II
Hoy se han cumplido cuarenta años desde que fui enganchado a esos caballos de carreras llamados locomotoras. Si no fuera por el cansancio y determinadas mujeres no saldría de las estaciones. Con el paso de los años he aprendido a amarlas. Hay estaciones en las que se encuentran sándwiches exquisitos, un café estupendo e incluso un momento de verdadero descanso. Los andenes bulliciosos a veces dejan un silencio diáfano, pero hay que reconocer que con frecuencia mis estaciones rebosan de personas, paquetes, prisa y olor a abono químico, y es preferible quedarse fuera a esperar el siguiente tren.
Mi ruta dura un año y es redonda, o mejor dicho, ovalada. Comienza en primavera, se curva y llega a su fin a finales del invierno. Es una ruta de infinidad de estaciones, pero para mí tiene sólo veintidós, las demás no me importan. Las conozco como la palma de mi mano, llegaría a ellas con los ojos cerrados. Hace años el tren nocturno se saltó una de mis pequeñas estaciones y mi cuerpo dio la voz de alarma al instante. Confío en mi cuerpo más que en mi mente, él me muestra de inmediato los errores.
El veintisiete de marzo salgo de Wirblbahn en el tren de la mañana y comienza mi viaje. Prefiero ese tren al expreso que sale al mediodía. Los expresos me marean incluso ahora. La noche anterior a la partida la paso despierto, asomado a la ventana y esperando mi sentencia. Si el cielo está despejado, sé que ese año mi viaje será metódico y la gente amable conmigo, pero si el cielo está encapotado, tengo claro que el año será confuso, que los vándalos conspirarán contra mí y mis ganancias serán escasas.
Odio las supersticiones, pero qué le voy a hacer, en los últimos años se me han pegado como sanguijuelas. Vivo siguiendo unas señales, unos códigos cuyo significado sólo yo conozco. Me resulta difícil de asumir, sin embargo no se debe negar la evidencia: hay determinadas personas que me provocan alegría y ganas de vivir, y otras que, a veces sin querer, me deprimen completamente. Un taxista que me dice: «Sabía que llegaría hoy, por eso he rechazado a un viajero y le he esperado», me renueva de golpe. Es cierto que los taxistas me aprecian porque les doy una propina, pero no sólo por eso. A veces se sientan un rato conmigo en la cantina, recuerdan lo que les conté en mis visitas anteriores y se ríen de las nuevas bagatelas. En su fuero interno saben que pertenezco a su desdichada tribu.
A las siete de la mañana estoy preparado con mi maleta en la estación ferroviaria de Wirblbahn. Cada vez que me voy o vuelvo aquí me asalta el temor. Me flojean las piernas y la tensión se atrinchera en la boca de mi estómago. Sólo dos tranquilizantes consiguen aplacar la crisis. Debido entre otras cosas a ese pánico he intentado cambiar el punto de partida de mi viaje, pero hasta ahora no lo he conseguido, y voy a explicar por qué: en Wirblbahn, que no es más que una explanada con almacenes, varios puestos de vigilancia y un humilde albergue, en ese maldito lugar morí y volví a la vida. A esa estación perdida nos condujeron los alemanes y allí nos abandonaron. Estuvimos tres días encerrados y al tercer día el tren se detuvo. Las alas de la muerte se alejaron, pero nosotros no lo sabíamos, ya estábamos hundidos en el delirio de la muerte. A la mañana siguiente alguien descorrió los cerrojos y un haz de luz nos inundó. Esa fue nuestra resurrección. Aún la siento en mi cuerpo. Esa mañana comenzó mi extraña vida. A veces creo que todo está relacionado con aquella mañana. Ni la muerte ni la resurrección asombran. La gente no se alegró aquella mañana, todo el mundo se quedó sentado en su sitio.
Wirblbahn es para mí un capítulo mudo. Una persona creyente habla en cualquier situación, pero yo me quedo paralizado cada vez que recuerdo aquella resurrección. Eramos veinticuatro en total, algunos muertos y dos niños a quienes se les enturbió la luz de los ojos para no volver a brillar nunca. Estaban sentados junto a la puerta del vagón con las piernas estiradas y sin pedir nada. Era una amplia explanada que por alguna razón parecía un gigantesco cuadrado dividido a su vez en grandes cuadrículas, y los espacios entre ellas eran terrenos vacíos, desiertos, donde habían cortado cualquier cosa que creciera allí. Nos enteramos de que eran almacenes de provisiones en donde íbamos a trabajar.
