XXII
Al día siguiente madrugué y me puse en camino. Sabía que tenía que llegar hasta Weinberg a pie y sin ayuda. La mañana era gris y finos copos de nieve caían sobre las colinas derritiéndose al instante. Había hecho ese camino en más de una ocasión. Allí, en los mercados remotos, había adquirido libros y alhajas, había conocido a gente y me había atrincherado en pensiones, y durante los meses fríos me había arrastrado de pueblo en pueblo como en una pesadilla. En esa ocasión era diferente, como si me hubiese quitado un peso de encima.
Junto a uno de los altos árboles vi a mi madre sentada en su viejo sillón, con un cigarro en la boca, observándome con una mirada inquisitiva. ¿Qué va a ser de ti? Lees mal y escribes con muchas faltas. Al contrario que mi padre, ella pensaba que había que estudiar y conocer bien las grandes obras. Mi negativa a ir al colegio le hacía sufrir. Por aquellos años me dejé arrastrar por mi padre, por sus aventuras y fantasías. Cada noche me sentaba a observar a las células que desde su escondite enviaba a quemar bosques y montes. Los mensajeros volvían de sus misiones cubiertos de polvo, con los ojos ennegrecidos y una chispa de felicidad por la desgracia ajena brillando en su mirada. Así pretendía mi padre liberar a la región de sus sufrimientos.
Desde ese asesinato, mi madre no tomó parte en la actividad política. Si no hubiera sido por algunas amigas de la juventud, se habría hundido en una completa soledad. Se pasaba casi todo el día leyendo. No supe apreciar su nobleza. Yo pensaba que estaba malgastando el tiempo y vengándose de mi padre, y que ya no creía en el cambio social. Su silencio me asfixiaba. Escapaba de casa, vagaba por las calles y me unía a los jóvenes rutenos. En más de una ocasión volvía a casa herido y sangrando. Mi madre me cuidaba en silencio y con paciencia, como si no fuera su hijo indomable sino una criatura de la que había que compadecerse. Cuando mi padre iba a buscarme, sin darle siquiera un beso en la frente para despedirme de ella, corría hacia él como huyendo de un lugar agobiante.
Durante la guerra, los rutenos lo echaron de su escondite y permaneció a la intemperie con su cazadora ajada, cegado por la luz del día. Estuvimos semanas vagando juntos por el campo y pidiendo ayuda a sus amigos. Todos le evitaban o se negaban a abrir la puerta. Por las noches dormíamos en graneros o en cabañas vulnerables. Mi padre no culpaba ni justificaba.
Tras varios años viviendo en escondites oscuros se alegraba de estar de nuevo al sol. A veces nos deteníamos junto a un arroyo y dormíamos una o dos horas. Cuando se despertaba, se movían los músculos de su cara y se dibujaba en sus labios una repentina sonrisa que al instante se distorsionaba. Esas muecas fugaces tampoco reflejaban desaprobación o rabia. Hacía gestos desdeñosos, también efímeros, que parecían decir, me he equivocado, no he calculado bien. Estaba demasiado ocupado consigo mismo como para hablar conmigo, por tanto yo caminaba a su lado sin perturbar sus pensamientos.
Una mañana pasó un camión y dos alemanes nos detuvieron y nos hicieron subir a base de patadas y golpes. Una vez arriba mi padre dijo: «Se acabó», como si se sintiera aliviado. Yo tenía quince años y entonces me di cuenta por primera vez de que le sacaba la cabeza.
Así llegamos al campo de Nachtigal. Era un campo de trabajo pequeño y cruel donde la gente moría de frío y a causa de los trabajos forzados. Sorprendentemente encontramos allí a mi madre. Llevaba un vestido largo, un jersey gordo y capas de barro pegadas a las botas. Se alegró de vernos y nos habló. Enseguida nos informó de que allí a los comunistas les iba especialmente mal: todos se alejaban de ellos, conspiraban contra ellos y les recordaban sus actos. Los alemanes y los ucranianos golpeaban a diestro y siniestro. Cada día Nachtigal ejecutaba a gente. Al parecer yo era más fuerte que mis padres.
Trabajaba cargando carbón como obrero cualificado. También mi padre trabajaba cargando carbón sin descanso. Sus compañeros de fatigas no olvidaron su pasado y a la menor oportunidad le recordaban que era un fanático que se había unido a los rutenos y los había enviado a las calles judías a robar y saquear. Mi padre guardaba silencio y no contestaba. Una mañana, Nachtigal le disparó porque había llegado tarde a la formación. Mi madre trabajaba en la sastrería y cada noche, corriendo un gran peligro, me llevaba unos pedazos de pan. Le pedí que no lo hiciera, pero no me hizo caso, y una noche también le dispararon junto a la verja.