XII

Conozco Gründorf y los pueblos de alrededor como la palma de mi mano. A veces permanezco allí hasta el otoño. En ocasiones me alejo hasta las montañas. Es verdad que no siempre encuentro lo que busco, los mercados normalmente son míseros y deprimentes, pero el paisaje en esa época compensa. Entre un pueblo y otro se encuentra todo lo que el alma de una persona necesita: cielo azul, prados floridos y árboles plantados a lo largo de los caminos. El silencio me envuelve y olvido la úlcera que me carcome, pero no el rostro de Berta. Ahora que se mortifica lejos, en la ribera del río, suspiro por ella más de lo que puedo soportar.

Entre un pueblo y otro saco la botella de coñac y bebo para expulsar de mi interior los nubarrones y los destellos de terror. Sin coñac, las imágenes de Wirblbahn vuelven a mí, veo de nuevo el espanto de mi resurrección y la vida deja otra vez de tener sentido. Pero si la suerte me sonríe, encuentro tesoros dondequiera que voy. Hace siete años volví a la estación con dos mochilas repletas. Encontré de todo: palmatorias, dos candelabros de Januká, montones de copas y, lo más valioso de todo, libros. Un campesino me mostró una gran pila de libros viejos que estaban dentro de una vieja cuba. Enseguida me di cuenta de que eran tesoros de inestimable valor. Para no despertar sospechas, le compré también otros objetos.

Y realmente encontré un gran tesoro. Entre otras cosas había un libro de oraciones del siglo XVII: los márgenes estaban corroídos, pero la grafía era clara, el pergamino estaba bien conservado y en la cubierta había consejos médicos escritos con letra clara, así como la fecha de la muerte de varios familiares y garabatos, lo que significaba que algunos niños habían estudiado con ese libro. Mis conocimientos de lengua hebrea y aramea eran escasos, pero mis peculiares negocios me obligaron con los años a aprender. Al principio compraba y vendía sin saber de qué se trataba, hasta que el rabino Simmel, del que hablaré más tarde, me instruyó. Fue hace muchos años, cuando comencé mi búsqueda, o mejor dicho, cuando me perdí por los laberintos. Una vez, en un anticuario de un pueblo italiano, compré por casualidad una Hagadá ilustrada. Los dibujos estaban muy borrosos, pero las letras conservaban su colorido. Cuando se la enseñé al rabino Simmel, se echó las manos a la cabeza y gritó: «Del siglo XIII».

Me pagó una cantidad razonable por la Hagadá y le prometí estudiar hebreo. Sólo cumplo en parte esa promesa. La maleta pesa mucho con el diccionario de Grozovsky, y por las noches estoy cansado. Es verdad que llevo en la maleta varios libros y a veces me intereso por ellos, pero sólo consigo estudiar de verdad con el rabino Simmel.

El tesoro que he mencionado incluía libros valiosos y raros: libros de cábala y de exégesis. Cuando los puse encima de la mesa, el rabino Simmel me abrazó y gritó: «Son un tesoro, son un gran hallazgo. Escribiré a Gershom Scholem a Jerusalén y vendrá a visitarme».

No todos los años me sonríe la suerte. Hay años que me destrozo los pies yendo de un mercado a otro y no encuentro nada que merezca la pena. En los puestos se exponen libros de texto rotos y sucios, los almacenes están repletos de muebles carcomidos, y viejos caballos, destinados a la venta, permanecen hacinados junto a los establos mientras sus dueños, llevados por la desolación, los golpean sin piedad.

Entonces, sin escapatoria alguna, huyo hacia el agua, me siento al borde del lago y observo el vuelo bullicioso de las ocas salvajes. No siempre da resultado. Cuando la melancolía me atrapa en el campo, necesito aturdirme al instante. A veces, sin más remedio, me tomo una botella entera, me emborracho y me quedo hecho un guiñapo.

Tras siete u ocho horas durmiendo de un tirón, me despierto, abro los ojos y una especie de claridad se expande ante mí como un horizonte, entonces toda la región, sus colinas y sus valles, parece estar en la palma de mi mano y oigo una voz que me dice: «¿Por qué no vas a Jugendorf? Allí no hay mercado, pero en la plaza de la Diputación ponen objetos y libros a la venta. Ve allí». Esa voz nunca me ha fallado. Hace dos años encontré en Jugendorf un par de palmatorias, no eran antiguas, pero su belleza me cautivó al instante.

Y así llevo años vagando. Mis contrincantes también se encuentran por la región, y a veces tropiezo con alguno de ellos. Sus hallazgos no son tan buenos como los míos. Se equivocan, y al final les veo desesperados, tumbados debajo de algún árbol.