Alguien me tocó el brazo y dijo: «Está bien, pero ya es tarde», y volvió al vagón. Recuerdo su mirada y el sonido de sus pasos. Sus pasos se hundieron en mí hasta tal punto que a veces me parece oírlos incluso cuando estoy en los brazos de una mujer entregada. Wirblbahn es una herida que no cicatriza. La siento sobre todo las noches cálidas de verano, es una herida que anida en secreto y despierta de pronto. Estaba seguro de que era una úlcera dormida, pero en los últimos años he descubierto que es el recuerdo de Wirblbahn lo que me produce esa tensión en la boca del estómago, y los dolores van en aumento. Me pasa sólo en verano y sólo por la noche. Una vez conseguí alejar de mi cabeza la imagen de Wirblbahn y el dolor cesó.
Y a pesar de todo vuelvo allí cada año, sin alegría pero con cierta puntualidad forzada, permanezco en el albergue dos semanas y el veintisiete de marzo me pongo en camino. Si encontrara a alguien me resultaría más fácil, allí no hay ni un alma. Los escasos vigilantes están dormidos o borrachos y el dueño del albergue es sordo. Durante la guerra luchó en el frente oriental y perdió el oído. No se avergüenza, ha colgado sus fotografías de la pared del albergue. Era sargento de división.
Hace unos años vi a un hombre dando vueltas por el patio del albergue y tuve la convicción de que estaba viendo a uno de los compañeros que habían resucitado allí conmigo. Por supuesto fue una ilusión, nadie vuelve a ese lugar, sólo yo y las sombras que llevo conmigo. Allí reina una infinita desolación. ¿Qué hago aquí?, me vuelvo a preguntar. Y así cada año.
Hace un año no pude resistirme y le escribí al dueño del albergue una nota:
—¿Dónde estuvo durante la guerra?
—Llegué hasta Stalingrado —contestó con letra clara.
—¿Y allí perdió el oído?
—Así es.
—Hitler engañó al mundo —escribí.
—No es cierto —contestó de inmediato.
—¿Por qué? —quise saber qué quería decir.
—Hitler quería exterminar a los judíos y lo hizo —explicó.
Como no le contesté, añadió con grandes letras:
—Era una importante misión y se llevó a cabo con éxito.
—Pero ellos siguen vivos —no pude resistirme.
—Error —contestó sin dudar.
Al revelarme sus secretos debería haberle matado. No hay nada más fácil que matar a una persona, pero por alguna razón no pude.
Al despegarse las ruedas de los raíles me prometí que no volvería allí nunca más, pero no se puede confiar en mis promesas, mi itinerario es cada año más fijo, está hundido en mi cuerpo y no admite protestas.
El viaje desde Wirblbahn hacia el norte no es duro, tal vez por la música. Una buena música me embriaga más que el coñac francés. Afortunadamente, en esa parte del camino no tengo necesidad de sobornar al camarero. También a él le gustan los cuartetos. Si no hay nadie en la cafetería nos sentamos juntos y nos embriagamos con las notas. Se llama August y tiene cinco años más que yo. Por supuesto participó en la guerra, pero no me atrevo a preguntarle dónde. La animadversión hacia los judíos es enorme, y tras dos o tres copas se reviste de duras palabras. Ya me he encontrado con personas sensibles, amantes de la música clásica, que no dudan en mostrar su animadversión hacia los judíos.
Nada más salir de la zona de Wirblbahn la tensión de mis hombros desaparece y me siento relajado. Aunque no del todo. Dos semanas en Wirblbahn dejan huella. No es fácil quitarse de la cabeza las formas geométricas, esas que se atrincheran en ti con todos sus ángulos. De las imágenes de Wirblbahn sólo me libero realmente en el pequeño Herben, allí me espera un baño caliente y estoy en remojo tres horas seguidas. Sólo los baños calientes pueden librarme de la melancolía. No cualquier baño, por supuesto. En los hoteles pequeños y perdidos sólo hay bañeras pequeñas y estrechas, y en otros sólo duchas. Es preferible el sudor corporal a una ducha estremecedora. Sólo en el pequeño Herben he encontrado una bañera acorde con mi cuerpo, sólo allí le doy un poco de descanso.