XIX
Desde allí debía ir directamente a Weinberg, pero me inquietaba la idea de estar acercándome al asesino y quise ver al rabino Simmel. A lo largo de los años había pasado mucho tiempo en su compañía. Ahora, el viaje sin su bendición me parecía una tragedia y, por tanto, me apeé en Sandberg.
La estación de Sandberg se parece a todas las estaciones pequeñas: cemento gris y una cantina agobiante. El rabino Simmel me acompañaba siempre y permanecía conmigo hasta que llegaba el tren. La espera en ese lugar desierto era muchas veces un momento benevolente para mí.
Nada más bajar del vagón supe que algo no iba bien. La única ventana de la cantina estaba cerrada y una potente farola iluminaba la estación. En los últimos vagones había unos caballos atados. Los caballos avanzaban a paso lento, indeciso, como si fuesen obligados a caminar sobre ascuas.
Entré en la cantina y pregunté por el dueño. Este me informó enseguida de que el rabino Simmel estaba muy enfermo y ya no salía de su habitación.
—¿Desde cuándo, querido amigo? —le pregunté al cristiano como un idiota.
—No lo sé —dijo en tono indiferente y altivo.
—¿Y dónde está el coche de caballos?
—A esta hora no hay, el cochero ha vuelto al pueblo —dijo mirando a un lado.
Me quedé en la estación iluminada observando a los caballos atados que estaban en la entrada de los almacenes, tenían la cabeza inclinada y resoplaban como si hubieran ascendido por una montaña. En ese instante tomé la decisión: aunque la maleta pesaba mucho, iría andando.
Hasta finales del siglo pasado había en Sandberg una comunidad judía, pero con los años los jóvenes se fueron yendo a las grandes ciudades y los ancianos, en sus viejas casas, fueron desapareciendo uno a uno. El rabino Simmel, que entonces era joven, permaneció allí para cuidar de los pocos ancianos que quedaban, de la sinagoga y de su gran biblioteca. Durante la guerra lo deportaron con los ancianos a los campos. Primero a Minsk y luego a los campos de trabajo, y desde allí lo enviaron a un pequeño campo de exterminio en Hungría. En el último momento se salvó. Cuando volvió a Sandberg después de la guerra se encontró con que, sorprendentemente, la sinagoga estaba cerrada con el mismo candado que él había puesto y la llave seguía en la hornacina que la protegía. Tenía intención de permanecer sólo un día, el tiempo necesario para visitar las tumbas de sus antepasados, y después unirse a los supervivientes que iban a Palestina, pero al encontrarlo todo igual sintió lástima de la sinagoga y de los libros y se quedó. Parece ser que una mujer que había trabajado durante años en las casas de los judíos había ido una vez por semana a limpiar la sinagoga y las habitaciones anexas. Los vándalos habían intentado varias veces prenderle fuego, pero la mujer los había amenazado con el castigo divino y se habían vuelto atrás. Murió unos días antes de que él llegara.
Desde entonces el rabino Simmel no se ha movido de allí. Si aparece algún judío errante, le da de comer, le aloja en una de las habitaciones y le enseña los libros de la biblioteca. Yo llegué en 1952, confuso, cansado y perdido.
Aceleré el paso para llegar antes de que oscureciera.
Me alegro de que hayas venido, me dijo con los ojos, de los que manaba una suave luz. Me senté a su lado y me dispuse a escuchar. Con los ojos me señaló una carta que estaba sobre la mesa. En la carta, entre otras cosas, ponía: «En la habitación contigua he preparado baúles de hierro, pon los libros en ellos y envíalos a Jerusalén».
Para sobreponerme le conté que tenía intención de ir a Weinberg y acabar con la vida del asesino. Lo que ocurriera después no tenía ninguna importancia para mí. Al oír esas palabras abrió los ojos, en ellos se podía apreciar que había captado algo de lo que había dicho. Era importante para mí que el rabino Simmel supiera que no había olvidado cuál era mi deber.
Entró el médico del pueblo y yo me fui a la otra habitación. El médico no preguntó nada y el paciente no se quejó. Ese silencio me hizo pegarme a la pared. El médico le atendió durante unos instantes y salió. A mi pregunta, «¿Cómo está el rabino?», contestó, inclinando la cabeza: «La salvación está en manos de Dios». Quise reprenderle, decirle que un médico no es un rabino, que de él esperamos pragmática, pero me contuve. El médico se adentró en la oscuridad y yo me quedé mirando cómo se alejaba.
