XXVII

Llegué a Weinberg al atardecer. Estaba cansado y me temblaban las manos, enseguida fui al kiosco y pedí una limonada. El líquido dulce repuso un poco mis fuerzas, pero no me quitó el mareo. Las imágenes de los últimos días y la visita a casa de Lotte aún estaban pegadas a mí. Por un instante me pareció que el camarero, el hombre que tenía amputadas las piernas y al que había pegado en la cara, estaba al final del camino con sus muletas e intentaba alcanzarme. Lotte no me acompañó hasta la puerta. Le dije adiós y no me contestó.

Me quedé junto al kiosco y seguí con la vista los movimientos de los clientes. Eran personas adultas en cuyos modales comedidos se percibía una calma pueblerina. Conocía bien Weinberg. Ahora me parecía más tranquilo. Recordé que después del mercado del martes quitan los tablones, recogen la basura y, con dos grandes carros enganchados a dos bueyes, se lo llevan todo fuera del pueblo. Varias veces fui testigo de ese desmantelamiento.

Me quité el abrigo y enseguida noté el frío en la espalda. El invierno se adelanta allí. A finales de noviembre ya nieva y las cimas de las montañas se cubren de un manto blando. La blancura adquiere distintas tonalidades, amarillea y al final permanece así hasta marzo.

—Buenas tardes —me saludó uno de los ancianos de repente.

—Muy buenas —contesté como era usual allí.

—Este año el invierno se ha adelantado y el frío penetra hasta los huesos. Cuando era joven me gustaba la nieve, pero ahora es mi enemigo —me habló como a un viejo conocido y me hizo partícipe de su estado de ánimo.

—Y no es el punto y final —dije, alegrándome de haber encontrado las palabras apropiadas.

—Este frío no nos dará tregua —dijo el anciano con voz clara—, un frío así no pasa, sólo arrecia.

—¿Y perjudicará a los árboles? —pregunté por alguna razón.

—En absoluto. Los árboles necesitan su ración de frío, eso los fortalece. Los frutos en verano serán dulces como la miel.

—Gracias —dije, y me dispuse a seguir mi camino.

El anciano quería continuar con la conversación, pero, al ver que me daba la vuelta, hizo un gesto con su bastón, como un maestro señalando un punto lejano, y dijo:

—Allí había una taberna donde servían coñac francés.

Se puso el sol y calló la tarde cubriéndose de luz violeta. De las casas bajas dispersas por las montañas salía un humo fluido que me trajo a la memoria los días en que mi padre y mi madre estaban vivos y yo iba de uno a otro como un animal indefenso. Cuando estaba a cargo de mi padre era todo suyo, y también cuando no estaba a su cargo quería estar con él, pero en los últimos años empecé a percibir cada vez más el mutismo de mi madre. En ocasiones me parecía que su desesperación, purificada, se había convertido en una nueva fe. Mi padre era más práctico. Su fe y su pragmatismo se encontraban en el mismo paquete, y hasta el último día de su vida se negó a desatarlo. Han pasado años y, pese a todo, parece que no nos hayamos separado nunca.

Estaba muy cerca de la casa de Nachtigal. La casa se encontraba a los pies de una montaña y estaba rodeada por una explanada ahora cubierta de nieve blanca. No destacaba ni tenía un aspecto amenazante. La fachada era austera e indiferente. A decir verdad, así eran todas las casas de los alrededores.

Vi a una mujer que bajaba de lo alto de la colina y se dirigía al centro del pueblo. Era una mujer baja, de unos cuarenta años, con un sombrero de lana y un abrigo como los que llevaban las mujeres de Czernowitz antes de la guerra.

—Perdone —me dirigí a ella—, ¿dónde está la casa del señor Nachtigal?

—A lo mejor se refiere a la casa del nuevo vecino, está ahí, delante de usted.

—Gracias —dije sin moverme.

Cayó la noche y en las casas se encendieron las luces. El bosque de los alrededores era espeso y pude encontrar fácilmente un escondite y un puesto de vigilancia, pero por alguna razón me quedé fascinado contemplando la noche. Esa noche me recordaba otra en un bosque junto a Czernowitz. Tenía cuatro años, mi madre me llevaba de la mano y nos abrimos paso entre la espesura. Al día siguiente me iban a operar de las amígdalas y, por supuesto, tenía miedo. Mi madre me volvió a asegurar que era una operación sencilla y no sentiría nada. Cuando le pregunté otra vez cómo me sacarían las amígdalas inflamadas de la garganta, me contestó con una voz que ya no volvió a ella: «Es muy fácil, es como sacar el hueso de una ciruela». La voz y la noche se mezclaron, me fascinaron y me quitaron el miedo. Volví a casa feliz, me tomé un cacao y repetí en voz alta lo que mi madre me había dicho: «Es fácil, es como sacar el hueso de una ciruela». Pasado un tiempo pude oír que se había arrepentido de haber dicho esa mentirijilla.