Evidentemente cada vez hay menos alhajas, y es de suponer que dentro de unos años no se encontrará nada, pero no me preocupa. Mis hallazgos no sólo me sirven para ganarme la vida, también me hacen estar en tensión. La sensación de llegar al lugar adecuado, descubrir y comprar me atrapa por completo. En ese frente soy un soldado de los pies a la cabeza. Con los años he aprendido a escucharme, a seguir mis instintos y a dejarme llevar por mis pies directamente al lugar del secreto. Es un arte que he desarrollado yo solo y cuyos resultados consiguen sorprenderme una y otra vez. Así he descubierto en sótanos húmedos objetos de Pésaj decorados con grafía hebrea, copas y palmatorias. Y en mercados remotos, a primera vista alejados de toda civilización, he encontrado libros antiguos y manuscritos. El rabino Simmel me dijo una vez que llegaría un día en que se hablaría de mis hallazgos como se hace de la Genizá de El Cairo. Por supuesto, el entusiasmo le hizo exagerar, pero el deseo de ser el primero en descubrir algo me libera de mis tinieblas y, cuando lo encuentro, mi alegría no tiene límite.

Hace años el rabino Simmel me dijo que si esta zona se quedaba sin alhajas, sería conveniente que me dirigiera a otro territorio, a Alemania, por ejemplo. Espero que mi instinto para encontrar, adquirido con tanto esfuerzo, continúe también allí. Me doy cuenta de que la edad no es un inconveniente. Al contrario, ahora descubro escondites con mayor facilidad. De esta capacidad oculta no he hablado con nadie, ni siquiera con Berta. Sólo el rabino Simmel conoce el secreto.

Pero, al fin y al cabo, la oscuridad es mayor que la luz. Tal vez se pueda decir, más larga. Cuando la oscuridad cae sobre mí, me encuentro perdido y enfermo en este desierto verde. Y eso tiene una razón real: el olor de la vegetación en esa época, sobre todo el olor de las amapolas, me asfixia. Aparentemente no hay un aire mejor que el de Gründorf, y durante los primeros años que estuve aquí ni siquiera sabía lo que me lastimaba, pero ahora lo sé: es un olor sutil que desprenden las amapolas, un olor inodoro, un olor sin una fragancia definida y que afecta directamente al sistema nervioso. Antes intentaba huir rápidamente del lugar, pero me di cuenta de que una huida rápida no era la solución. Al contrario, la carrera acrecienta su efecto. Por tanto elijo las montañas, un lugar más allá de los vientos, sólo allí el olor disminuye. Me di cuenta de que todo se debía a un tubérculo. En una estación sin amapolas tengo éxito. Mis sentidos no se embotan y, al ir a la par que mis pies, llego a los lugares a los que debo llegar.

Y a veces, cuando las tinieblas se reúnen, saco la pistola de la maleta y disparo todo el cargador al aire. La encontré en Wirblbahn justo después de la guerra. Si el destino me pone delante a Nachtigal, le dispararé en silencio, sin preguntas y sin rencor. Incluso en sueños me preparo para ese momento.

Después de los disparos me siento, limpio el arma y la observo largo rato. Presiento que me servirá en el momento oportuno. Por cierto, sólo le he contado a una persona que tengo un arma en mi poder. Una vez, en un momento extraño, Berta me dijo en tono preocupado: «¿Por qué no tienes una pistola? Vagas por los caminos y conviene que lleves un arma para defenderte». Estuve a punto de revelarle el secreto, pero me volví atrás.

Hace años, uno de los huéspedes tuvo una desagradable y violenta discusión con la señora Groton y amenazó con matar a Mutzi, su pequeño y querido perro, porque le había despertado por la noche. La señora Groton palideció, le pidió disculpas, le explicó atemorizada que Mutzi era un perro tranquilo y afable, pero que, debido a la herida de su pata, se despertaba y ladraba. La explicación no satisfizo al huésped, quien continuó hablando en el mismo tono y volvió a amenazarla. Cuando vi que se disponía a matar al pobre cachorro de la señora Groton, fui a mi habitación para coger la pistola y apuntarle con ella, pero afortunadamente cambió de opinión, pagó y se fue.

La pistola es uno de mis más preciados secretos. No tengo muchas ocasiones de cuidarla, sólo en esas montañas, donde no hay ni un alma, la desenfundo al atardecer, la desmonto, la limpio con un paño suave, engraso el delicado cañón y la devuelvo a su sitio.