Cuando entré en la habitación, los ojos del rabino Simmel estaban cerrados. Le hablé de Max y de August, y le rogué que no se preocupara, porque Max era generoso y apreciaba el lugar. El rabino pareció entender mis palabras y una sonrisa estremeció sus labios.
Salí y encendí la menorá de la sinagoga. Mi abuelo quería acercarme de pequeño a la oración, pero no supo cómo hacerlo. Mi abuela leía conmigo las oraciones y yo estaba seguro de que sólo las mujeres sabían rezar. Permanecí muchos días leyendo con el rabino Simmel. Su forma de leer era maravillosa, como si estuviese tocando y oliendo una fruta. Leímos el Pentateuco, tratados de la Mishná y Midrashim.
El rabino llevaba años escribiendo la crónica del lugar y la historia de la dinastía Simmel, que no había abandonado Sandberg durante cerca de setecientos años. Sus antepasados habían escrito muchos libros: halajá, ética, exégesis y cábala. Una persona podía pasarse allí una vida entera y no darle tiempo a estudiar más que una mínima parte de los tesoros que dejaron.
Hace unos años, cuando terminó el listado de los libros y preparó una bibliografía completa, quiso embalar los volúmenes y enviarlos a Jerusalén, pero desde el cielo le demoraron. Primero se puso enfermo y, cuando sanó, tuvo sueños aterradores: sus antepasados no aprobaban su decisión, luchó con ellos y al final vencieron. No envió los libros a Jerusalén y él tampoco se marchó. No era fácil conversar con él de ese asunto, pero de todo lo demás hablaba gustoso. A comienzos del siglo pasado se instalaron allí unas veinte familias judías. Las sólidas casas de piedra aún permanecen en pie. Cuando paseábamos por la noche me hablaba mucho de ellos, eran un espléndido grupo de comerciantes y eruditos contra los que conspiraban los alborotadores y a los que en ocasiones expulsaron, pero ellos regresaban y volvían a levantar las ruinas. Ahora sale humo de las casas, los campesinos preparan la cena y una densa calma sube evaporada de los prados. Así ha sido desde siempre.
Telefoneé a Max y le pedí que acudiera. Su devoción por el rabino Simmel es absoluta. Si tiene un rato libre vendrá y traerá frutas, verduras y productos lácteos. Al igual que sus antepasados, el rabino es vegetariano.
En ese momento me llamó. Señaló con los ojos los baúles de hierro y le prometí que embalaría los libros y con ayuda de Max los enviaría a Jerusalén.
Entretanto llegó Max. Una nueva luz brilló en los ojos del rabino Simmel, y los tres nos sentamos en silencio. De repente Max me preguntó:
—¿Has entrenado?
—He disparado dos cargadores —contesté, sorprendido por su pregunta.
—Hay que entrenar cada mes —su forma de hablar no era nada habitual.
—No tengo muchas oportunidades.
—Debes hacerlo —me dijo.
Jamás me había hablado en ese tono. Quise decirle, querido hermano, ¿por qué me haces sufrir en este difícil momento? Me miró con ira y dijo:
—Yo entreno una vez a la semana.
Esa misma noche murió el rabino Simmel. Max lloró y yo no supe cómo consolarlo. De pronto me salieron unas palabras impropias de mí:
—El rabino Simmel ha concluido su labor en este mundo y ahora se ha reunido con sus antepasados. Su vida ha sido pura y sin tacha.
No reaccionó ante mis palabras. Su rostro se oscureció y una nube se posó sobre su frente. Enterramos al rabino Simmel junto a sus antepasados y recitamos juntos la oración por los difuntos. Después fuimos a la cantina y tomamos un café insípido.
Tenía intención de hablarle de Nachtigal, pero me contuve. Sentí que tenía que cumplir ese deber sin pedir ayuda a nadie. El aspecto de Max en la cantina era aterrador. Grandes manchas se atrincheraban en su rostro y le temblaba el labio inferior. De repente se levantó.
—Debo irme a casa —dijo.
Quise retenerlo, pero se mantuvo firme en su decisión y no me hizo caso.