XXX

Llegué a tiempo a la estación. El expreso se detendría sólo en el lejano Salzstein, y era mejor así. Cuanto más se alejase, mejor para mí. Las frías luces de la mañana llenaban la estación y la gente permanecía junto a la ventanilla comprando billetes. Estaban en silencio y tranquilos. Tampoco yo tenía miedo. Compré un billete y entré directamente en el tren. En la cafetería hacía calor y el camarero me sirvió café y tostadas.

Antes Weinsberg era una de las últimas paradas de mi viaje. Me atrincheraba en una pensión y dormía varios días seguidos. Hace cinco años empezaron a organizar fiestas en las pensiones, o conmemoraciones, como las llaman allí, se emborrachaban, cantaban y rememoraban la juventud y la guerra. Yo no podía soportar tanta nostalgia y me dirigía hacia el sur. El desprecio era más fuerte en mí que la sensación de tener un deber que cumplir. Sólo cuando me enteré de que Nachtigal pululaba por los alrededores me obligué a quedarme. Una vez volví a mediados del invierno a ver a Stark. Se alegró mucho y pasamos varias noches leyendo el Kuzari. Él leía con emoción, explicaba y hacía comentarios citando diversas fuentes. No había duda de que ese hombre no era de este mundo y había vuelvo a nosotros por error.

Ahora también ese capítulo se había cerrado. Por supuesto, me había imaginado el asesinato de otra forma. Estaba seguro de que inmediatamente después me matarían o al menos resultaría herido, de que la gente furiosa me arrastraría por los caminos y poco a poco me desangraría hasta perecer. El hecho de estar vivo, sentado en el tren y untando mantequilla en la tostada, me producía la extraña certeza de que los temores eran infundados, de que dentro de unas horas acabaría la pesadilla y volvería a mi vida cotidiana. Pensar que en unas horas el tren se detendría en Salzstein borraba de mis ojos las imágenes de la mañana y me traía otras de años pasados, de cuando llegaba gente de todas partes a la cabaña de Stark y el yiddish se oía entre los árboles como antaño en las ciudades habitadas por judíos. Por un momento me pareció que también Stark había vuelto a una nueva vida y estaba junto a la puerta recibiéndolos con una sonrisa. Si Stark estaba vivo, todos estaban vivos, también Gisy, y yo tenía un sándwich asegurado, uno de esos sándwiches finos que nadie podía olvidar fácilmente.

Me tomé dos vasos de café. El líquido penetró en mis miembros y el frío que se había atrincherado en mi cuerpo se desvaneció. La fría luz de la mañana permanecía fuera, y en el vagón sólo entraban los cálidos rayos del sol.

Mientras estaba sentado pensando en la ruta anual que de repente se había quebrado, se acercó a mí un hombre bajo con un largo abrigo de invierno.

—Seguramente no te acuerdas de mí —dijo en nuestra lengua.

Enseguida me di cuenta de que era uno de mis contrincantes, y no me alegré de verle.

—¿Dónde nos hemos visto? —pregunté.

Enumeró los lugares, pero yo no me acordaba.

—Llevo años queriendo aprender de ti, pero no lo he conseguido. Siempre te adelantas. Ahora he decidido dejar esta región y emigrar a Israel. No voy a negar que emigro porque no me queda más remedio: las fuentes de ingresos se han agotado por completo y en los trenes hay hostilidad hacia mí, es mejor estar entre judíos desagradables que entre antisemitas.

—¿Te resulta duro abandonar la zona? —le pregunté.

—No tengo ningún medio de sustento aquí y, salvo esta ruta que recorro una o dos veces al año, no tengo nada. Y a pesar de todo me cuesta dejar esta nada —dijo con una leve risa, la risa de un hombre herido. Y añadió—: Antes este trajín me resultaba duro, pero ahora no puedo prescindir de él.

—¿Hace mucho que quieres emigrar a Israel?

—Te diré la verdad: no había pensado emigrar a Israel. La aglomeración de judíos me deprime, me agobia, pero ¿qué puedo hacer?, ¿adónde puedo ir? No hay que censurar al que actúa bajo presión, eso decíamos nosotros, ¿vosotros también?

El aspecto del hombre era lastimoso, y también lo que se desprendía de sus palabras, pero en ese momento, por alguna razón, sentí que era como un hermano, un hermano al que había ignorado durante años y ahora aparecía y decía de repente, soy tu hermano, no me ignores.

—Me alegro de verte —dije.

—Puedes estar orgulloso de lo que has logrado —dijo alzando la voz—, no todo el mundo consigue hacer lo que tú has hecho.

—¿Qué he hecho? —me asusté.

—¿Qué quieres decir?, has descubierto todas las alhajas judías, muchos manuscritos y libros, todo lo que llevaba años oculto en sótanos y desvanes lo has sacado a la luz. El pueblo judío no olvidará esa contribución.

—Lo he vendido todo.

—También yo lo habría vendido, pero yo no tenía qué vender. Yo sólo he encontrado sobras, bagatelas. Tú has encontrado lo fundamental. Tus adquisiciones están ordenadas en casa de Max, y llegado el día formarán parte del archivo histórico del pueblo judío. El pueblo judío no es polvo, es el pueblo del libro y lucha por sus objetos de valor.

A medida que hablaba se iba poniendo de manifiesto su infortunio. Quise gritar, cierra la boca y no remuevas cielo y tierra. Tus palabras me producen escalofríos. No eres un ser humano, eres un trasto viejo. Al parecer percibió la rabia que me quemaba por dentro y, sin decir nada, se hizo a un lado, se fue al vagón contiguo y desapareció de mi vista. Yo estaba tan cansado que me sumergí en un profundo sueño.