IV
Desde Prachthof continúo hacia el norte. El tren pasa por estaciones de pueblo sin detenerse. Gracias a Dios no tengo ninguna relación con ellas. Me siento en la cafetería y me tomo un café. Con una módica cantidad soborno al camarero y enseguida pone la emisora de música clásica. Incluso ahora me cuesta apartar de mi vista la imagen del rostro de Bella. Con los años se me ha hecho adulta, su rostro se ha formado y su cabello ha encanecido, pero el mutismo de sus ojos no se ha desvanecido. Una vez uno de los supervivientes me contó que la había visto en una tienda, una gran tienda textil, midiendo una tela para una cliente. «¿Preguntó por mí?», pregunté. «Preguntó», contestó. Desde entonces respira en mí con más fuerza. En mi imaginación ya no sirve a los supervivientes en la cocina del Joint sino que está en la tienda midiendo telas, su marido permanece junto a la caja amasando una fortuna y los jóvenes han engordado de tanta ociosidad, pero Bella no les regaña, sólo los mira y, cuando la sorprenden haciéndolo, se enfurecen y la reprenden con brusquedad.
Hasta hace cinco años estaba entregado a ese ritmo frenético, pero desde que me descubrieron una úlcera lo paso mal con tanto trajín. Tras un día de viaje necesito descansar urgentemente. Calmo mi estómago con comidas ligeras, no pruebo la carne frita y como mucho yogur, pero no dejaré de fumar. Sin un cigarro no soy nadie, me tiemblan las manos y pierdo la memoria. Se lo he dicho al médico y vuelvo a afirmarlo: no dejaré de fumar. Si tiene algún sentido levantarse por las mañanas es saber que hay un cigarro esperándome sobre la mesa. Si no fuera por el cigarro, ¿qué sentido tendría levantarse? Si una mujer me reprende porque fumo en la cama, corto toda relación con ella.
Estuve tres años dedicándome al contrabando. Tres años de trasiego ininterrumpido, peligro y miedo que olvidábamos llevados por el entusiasmo. Nadie preguntaba por qué, cuándo ni cómo. Era como si pretendiésemos una sola cosa: saquear todos los almacenes. Lo que no hicimos durante la guerra lo hacíamos ahora: nos movíamos con celeridad. En esos tres años logré amasar una cantidad considerable. Si la hubiese invertido bien, ahora tendría una gran fortuna.
Pero de pronto me abandonaron las fuerzas. Me pasaba días enteros durmiendo, despertándome y asomándome a la ventana. El vacío me llenó de pies a cabeza. Si no hubiese sido por las pesadillas seguramente no me habría movido. Las pesadillas eran la fuerza oculta que me empujaba de un lugar a otro. Me habría subido a un tren, recorrido dos o tres estaciones y cambiado de hotel. Las habitaciones de hotel no me dejaban dormir en paz. En un hotel el sueño es ligero o terroríficamente profundo. A Bella no volví a verla. Tenía miedo de su mutismo. Me parecía que estaba atrapada por una especie de locura. Preferí arrastrarme por las estaciones, cambiar de hotel y no volver a verla.
En una pensión me encontré con un superviviente, un hombre alto y con una elegancia antigua que me dijo: «Me resultas familiar, camarada». Cuando le dije mi apellido, sus labios se desplegaron en una sonrisa. Por su sonrisa también yo supe qué tenía algo que ver conmigo. Inmediatamente después, en la bulliciosa cantina, me confesó que se disponía a ir al sur para organizar las células destruidas.
—¿Quién queda con vida? —pregunté asustado.
—Pocos, pero leales.
La palabra «leales» se solía pronunciar entre los grupos clandestinos con los que se relacionaba mi padre. «Es leal», decía mi padre, y eso significaba que aquel hombre era un comunista convencido, que había participado en actividades públicas y también clandestinas, que había estado en la cárcel e incluso allí había demostrado su intachable fidelidad. Mi padre era un comunista convencido y dedicó su vida a organizar asambleas, huelgas y largos viajes. Casi nunca estaba en casa. Mi madre, llevada por la amargura, empezó a darle a la botella. En más de una ocasión me la encontré sentada en el sillón hablando consigo misma. Trabajaba de secretaria en una pequeña fábrica textil y así sacaba adelante la casa. Mi padre llegaba como un vendaval y luego desaparecía. Su vida en común no era feliz.
