XVIII

Entre Zwieren y Zwieren Alto sólo hay media hora de tren, y sin embargo el aire es completamente distinto. Zwieren Alto está asentado sobre una loma pelada y alejada de cualquier lugar habitado, y si no fuera por el tren que pasa a sus pies, es posible que nadie recordara su existencia. Lo descubrí hace muchos años y desde entonces no puedo pasar de largo. El tren llega hacia las doce, pocos viajeros suben o bajan. El andén lo dice todo de ese lugar: un andén desierto, sin servicios ni jefe de estación, como una capilla abandonada.

En esa ocasión el viento era frío, como si fuese a nevar, pero el ascenso no fue difícil. Cargué con la maleta con energía y a la una ya estaba sentado en mi sitio de siempre: un árbol con muchas ramas desde donde se ven los alrededores. Saqué los sándwiches y el termo que me había preparado August. Sus sándwiches tienen sabor casero, tal vez por el queso fresco, y su café fuerte y caliente me reconforta. Ahora la presencia de August parecía más poderosa. Saqué de la maleta la copa que me había dado. Era una copa sencilla, sin adornos, y las letras grabadas en ella eran, si se pueden calificar así, campesinas, sin pulir.

Hace años, a August le divertía su cuarta parte de judío, y cuando hacía alguna afirmación juiciosa decía: «No soy yo, es mi cuarta parte». A veces hablaba de esa cuarta parte como de una enfermedad juvenil ya curada. Sólo cuando mencionaba a su madre y su prolongado mutismo, sus ojos azules se llenaban de húmeda pesadumbre. Hace años, cuando le conté que tenía pensado ir algún día a Jerusalén, me dijo con la seriedad de un campesino:

—¿Vas a visitar la iglesia del Santo Sepulcro?

—August —dije—, soy judío.

—Se me había olvidado —dijo—, debería haberlo recordado —luego preguntó—: ¿Los judíos no creen en la resurrección de Jesús?

—No.

—¿Y en qué creen?

—En la Biblia.

—¿Y la Biblia no menciona a Jesús?

—No.

—¿Entonces que pretendía el cura con su sermón del domingo?

Las preguntas de August huelen a tierra. Sus antepasados eran campesinos y ha heredado de ellos la inocencia y la fuerza. Cuando habla de su padre, que trabajó la hacienda con sus propias manos, no se aprecia en él ningún rasgo judío. A veces me gusta más el campesino que hay en él que el débil cuarto de judío. Ese cuarto le entristece, y la tristeza no armoniza con su cara redonda.

Cuando la melancolía estaba a punto de aflorar, recordé lo que me había llevado allí, y al instante saqué la pistola de la maleta y la desenfundé. Ese burdo pedazo de metal me cautiva. Las alhajas y los manuscritos al final los vendo, pero ella me es fiel. Sólo Max conoce el secreto y siempre me provee de varios cargadores nuevos.

Después de disparar dos cargadores oí una voz que me llamaba. Era una voz clara y potente, y me agaché. Cuando volvió a llamarme me pareció la voz de Berta. Hace años la llevé allí para enseñarle el paisaje y la pistola. Al principio se emocionó, pero la emoción se convirtió enseguida en temor: balbuceó unas palabras ininteligibles y tuve que llevarla de vuelta a la estación, tranquilizarla y distraerla. Por supuesto no le mostré el arma. Entonces aún no conocía las fuerzas ocultas en ella. Ahora Berta se sienta en la ribera del río y absorbe el agua con los ojos. Sólo Dios sabe qué pensamientos anidan en su cabeza.

Limpié el arma. Cada vez que lo hago siento que mi vida se llena de entereza y el miedo a la muerte disminuye. Max me dijo una vez que el paso al otro mundo tenía que ser muy corto. Cuando le pregunté cómo se hacía eso, contestó: «Hay que entrenar». No hice caso de su comentario.

Al volver a desenfundar la pistola vi a Berta igual que la primera vez: una joven inmersa en el trabajo, con la cara tensa, como si su mirada estuviese pegada a un espejo mágico. No era hermosa, pero el estupor le confería a su rostro la belleza de quien está pendiente de sus secretos.

Eran las cuatro, el sol había bajado y ya besaba el horizonte. Volví a meter la pistola en la maleta y me apresuré a descender. A las cinco pasaba el último tren ómnibus y no podía retrasarme. Es extraño, después de disparar allí veo muchas caras. Todas las estaciones se unen, y los conocidos que viven a muchos kilómetros, judíos, medio judíos y enemigos, se mezclan unos con otros como si fueran parientes. La imagen pertenece a ese lugar y también esa vez la vi; sin embargo, por alguna razón, en esa ocasión eran personas cargadas con paquetes y hundidas en sí mismas, como si supiesen que ya no había escapatoria.