XXIX
Permanecí horas de pie. Cuando me sobrepuse estaba aterido de frío. Me sorprendió haberme dejado llevar tan fácilmente por el entorno. Recordé que un pensamiento me había mantenido todo el rato ocupado, un pensamiento ardiente que había estado dentro de mí durante toda la noche y que al final había tocado un nervio doloroso, pero no sabía de qué pensamiento se trataba ni adonde conducía. El frío dominaba todo mi cuerpo e intenté vencerlo.
Empezó a despuntar el día y los ladridos de los perros cesaron. Grandes bloques de oscuridad caían de los árboles. El dolor abandonó mi cuerpo. Conocía ese dolor desde que era joven y estaba contento por haber conseguido mantenerme toda la noche vigilante, sin dormirme.
Y mientras iba clareando vi que un hombre se acercaba a mí. Caminaba despacio con un macuto al hombro y apoyándose en un bastón. Me pareció un lechero que se había levantado temprano, pero como no llevaba nada en la mano me imaginé que era un repartidor de periódicos. Me levanté y le seguí con la mirada. Andaba como un anciano, le costaba respirar y se detenía cada pocos pasos. Al acercarse vi que el macuto no estaba lleno, y sin embargo le pesaba. Iba encorvado y con la cabeza inclinada. Entonces me pareció que se dirigía al centro comercial, pero sorprendentemente se encaminó hacia la casa de Nachtigal.
Sin perder tiempo bajé, me acerqué a él y dije:
—Buenos días, coronel Nachtigal.
—Muy buenas —contestó, mostrando una boca desdentada.
—Le doy la bienvenida en nombre de los vecinos.
—Gracias —dijo.
—Estamos muy orgullosos de usted —las palabras salieron de mi boca como si me las hubiese aprendido de memoria.
—Me cuesta caminar —dijo, abriendo la boca sin aliento.
—Pero si camina usted como un veterano soldado.
El anciano sonrió, me miró perplejo y preguntó:
—¿Dónde se puede comprar leche aquí?
—En la tienda de ultramarinos, arriba, allí encontrará todos los productos lácteos que quiera —intenté parecer un lugareño.
—Todo ha cambiado aquí —dijo.
—¿Cómo, señor?
—Todo esto pertenecía a la hacienda de mi padre. Mi hermano mayor, que en paz descanse, era un despilfarrador y vendió la hacienda por cuatro perras. Yo estaba en la guerra y no pude ocuparme de los negocios familiares.
—Aquí se recuerda su servicio con orgullo.
—¡Bueno! —dijo, hizo un gesto desdeñoso, y tragó saliva.
—¿Cuándo se va a venir a vivir con nosotros?
—Pronto, por ahora estoy en casa de mi primo Fritz. Tiene ocho años más que yo y le cuesta mucho andar por la mañana.
—Pero usted camina muy bien.
—No como antes —dijo, mientras algo de vigor volvía a su rostro. Se apoyó en su bastón como si se dispusiese a marcharse, pero cambió de idea y añadió—: a un cuerpo viejo le cuesta soportar el frío.
—Es una casa bonita —dije.
—Desde que murió mi esposa la vida ha dejado de tener sentido.
—No hay que tirar la toalla —dije lo que se solía decir por allí.
—Es cierto, pero hay días en que no se tienen ganas de nada.
—Eso no les ocurre a los soldados veteranos.
—Un soldado veterano también es una persona, ¿no cree? También él envejece y es desdichado —dijo sonriendo, y enseguida añadió—: llevaba años queriendo volver al paisaje de mi infancia. Estaba seguro de que pasaríamos nuestros últimos días juntos, pero mi esposa falleció de repente y me dejó solo. ¿Qué sentido tiene una casa nueva si no hay con quién hablar? Las paredes pueden sacar a una persona de sus casillas.
—Coronel Nachtigal, sus subordinados vendrán a visitarle, ¿no?
—Hoy día uno se olvida hasta de su padre y de su madre.
—Pero no de su comandante.
Al parecer no esperaba un cumplido así, me lanzó una mirada melancólica y dijo:
—Así será.
En ese instante era difícil imaginar que ese hombre llevara antes uniforme, gritara, maltratara y disparara a las personas como a perros sarnosos. Se sentía completamente desgraciado y era evidente que ningún cumplido podía aligerarle esa carga.
—¿Cuántos años lleva viviendo aquí? —me preguntó de pronto.
—Muchos.
—Yo, muy a mi pesar, tuve que alejarme, y no por mi culpa, de este lugar —las ligeras torsiones de esa frase ponían de manifiesto que ese hombre aún no había dado rienda suelta a sus pensamientos.
—Esta tierra es muy querida para todos nosotros —intenté darle un tono sentimental a mis palabras.
—Señor —alzó la vista hacia mí—, estas regiones son la verdadera Austria, el resto lo han echado a perder.
—Es cierto —ratifiqué.
—Como solíamos decir en el instituto, mens sana in córpore sano, ¿no cree? —se rió. Era una risa de anciano cuya memoria se va debilitando y se alegra de cada detalle que recuerda.
Me desconcertó mi indiferencia, pero pese a todo no desfallecí y dije:
—No todo salió bien, pero no perdimos la guerra.
—Pienso lo mismo que usted —sentenció.
—Entonces, ¿de dónde procede tanto derrotismo?
—De América. Todas las cosas malas vienen de América. Todos los desechos humanos se reúnen allí, y todas las ideas enfermizas vienen de allí —esas pocas frases le hicieron erguirse y al instante se pudo apreciar que ese hombre, de joven, había servido en el ejército—. Necesito leche. ¿Dónde está la tienda? —recordó.
—Justo en la cima de la colina.
—Antes la gente tenía establos y vacas. Ahora todo es cartón —dijo, moviendo la mano en señal de despedida.
Si no hubiera sido por ese gesto tal vez no le habría herido, pero ese gesto, más que todo lo que había dicho, me recordó la cordial relación de Nachtigal con sus jóvenes subordinados en el campo y cómo les influyó esa amistad. Les cuidaba como un padre o un hermano mayor, y en poco tiempo los convirtió en seres tan crueles como él.
Él se alejó y yo abrí la maleta, saqué la pistola y la dirigí directamente a su espalda. El primer disparó le hirió, pero no se tambaleó. El segundo le hizo caer con los brazos extendidos. Volví a enfundar la pistola, la dejé en la maleta y a paso ligero me alejé del lugar.
Conocía bien el bosque de la época en que me servía del atajo entre Steinberg y Weinberg. Era completamente de día, y en la carretera principal no se oían ni gritos ni sirenas. Me abrí paso sin esfuerzo. Mis brazos y mis piernas actuaban al unísono, pero mi cabeza estaba vacía, como después de una noche de borrachera.