XVII
El uno de octubre abandoné la fortaleza de Max y me puse en camino. Había ciento veinte kilómetros hasta Weinberg, y allí estaba el asesino a punto de inaugurar su nueva casa. La semana en compañía de Max me había hecho olvidar mi deber. Max me conquista fácilmente, es agradable y generoso, y me hace sentir que comparto con él un gran secreto. La verdad es que es él quien costea la mayoría de mis viajes. Si no fuera por Max llevaría ya mucho tiempo hundido en alguna tienda oscura, contando monedas como un mendigo. Me paga al contado y me da algo de más. Cuando salgo de su fortaleza llevo los bolsillos llenos de marcos y dólares. Sé que tiene un gran patrimonio y que está asegurado, y por tanto no hay que compadecerse de él, sin embargo, su absoluta y pertinaz entrega a la colección me emociona.
Ese año la despedida no me resultó fácil. Podría haberme quedado una semana más, pero no lo hice. De camino a Weinberg tenía varias cosas que hacer y debía prepararme para la inevitable batalla. En la estación ferroviaria sentí que me flojeaban las piernas. Tuve la sensación de que mi vida se acercaba a un callejón oscuro. De pronto pensé con angustia en las personas que me habían hospedado y adoptado, y sobre todo en Max, que había arreglado para mí una habitación amplia y confortable. Ahora me parecía que también él estaba en peligro.
Y mientras mis pensamientos se ensombrecían, apareció el tren, se detuvo y subí como si estuviese fuera de mí.
De inmediato fui a la cafetería. El camarero me reconoció y puso la emisora de música clásica.
Me senté junto a la ventanilla y el rostro de Max volvió a aparecer ante mí. La tarde anterior habíamos estado en el café tomando unas copas. Le hablé de Berta y de su nostalgia por su ciudad natal. Max me confesó que desde hacía años sufría un terrible insomnio y tenía en mente ir a Sadigera a visitar las tumbas de sus antepasados y pedirles perdón. Su decisión era firme, pero diversos asuntos insignificantes le habían impedido realizar el viaje. Al final enfermó, le operaron y todo salió bien, sin embargo no se marchó. Desde la operación no volvió a tener insomnio, pero a veces unos terribles dolores lo despertaban al amanecer. Las palabras salieron de su boca con suavidad, y por primera vez me di cuenta de que también él, ese hombre tan elegante, pertenecía a nuestra familia errante, a la familia que convierte el día en noche en ese lugar desolado para adormecer la pertinaz tristeza. Aunque, al parecer, su lucha era distinta. Sus ilustres antepasados le declararon la guerra y le hicieron sufrir. Esa misma noche mencionó explícitamente los espíritus y fantasmas que le acechaban en cada esquina y conspiraban contra él. Eran especialmente duros por las noches, cuando su poder era absoluto. Y también me habló de su mujer, que sentía un odio incontenible hacia los judíos. Durante los primeros años de matrimonio su animadversión tenía la gracia de la provocación, pero el último año era la maldad personificada, y hasta le amenazó con prender fuego a la colección.
Hace años, después de una semana en casa de Max, me subía al tren ómnibus e iba directamente a ver a Brunhilde. Pero en los últimos tiempos Brunhilde ya no es la que era: su belleza se ha marchitado, gruñe e insulta a sus dos maridos por haberla desposeído de sus bienes, llama a los judíos seres débiles y amenaza con hacer pública la degeneración de Max. El tren pasó junto a su casa y no sentí pena ni arrepentimiento.
El tren se detuvo en varias estaciones en donde me gustaba pernoctar, pero me contuve y no me apeé. Me dije que tal vez encontrara a una mujer entregada o alguna alhaja, pero eso me desviaría de la ruta y debía llegar lo antes posible a Weinberg. Sin embargo, cuando el tren se detuvo en Zwieren no pude evitar bajar.
En Zwieren había a mediados del siglo pasado una comunidad judía pequeña pero muy asentada. Con los años se fue dispersando y las casas y la sinagoga fueron abandonadas, pero milagrosamente aún quedaban en pie tres casas y las ruinas de la sinagoga. En el mercado del lunes encontré hace años un cazo con una inscripción en hebreo que decía «Leche». Las letras hebreas en esos lugares remotos me conmueven, pero mi mayor descubrimiento en Zwieren fue August, tiene un cuarto de judío. Por ese cuarto ha sufrido durante toda su vida y aún no han dejado de recordarle su tara. Es un hombre alto y fuerte que por sus gestos parece un auténtico campesino. Cuando descubrió que yo era judío se alegró mucho y me invitó a su casa, y desde entonces, cada vez que vengo a Zwieren, me alojo allí. Nos quedamos hasta muy tarde tomando té y coñac. Durante la guerra enviaron a su anciana madre, que era medio judía, a un campo de Alemania para mejorar los modales. Regresó de allí delgada y arrugada, y hasta el fin de sus días no volvió a hablar.
Bajo los efectos del coñac habla del cuarto de judío que hay en él con cierto orgullo oculto, como si fuera una enfermedad de personas especiales, y desprecia a todos aquellos que han conspirado contra él desde su infancia. Desde pequeño su madre le protegió y su padre incluso pegó a dos chicos por haberle insultado. Durante la guerra no lo llamaron a filas, sino que le hicieron intendente en un puesto de bomberos del sur de Alemania, no muy lejos del campo para mejorar los modales donde su madre, la medio judía, estaba presa.
Ahora August tiene setenta y cinco años, y aún está sano y erguido. Por la tarde dimos un paseo por el pueblo. Me volvió a enseñar las casas judías y las ruinas de la sinagoga, y mientras tanto me confesó que tampoco sus dos hijos le mostraban demasiado afecto, y sólo le visitaban en su cumpleaños.
Nos tomamos varias copas. Le hablé de mis viajes pero no de Nachtigal, sólo insinué que me esperaba un año decisivo. La alegría de su mirada se desvaneció y la pesadumbre se instaló en sus ojos. Al final me dijo en un tono medio de guasa:
—Viviremos eternamente, pero, a pesar de todo, quiero darte ahora algo que me pertenece. Este objeto, o como quiera que lo llames, es una herencia de mis antepasados judíos. Me lo dio mi madre y lo he guardado todos estos años. Lo cierto es que me ha agobiado durante todo este tiempo. Ha llegado el momento de ponerlo en las manos adecuadas.
—¿Por qué yo? —me sobresalté.
—Porque eres judío, ¿no es así?
—No un judío creyente.
—Pero judío.
Quité el envoltorio y lo vi: una copa para la bendición del vino con la inscripción «Shabbat Santo». Volví a cubrirlo con el paño de terciopelo y quise decir, no tengo casa propia donde dejarlo, pero la emoción paralizó mi lengua. Me miró como un campesino que ha vendido su fiel animal a un tratante de ganado.
—¿Por qué me das esto ahora? —las palabras salieron de mi boca.
—No quiero quedármelo. Ya es suficiente —alzó un poco la voz.
Incliné la cabeza.
—Seguro que lo comprendes —dijo—, no puedo mantenerlo conmigo por más tiempo.
—Yo lo cuidaré —dije en voz baja.
—He cumplido con mi obligación. Ahora ya no es responsabilidad mía, gracias a Dios.
—Yo lo cuidaré —repetí, y quise escapar.
El tren se acercaba y me despedí de él apresuradamente, como si el suelo ardiese bajo mis pies.