XXVIII
Ahora la oscuridad era absoluta, las escasas y débiles luces que salían por las ventanas sólo reforzaban la oscuridad de alrededor. Sentí el frío bajo los pies, pero sabía que podría aguantar muchas horas. Desde muy joven, desde la época errante con mi padre, me ha acompañado el frío. A veces me ha hecho sufrir, pero no me ha matado como hizo con muchos en el campo de trabajo.
Volví a acordarme del camarero con las piernas amputadas, de su cara delgada y dura, del alemán que salía de su boca. No hablaba como un lugareño sino como en las pequeñas ciudades de Austria, donde el acento es fuerte y bastante artificial. Al contrario que yo, hablaba de forma fluida, rápida y sin tropiezos. Me arrepentí de mi balbuceo, de mis inexactas palabras y de mis estúpidas repeticiones, y sobre todo de haberme ido tan rápidamente del vagón, como huyendo. Tendría que haber dado un escarmiento a esa boca que espetó «una gran misión», pero me quedé paralizado, confuso y dubitativo.
En la casa de Nachtigal no había luz. Sentí como si los temores que me habían angustiado durante las últimas semanas se hubiesen desvanecido. Al igual que cuando era joven, estaba dispuesto a sufrir, pero no sabía de qué clase de sufrimiento se trataba. Me imaginé con el agua al cuello y buscando refugio en las casas de los campesinos, como mi padre.
Para no despertar sospechas bajé a pasear a lo largo del río. En momentos de exaltación, normalmente después de dos o tres copas, el agente comercial Murcsik hablaba acaloradamente sobre la obligación de los judíos de ajusticiar a los asesinos y librar al mundo de sus crímenes. Y en una ocasión incluso me dijo que una persona religiosa, y los judíos habían traído la verdadera religión al mundo, tenía la obligación de ejecutar la sentencia. Esas palabras, que repitió en muchos idiomas, me sonaron coléricas y desagradables, y por otra parte sospechaba que pretendía adularme para que le pagara más.
El tiempo transcurría lentamente, el centro se cerró y sólo permanecía abierta la taberna. El movimiento por los caminos cesó, y los pocos que subían por la colina eran hombres de mediana edad que se dirigían directamente a la taberna. También yo quería ir y tomarme una copa. Una copa anima y hace olvidar el miedo, pero me contuve y no abandoné la vigilancia.
Hace un año por esas mismas fechas estuve unos días en una pensión cerca de Weinberg. Entonces, dar caza a Nachtigal me parecía un anhelo lejano, como si no tuviese nada que ver con mi vida presente sino con mi vejez. Dormí durante varios días seguidos unido a mis latentes recuerdos de infancia y contento con el poco dinero que había sumado a mis ahorros. Pero, cuando dejé la zona y me dirigí hacia el sur, supe que si volvía aquí no lo haría como antes. Por supuesto en ese momento no me imaginaba que Nachtigal decidiría salir de su escondite y comprarse una casa en la región. Al enterarme de que se movía libremente tuve claro que no podía zafarme de mi obligación.
En su momento quise pedirle consejo al rabino Simmel, pero en los últimos años estaba tan ocupado preparando los libros que no me atreví a echarle ese peso encima. Es decir, tan sólo antes de morir le hice partícipe de mi secreto. De hecho creo que pedir consejo conlleva cierto reparto de la carga, y por tanto tampoco se lo pedí a Max. Algo así hay que hacerlo por propia iniciativa.
Es extraño que fuera precisamente a Berta a quien le insinuara que tenía intención de atentar contra Nachtigal. Al parecer la insinuación fue tan velada que no la captó. También había una razón práctica: quería dejar en su casa mi escaso dinero en efectivo, mi libreta de ahorros y algunas fotografías familiares. Alguien que va a cometer un acto así debe tener en cuenta que puede resultar herido y tal vez incluso muerto. Me daba pena que los pocos bienes que había atesorado a lo largo de los años fuesen a parar tras mi muerte a alguna comisaría de policía local, y allí lo clasificasen y ordenasen todo y al final quemasen la ropa, como se hacía allí. Quise escribir una nota: El dinero en efectivo, los objetos de la maleta y los ahorros de la cuenta de Sandberg pertenecen a Berta Kranz. Por supuesto, ella se presentará en una comisaría de policía. Con respecto a la muerte de Nachtigal, toda la responsabilidad es mía. Quise escribir todo eso, pero enseguida me di cuenta de lo absurdo que era.
Poco a poco las luces se fueron apagando en las casas y sólo la taberna permanecía iluminada. Los sonidos fueron enmudeciendo, y si no hubiese sido por algunas aves rapaces que serraban el aire con sus chillidos, el silencio se podría haber cortado.
El frío había penetrado en mis dedos y estaba trepando hacia arriba. No me encontraba cansado ni débil, mis sentidos estaban alerta y mi memoria clara, y a pesar de todo tenía la sensación de que esas sombras que me habían perseguido durante tantos años atormentando mi sueño e impidiéndome avanzar, esas sombras venenosas habían logrado al final empujarme hasta esa trampa. Viejos miedos, miedos que ya no me incomodaban, volvieron a estremecerme. Me levanté y moví las piernas con fuerza. Esos pisotones, que no duraron más que unos cuantos minutos, ahuyentaron el miedo.
Después sólo pensé en Max, en nuestra amistad y en lo unido a él que me sentía. Intenté recordar cómo y cuándo le había conocido, pero no pude. Ese hombre práctico que levantó de la nada una red de tiendas, un restaurante y muchas más cosas, que cuidaba de decenas de personas, llevaba la contabilidad de todo, tenía relación con bancos y entidades financieras, ayudaba a la gente a escondidas y cuidaba al rabino Simmel como a la niña de sus ojos, ese hombre maravilloso llevaba años aterrado. A veces me parecía que su vida transcurría siguiendo unas marcas que él mismo había puesto en lugares lejanos y que, en realidad, eran quienes dirigían su vida.
Ahora sentía que también él estaba en peligro. Sabía que tenía varias habitaciones fortificadas y bastantes pistolas, pero por algún motivo me parecía que había sido atrapado en la tienda por la mañana, junto a las dependientas. Ellas intentaban avisar a los vigilantes que estaban en la calle, pero no lo conseguían. «¡Dios mío, ayúdale!», grité, y me libré de esa pesadilla.