Evidentemente Rollmann conocía bien a mi padre. También él había sido uno de los principales organizadores del partido. Los comunistas judíos tenían rasgos característicos. Sus voces contenidas mostraban una gran fuerza de voluntad y siempre llevaban cazadoras de piel. Otra señal: la mayoría eran calvos.
Aquella tarde habló apasionadamente sobre la obligación de volver a levantar las ruinas, adoptar huérfanos, expulsar a los fantasmas, aplacar los miedos e implantar en el corazón de los hombres la fe en una vida mejor. Más tarde cambió su visión utópica y dijo en tono tajante:
—Hemos recibido la orden de hacer volver a los supervivientes al este. Palestina es una quimera y una tragedia.
—¿Cómo vais a hacer eso?
—Con la canción. Debemos conquistar las filas con la canción.
Desde pequeño conocía la fuerza que tiene la canción sobre las masas. Mi padre me llevaba a las asambleas de los trabajadores y allí cantaban canciones populares, himnos y fragmentos de óperas. A veces mi padre dejaba el campo judío y se iba a los barrios de los rutenos, allí no cantaban en las asambleas sino que pronunciaban discursos con voces aterradoras. Mi padre decía que los rutenos eran personas buenas y capaces corrompidas por la explotación, pero que cuando les quitaran el yugo del cuello también ellos serían ingenieros y médicos.
Al día siguiente salimos en el tren de la mañana hacia donde estaban los supervivientes. Era una playa llena de personas y barracones. Rollmann encontró enseguida un espacio vacío, algunas lonas de tiendas de campaña y cajas. El que siempre ha sido comunista sabe preparar los escenarios.
Esa misma noche apareció. Cantó en voz baja, como hablando consigo mismo. La multitud de refugiados, con velas encendidas en las manos, rodeó el pequeño escenario y le respondía con el estribillo. Poco a poco la canción empezó a sonar como una oración.
Tras el acto, uno de los supervivientes le lanzó unas duras palabras. «Yo no te perdono», gritó, «recuerdo tu discurso en Lvov. No se debe perdonar a los comunistas. Hay que colgarlos a todos».
La cara de Rollmann se contrajo, se quedó parado con la cabeza gacha. El hombre no dejaba de despotricar y recordar a los comisarios políticos que conquistaron a los jóvenes con promesas vanas, entristecieron a los padres ancianos y con huelgas llevaron a la ruina a las pequeñas fábricas de los judíos.
También al día siguiente la aparición de Rollmann fue impresionante. Cantó canciones populares y canciones alabando el trabajo, y canciones que traían a la memoria oraciones antiguas. Nadie molestó. Tras su intervención hubo un gran silencio. En ese momento me acordé de mi madre. También ella era una comunista convencida. Me contaron que tomó parte en el asesinato del general Porotzky, el jefe de los servicios secretos, quien había perseguido a los comunistas hasta el final. Los años, la soledad y la amargura la apartaron de la actividad cotidiana y se fue encerrando en sí misma.
Luego empezó a hacer calor y las ráfagas de viento en la playa quemaban. Los gendarmes italianos detenían a la gente y confiscaban las mercancías. Hombres de pequeña estatura corrían tras ellos para sobornarles. La vida en la playa transcurría de forma vertiginosa. Quien podía golpear, golpeaba. Nadie decía basta o silencio. Y había allí una mujer, alta y con el pelo suelto, que después de cada intervención de Rollmann le cogía de las manos y decía en yiddish lituano: «Nos has devuelto nuestra casa, camarada». Pero no todos estaban de acuerdo con ella. Había personas amargadas que alzaban los brazos y gritaban: «Comunistas a la horca, muerte a los bandidos».
Las amenazas no amedrentaron a Rollmann. El aire húmedo a veces ahogaba su voz, pero no dejó de hacer sus apariciones. Uno de los enclenques supervivientes le suplicó: «¿Por qué no te vas hacia el sur? Allí los supervivientes son más tranquilos. Aquí hay violencia y mucho odio». Era evidente que aquel hombre tenía miedo por él y quería salvarle de los vengativos. Rollmann no hizo caso de esas súplicas. Los comunistas veteranos están acostumbrados a las ofensas. Les gustan las penalidades. Las penalidades fortalecen la voluntad y forjan la capacidad de resistencia.
