XXI

Llegué a Steinberg al atardecer. Desde allí a la casa del asesino había cuarenta kilómetros. Me apeé porque necesitaba armarme de valor, descansar y recordar una imagen que se me había borrado de la memoria. Bajé sin emoción y de inmediato entré en la cantina. Había aprendido que las imágenes ocultas se revelan a veces en lugares extraños y descuidados. Me tomé dos copas y al instante vi el rostro del rabino Simmel. Los dos últimos años se había dedicado por completo a la conservación y reencuadernación de los libros. Estudiaba solamente una o dos horas al día y el resto de sus fuerzas las invertía en realizar su tarea en silencio y con gran meticulosidad.

La cantina se quedó vacía y me puse en camino. Tengo en la región varias pensiones-refugio donde en su momento me ocultaba y dormía durante varios días seguidos. Es una época en la que nieva mucho, pero ese año sólo helaba. En ese rincón perdido empecé a pisarle los talones al asesino. Allí, en una humilde fonda llamada Schneewittch, un grupo de oficiales retirados organizó hace años una conmemoración. Desde mi habitación podía verlos vanagloriarse y llamarse unos a otros por sus rangos, no por sus nombres. Entonces oí por primera vez el nombre de Nachtigal.

Al principio no le gusté a la dueña de la pensión, pero cuando vio que leía periódicos cambió de parecer y me contó que su marido había caído como un héroe en el este, y que sus dos hijos se habían alistado unos meses antes del final de la guerra y habían perecido en los bombardeos. Desde entonces, cada vez que vuelvo, me cuenta la misma historia. Parece que el dolor se ha acallado, pero ella continúa relatando la historia con forzada monotonía. Hace cinco años llegué con una mujer no especialmente guapa que me había encontrado en el tren, de inmediato cambió de actitud y no volvió a hablarme. Hace un año no pude contenerme y le dije:

—Si mi presencia le molesta, no vendré más.

—No pretendía tal cosa —dijo, y se echó a llorar.

—Entonces, ¿qué quiere de mí?

—No puedo soportar que haya rameras en mi casa.

—No era una ramera, era una viuda —alcé la voz.

—Lo siento —dijo, encogiéndose junto al mostrador.

Desde ese incidente ya no dice «rameras» sino «mujeres públicas», y está satisfecha por haber conseguido engañarme. No aguanto su verborrea y en más de una ocasión he intentado pasar de largo e ir a otra fonda, pero al instante me acuerdo de la amplia cama, de la gran ventana cubierta por una cortina bordada, de los dos paisajes colgados encima de mi cama, y cambio de opinión. En esa habitación me sumerjo en un profundo sueño, duermo de un tirón y me despierto sólo para comer.

Esa vez, al ver que llegaba solo, se alegró y dijo: «Señor, la habitación le está esperando». Sin demorarme ni dejarme atrapar por su charla, subí a la habitación. Estaba igual que la había dejado un año antes: la cama, el escritorio, el sillón. Me emocioné al ver los objetos ordenados e inertes, tal vez porque pensé que me estaban aguardando.

En la cena se sentó junto a mí uno de los revisores jubilados. Se tomó varias copas y sus recuerdos se inundaron de nostalgia. Habló de la época en que era un joven soldado, luchaba en el frente oriental y disfrutaba de buena comida, del frío y de la sensación de que él traería la redención al mundo.

—¿Cómo? —pregunté sorprendido.

—Matando judíos. Era una tarea repugnante pero muy urgente. Una tarea que reconfortaba el espíritu. Es cierto que al principio los gritos te hacían dudar, pero poco a poco ibas comprendiendo que estabas realizando una labor importante.

—No todos murieron —dije.

—Se equivoca. Fuimos de pueblo en pueblo y de escondite en escondite, no dejamos a uno con vida. Era una tarea extenuante, una tarea sucia, pero cumplimos con nuestra obligación hasta el final.

También me contó que, cuando cayó prisionero a manos de los rusos, se enteró de que su mujer, a la que amaba y era leal en cuerpo y alma, le había sido infiel durante la guerra, se había acostado con ancianos y jóvenes y había profanado los votos matrimoniales sin ningún pudor. Afortunadamente su cautiverio fue breve, y entonces volvió a su pueblo y la mató sin dilación. En el pueblo estaban convencidos de que la habían asesinado los rusos. «¿Para qué desengañarlos?», dijo en un tono desagradable, «lo importante es que estaba muerta, ¿no? Una mujer infiel está condenada a una muerte violenta. Una muerte violenta es lo que se merece». Una luz amarilla inundó su rostro enrojecido.