XX

Mareado y vacío subí al tren ómnibus nocturno y me puse en camino. Enfrente de mí estaba sentada una mujer baja y gruesa con una sonrisa flemática en los labios. Le conté que hacía pocas horas había enterrado a un ser querido. Al oír eso, la sonrisa se trasformó en una mueca y se tapó la boca con la mano derecha.

—¿Dónde ha sido? —preguntó sorprendida.

—Aquí —dije, y al instante vi ante mí a los dos campesinos corpulentos que habían cavado la fosa y a Max, con kipá, apretando el libro de oraciones contra su pecho. Después del entierro nos adentramos en los campos cosechados, donde no había ni un alma, cruzamos el río y permanecimos de pie en una explanada desierta rodeada de árboles deshojados. Las largas piernas de Max eran más largas de lo habitual, tenía la cabeza un poco inclinada y la boca abierta, como si acabara de comprender que la vida pasa, que nuestros seres queridos fallecen prematuramente y que la pervivencia es difícil y carece de sentido.

—El maldito Sandberg —dijo la mujer con voz clara y desagradable.

—¿También a usted la han herido allí? —pregunté.

—Jamás volveré a Sandberg.

—¿Por qué?

—Porque allí todos me odian —su voz rugía como un animal que ha escapado de la jaula. El miedo fluía de sus ojos abiertos, balbucientes, y se notaba que hacía poco tiempo había estado en manos de los perseguidores.

—¿Tiene familia allí? —pregunté.

—Tengo tres hermanas, tres brujas que me hacen la vida imposible.

—¿Qué quieren de usted? —la interrogué.

—Que me case. Yo no quiero casarme. Quiero vivir como me plazca, sin marido y sin hijos.

—Es comprensible.

—Pero no para mis devotas hermanas. Creen que soy una libertina. Y no lo soy. Sólo busco un poco de tranquilidad. Eso es todo; tiempo atrás las mujeres así caían directamente en mis brazos. Una mujer que huye no exige nada, es sumisa y entregada, y sólo busca un poco de afecto, un sándwich y dinero para ponerse en camino. Después de pasar una noche con una mujer así se la olvida fácilmente, pero el desafortunado conflicto con sus hermanas hacía que la que estaba sentada enfrente de mí tuviese en la cara el gesto lastimoso de un animal abandonado. Sus cortos dedos, que parecían cercenados, le tapaban todo el rato la boca.

—No tiene por qué casarse —le dije.

—Lástima que mis hermanas no le oigan —esas palabras salieron de su boca pesadas y en bruto.

—Estoy dispuesto a explicárselo —dije.

Al oír eso empezó a llorar y a sollozar:

—Nadie me entiende. Ellas me persiguen como si fuese una liebre. Y no soy una liebre —su rostro desencajado reflejaba insensatez y dolor, y volvió a repetir—: No soy una liebre, no quiero que me persigan.

Le hablé como suelo hablar a las mujeres, con cierta zalamería e hipocresía, incluso le dije que era guapa. Mis palabras hicieron efecto: se secó las lágrimas y los rasgos de campesina afloraron con toda su tosquedad.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —preguntó.

—Soy buhonero.

Al parecer no comprendió el significado de la palabra, y dijo:

—Menos mal que no ha nacido en este maldito lugar. A mí me perseguirán durante toda mi vida.

—Dentro de un año o dos sus hermanas envejecerán y la dejarán en paz.

—¿Está usted seguro?

—Estoy completamente seguro.

Inclinó la cabeza como si fuese a arrodillarse, entonces la reprendí:

—No se arrodille. La vida es dura y maldita, pero debemos mantenernos erguidos. Eso es lo que nos hace ser personas.

Se turbó y pidió perdón.

Volví a acordarme de Max. Las palabras que me dijo al oído me traspasaron y ahora es cuando sentía su quemazón. Tampoco su marcha había sido normal. No dijo, vuelve lo antes posible, como era habitual en él, sino: «Debo irme». Como si le requiriesen en un lugar desagradable. Quise gritarle, no te vayas, quédate conmigo hasta que se te pase la ira. Pero por alguna razón pensé que no tenía derecho a retenerle y le dejé marchar.

Cuando nos acercamos a Steinberg me levanté y dije:

—Debo apearme.

—¿Me deja usted? —abrió sus balbucientes ojos.

—Debo apearme. Hay cosas que se deben hacer cuanto antes.

—Lástima —dijo atemorizada.

Me quité el reloj de la muñeca y le dije:

—Permítame darle este reloj, no es valioso, pero da buena suerte.

Se puso el reloj y empezó a besarme la mano con ímpetu, como demostrándome lo que su boca era capaz de hacer en momentos de excitación.