XV

Al día siguiente tenía pensado volver a Salzstein, visitar la tumba de Stark y aclarar qué había pasado con los libros y los manuscritos, pero estaba cansado, ofuscado y sin fuerzas para ir muy lejos. Le di a la mujer unos cuantos billetes más y me quedé durmiendo en su casa hasta el mediodía. Luego subí al tren ómnibus y me puse en camino.

Una noche con una mujer me aturde completamente. Cuando era joven, una noche así sólo me embriagaba un poco y de inmediato caía en brazos de otra. Hoy me basta con una no muy exigente para sumirme al instante en un profundo sueño.

Llegué a la estación a las dos. La mujer, cuyo nombre olvidé enseguida, quiso acompañarme. Se lo permití. Era más alta y grande que yo. En el andén me besó de forma teatral, como quien no tiene nada propio.

Al atardecer volví a Rondhof. El norte me sonríe más que el sur. Allí he hecho muchos contactos, la gente está cerca de mí y me ayuda. Por unos momentos siento que mi vida transcurre con un objetivo. Es cierto que hace años todo era más compacto, pero ahora también hay bastante gente trabajando para mí.

El dueño de la cantina, el señor Drucik, un hombre de origen checo, confirmó la noticia que me había dado la señora Braun, que Nachtigal había comprado una casa en Weinberg y la estaba reformando. Me alegré. Cada vez que mis emisarios le pisan los talones, siento que mi vida no está desperdiciada. El señor Drucik es un hombre afable con la gente, ama a los judíos y añora su patria. Le conté mi secreto hace unos años y, desde entonces, trabaja para mí. Aunque le pago, por supuesto, no son sumas considerables. Una vez se disculpó diciéndome que si su situación económica mejorase no aceptaría ni un céntimo de mí. Le creo. De momento su cantina es muy modesta y la clientela escasa. Antes su joven esposa le daba vida al local, sin embargo, desde que falleció de repente, ha envejecido, descuida la cantina y se pasa casi todo el día junto a la ventana fumando y tomando café.

Me alegró que, al igual que la señora Braun, y al parecer de una fuente distinta, también él descubriera que Nachtigal había comprado una casa en Weinberg y se disponía a vivir allí. Pedí una copa para celebra la noticia. Drucik me contó que en invierno había tenido la oportunidad de ir a Weinberg y ver la casa con sus propios ojos: una construcción de dos plantas rodeada de prados y bosque. Y para facilitarme la tarea me dibujó un mapa del camino desde la estación de Weinberg hasta la casa del asesino. Cuando me dio el mapa mis manos temblaron. Sabía que la espera estaba llegando a su fin y que la hora de la verdad se acercaba.

Pero de momento tenía varios asuntos urgentes: dejar la maleta en la pensión de la señora Hahn, bañarme y ver lo que había en el mercado. El mercado de Rondhof es el más grande de la región y dura seis días. Allí había encontrado tesoros y mi vida había comenzado realmente a mostrarse y ramificarse. Hace años iba a tientas como un ciego y ahora conozco todos los escondrijos, aunque lo fundamental es la intuición. Hoy sé lo que contiene un saco cerrado o una tinaja llena hasta el borde. Antes sorprendía a algún campesino preguntándole: «¿Qué lleva en el carro? ¿Por qué no expone en el puesto los objetos que tiene ahí?». Su respuesta era: «No valen nada, no son míos, son de mi suegra». Y así encontré una antigua Hagadá, ilustrada por un artista judío que había hecho un impecable y minucioso trabajo.

La señora Hahn siempre me recibe con buena cara, pero en esa ocasión se acercó a mí acalorada, me abrazó, me beso y me dijo: «Esta vez te has retrasado, querido amigo». La señora Hahn es una judía convertida al cristianismo. Sus padres, a diferencia de otros, se alegraron de su conversión y acudieron a su bautismo. Se iba a casar con el príncipe de Hohensalz. Una semana antes de la boda se descubrió que el príncipe, que había estado muchos años en París, se había contagiado de sífilis y estaba a punto de morir. La boda no se celebró, pero la señora Hahn siguió siendo cristiana, no se casó y vivía como una monja. No me ocultaba su afecto por los judíos, su propio pueblo. Cuando me conoció, me lanzó una penetrante mirada y dijo: «Judío, si no me equivoco». Desde entonces somos amigos. Para desayunar me prepara tostadas, un huevo duro, queso casero y un vaso de café. Cada vez que me lo sirve, dice: «Los judíos no comen carne por la mañana, ya lo sé». Y cuando me retraso por la noche, se enfada conmigo y dice: «A los hombres judíos, en el fondo de su corazón, les gustan las mujeres no judías, ¿eres tú como todos los judíos?». Recuerda muchas palabras de su infancia. Cuando está de buen humor, empieza a declamarlas una a una en el salón. Por la tarde se sienta a la mesa, sirve coñac para los dos, y dice:

—¿Qué tal está mi judío? Hoy parece triste.

