V
Cuando llegué por primera vez a Herben es de suponer que estaba cansado, mareado y atormentado por las pesadillas nocturnas. Recuerdo que no esperaba encontrarme nada en esa estación vacía y mísera, pero ocurrió un milagro. Precisamente ese lugar me obsequió con dos regalos: el taxista Marcelo, que desde entonces espera mi llegada cada año, y la bañera perfecta en la casa de huéspedes de Herben Alto.
Cuando el tren se detiene, Marcelo sale de su taxi y corre a mi encuentro, coge mi maleta y me hace sentar a su lado. Ese encuentro, que se produce una vez al año, el cinco de abril a las tres y media, siempre me conmueve. Ese italiano exiliado, en cuya compañía permanezco una hora o dos, me produce sin darse cuenta una sensación hogareña olvidada. Es como si volviera a mi ciudad natal. Nos sentamos en la cantina, intercambiamos impresiones y comemos unos sándwiches. El lugar no es elegante, la música es estridente, pero la compañía es agradable y el café fuerte y bueno.
Lleva años luchando con su exmujer, que le está exprimiendo a fondo. Conozco cada detalle de la historia. No ha experimentado ningún cambio con el paso de los años. El juicio se ha pospuesto una y otra vez y, cuando se celebra, debe interrumpirse porque los testigos no han comparecido, y a pesar de todo es como si Marcelo me contase noticias sensacionales. Marcelo, por su parte, recuerda todo lo que le he contado. Tampoco yo tengo grandes novedades, pero se alegra de cada detalle y espera que algún día me una a él y fundemos juntos una empresa de taxis.
Después vamos a Herben Alto, donde, en la modesta casa de huéspedes, me espera la bañera perfecta. La dueña, una anciana cariñosa, una francesa de Alsacia con buen gusto en el vestir, me informa al instante de que mi habitación está lista. Debo decir que no es una habitación especial, pero la bañera me devolvió la vida en una ocasión. Nunca lo olvidaré.
Llegué a Herben unos meses después del asesinato de Rollmann. Tras su muerte tenía miedo de todo el mundo, incluso de mí mismo. El tren me llevaba, aunque no a la velocidad deseada. Al final me quedé en Herben. Marcelo dijo: «Tienen una bañera que le gustará», ¿cómo conocía mis latentes deseos? Tenía la seguridad de que se estaba burlando de mí. No pasó ni una hora cuando descubrí que decía la verdad: la bañera no era grande ni suntuosa. Tenía los bordes cubiertos de baldosines azules, no era redondeada ni su tacto suave, pero sorprendentemente armonizaba con el tamaño de mi cuerpo. Se le pueden sacar muchos defectos, pero para mí es un refugio. Cuando me metí en ella por primera vez mis ojos brillaron y, desde entonces, cada año me renuevo en ella.
En Herben vi por primera vez desde que me separé de mi madre el largo y oscuro túnel que me había protegido durante tantos años. En tiempos de guerra la gente no piensa, casi no siente dolor, y durante muchos días después de la guerra las heridas tampoco se perciben. Se vive al día.
Sólo después del baño en Herben sentí el tiempo en mi cuerpo. No fue alegría sino algo parecido al alivio que sigue a una larga enfermedad. La memoria, que estaba adormecida en mis miembros, despertó y vi los bosques de Watra Dorna, adonde me llevó mi madre cuando tenía cinco años. Paseamos y cogimos setas de debajo de los altos árboles. Era otoño y el sol estaba bajo e iluminaba el bosque con una luz dorada.
En Herben recobré la memoria y desde entonces no ha dejado de manar. No sabía lo que estaba oculto en mi interior. Tenía quince años cuando me separé de mi padre y de mi madre y estaba seguro de que mi vida en territorio eslavo había llegado a su fin y de que, desde ese instante, vagaría de un lugar a otro: en Italia sería italiano, y si me dirigía hacia Austria, allí me sentiría como en casa. Mi madre me transmitió la lengua alemana con todos sus matices, poesía y prosa. Su lealtad a la lengua alemana no era menor que su lealtad al comunismo. Por las noches, antes de dormir, me leía poemas de Heine. Es posible que no entendiera nada, pero los sonidos fluían hacia mis oídos con suavidad. Entonces me separaba del mundo insomne y me deslizaba hacia un sueño profundo. Incluso en los malos tiempos, cuando ya estaba entregada a sombríos estados de ánimo y se servía una copa tras otra, cogía un libro y leía como quien se prepara para los días venideros.
Se iba matando día a día en su habitación y yo no lo sabía.
—¿Por qué no me has comprado un paquete de tabaco? —me decía de repente.
—No me lo has dicho, mamá —contestaba asustado.
—Perdona. Por favor, ¿podrías comprarme uno? —decía, entregándome un billete.
Tenía miedo de dejarla sola. Sus ojos me decían, tienes que acostumbrarte a vivir sin mí. Yo debo irme a otro lugar. ¿Dónde está ese lugar al que te vas?, volvían a preguntarle mis ojos. ¿Qué importa eso?, decía sin precisar nada más.
Durante su último año de vida dejó de leer y dejó de leerme también a mí. Su amiga Mina iba a verla una vez a la semana y se sentaban junto a la ventana. Yo no entendía de lo que hablaban, tal vez porque estaban mucho rato en silencio. Mina era su amiga de la juventud y le era fiel. Otras amigas se habían alejado de ella porque era comunista y por el rumor de que había participado en el asesinato del jefe de los servicios secretos. Sobre ese asesinato no me habló nunca.
Todo eso volvió a mí de pronto en Herben Alto. Tras la muerte de Rollmann mi cuerpo se fue encogiendo como en la época de la guerra. Cambiaba de tren continuamente, reduje mis estancias en hoteles y vivía de mis ahorros. Estaba seguro de que, cuando se me terminasen los dólares que llevaba cosidos al abrigo, se acabaría mi vida.
En Herben me quedo sólo un día. Hace años llegué a Herben muy cansado y quise permanecer un día más. Me equivoqué, y no volveré a repetir ese error. Durante horas mi memoria desvarió en mi cabeza como si quisiese ahogarme. Imágenes olvidadas de mi infancia lejana aparecieron ante mí como un mar de hielo. Desde entonces no me excedo, me quedo un solo día en Herben, ni uno más.