conmigo. Las palabras que salían de su boca me resultaban extrañas y artificiales. Una vez le dije: «¿Por qué no hablas ucraniano?». Al oír mi queja inclinó la cabeza, como si esas palabras hubiesen vuelto a abrir una vieja herida.