—El judío no ha encontrado nada en el mercado. Ha estado tres horas buscando y ha fracasado en su intento.

—Los judíos nunca están contentos consigo mismos, y los demás tampoco están contentos con ellos.

—Pero tú los comprendes.

—Porque soy uno de ellos.

—¿Por eso conspiran contra ti?

—Yo conspiro contra ellos —dice entornando los ojos—, yo les recuerdo que Jesús era judío, estaba circuncidado y rezaba en la sinagoga.

—¿Y qué dicen?

—Aprietan los dientes.

Al atardecer, la señora Hahn prepara sopa de verduras y empanadas de queso y me habla de su juventud y de sus padres, tan pobres que no encontraron otra salida que la conversión de sus hijos. También su hermano pequeño se convirtió. A él le fue mejor. Se casó con una mujer rica y vive en el Tirol. Tiene muy poca relación con él, un telegrama o dos al año. Pero la herida latente, la herida que se niega a cicatrizar, son sus queridos padres. A los ochenta y cinco años los enviaron a Auschwitz. Ninguno de los vecinos pidió justicia. Cuando me habla de ellos su rostro cambia y se cubre de vejez. Una vez, en un momento de absoluta concentración, me dijo: «Debería haberme ido de este maldito país. Un país que envía a padres ancianos a los hornos crematorios es un país criminal que debe ser borrado de la faz de la tierra, como Sodoma y Gomorra». Para distraerla, le hablo de la gente que me encuentro por el camino. Palabras extrañas, palabras que no suelo utilizar, salen entonces de mi boca.

Al día siguiente volví a inspeccionar el mercado. Algunos de mis contrincantes se me habían adelantado. Era evidente que con los años también habían aprendido el oficio. Ahora era muy difícil encontrar un objeto de valor en esa desolación. Entré en la cantina de Drucik. Drucik estaba borracho como una cuba y balbuceaba palabras en checo. Al verme me abrazó y gritó: «Quiero mucho a este hombre. Aquí todos son depravados y tienen afán de lucro, Erwin es el único que no me pide nada, él siempre me da. Que sepáis todos que los judíos no sólo son más inteligentes, son mejores. Bebamos a la salud de los judíos. Son dignos de respeto, nobles, amantes de los libros, entre ellos ha habido médicos, escritores y editores ilustres. Me quito el sombreo y hago saber al mundo que respeto a los judíos. No me da miedo expresar lo que siento. Ha llegado el momento de hablar abiertamente».

Hablaba con entusiasmo, pero su aspecto era lastimoso. Tenía la cara enrojecida y babeaba.

—¿Por qué no nos sentamos, señor Drucik? —dije.

—Yo no me siento —contentó—, permaneceré de pie mientras me quede aliento.

Las últimas palabras me dieron miedo. Sentí el desconcierto y la animadversión que bullía en el local.

Fuera no había nadie a esa hora. Un poste gris estaba adosado a las columnas de cemento visto que sujetaban el techo de la estación.

—¿Qué hago aquí? —dije, y mis ojos se empañaron.

La melancolía me había atrapado allí más de un vez, y cuando eso ocurría mis miembros se crispaban y me inundaban olas negras. Me tomé dos pastillas y me arrastré hasta mi habitación, me tapé con la manta y me cubrí la cabeza con una toalla. Estuve un día entero sin salir de la cama.

Al día siguiente, la señora Hahn llamó a la puerta y gritó: «Te he traído algo de comer. No se debe dormir sin comer». Conoce mi debilidad. Cuando la melancolía va a ahogarme, ella aparece, me da la mano y me saca del fango, luego me dice: «No debes estar aquí. Este lugar te sienta mal, deben de ser los olores del otoño, o quizá los abonos químicos. Vete en paz y olvídame». Eso me dice siempre, y eso hizo también esa vez, pero en esa ocasión había un temblor en su voz que me asustó.