Después de la intervención volvía a la tienda de campaña, se tomaba cinco o seis vasos de té y se dormía. La mayor parte de la mañana la pasaba durmiendo. Su dormir, al igual que su existencia, era una mezcla de pragmatismo y secreto. Cuando cantaba, su rostro se llenaba de emoción, como si fuera un antiguo cantor sinagogal, pero en la tienda de campaña, junto a las cajas, parecía un artesano que conocía la escasez. Comía con moderación. Durante el tiempo que estuve con él me reveló muchas cosas, entre ellas algo que mi padre me había ocultado: la muerte del tío Mosés. El tío Mosés era el hermano pequeño de mi padre, comunista convencido y presidente de la Diputación provincial. En los terribles días de la persecución fue asesinado en su escondite. Yo sabía que su muerte no había sido normal, pero era la primera vez que oía hablar de asesinato.
Una tarde, mientras todos estaban ocupados bailando en la explanada o vendiendo sándwiches y limonada en la improvisada cantina, mientras todos hablaban de mil cosas, uno de los supervivientes se acercó a Rollmann y le dijo: «Los comunistas judíos han engañado a los jóvenes judíos, les han apartado a la fuerza de sus pobres padres, los han instalado en sucias viviendas y al final los han enviado a Rusia, directamente a las fauces del león. No los perdonaremos, no tienen perdón ni en este mundo ni en el otro». Lo dijo de carrerilla, como si se lo hubiese aprendido de memoria, y al final, sin previo aviso, sacó una pistola del bolsillo de su abrigo y le disparó a Rollmann a la cabeza.
El estupor fue general y nadie se movió de su sitio. Al cabo de unos instantes el terror se apoderó de todos. Rollmann estaba tendido en un charco de sangre. El asesino, un judío bajo, delgado y con una visera, estaba junto a su víctima murmurando: «Los comunistas han destruido al pueblo judío».
—¿Por qué lo has matado? —gritó uno de los supervivientes.
—¿Y aún lo preguntas? —contestó el asesino con frialdad.
Después llegaron los guardias italianos y le pusieron las esposas. El asesino caminaba sin decir una palabra y con cierta emoción en la cara.
Justo después del asesinato de Rollmann subí al tren y huí hacia el norte. El intenso dolor llegó con retraso, a muchos kilómetros del lugar de la herida. Soy un animal de tren. Siempre que el látigo cae sobre mi espalda, me subo a un tren y escapo. Sólo el vagón, el traqueteo rítmico, es capaz de aliviar mi dolor y adormecerme.
Qué haría yo sin ese ritmo turbador. Es cierto, una copa y unos cigarros pueden ahuyentar por un instante el temor de mi corazón, pero es sólo un alivio pasajero. Sólo el tren, sólo él, es capaz de aturdirme completamente.
Tras el asesinato de Rollmann viajé durante muchos días. En un momento de debilidad me dispuse a apearme en Prachthof, pero al levantarme y tocar la maleta apareció ante mí el rostro mudo de Bella. No sabía si ya estaba casada. De todas formas, no bajé. Cerré los ojos y no volví a abrirlos hasta que sentí el fluido de las ruedas debajo de mí.
A partir de entonces los días pasaron sobre los raíles con cierta celeridad, como si no fueran días sino ocasos. Era un sueño denso, con frecuencia perturbado de noche por martillazos. Odio a esos controladores despiertos que golpean las ruedas y siembran en la noche sonidos desagradables. Si no fuera por esos controladores negros, si no fuera por sus sonidos de hielo, yo sería otra persona.
En ese largo viaje se trazó mi vida. Aprendí a vivir alejado de los seres vivos, con desconfianza. Confieso que no confío en todos aquellos que están fuera del tren. Siento rechazo hacia ellos. Con el paso de los años he encontrado algunos amigos que me son fieles y me esperan, algunas mujeres, los hoteles normalmente se portan bien conmigo. Y hay algunos albergues cuyo silencio he aprendido a respetar, y a veces una ventana me sonríe.