XXXI

Dormí muchas horas. Cuando me desperté ya se había puesto el sol y el tren había acelerado la marcha. Al principio creí que estaba volviendo a Weinsberg, pero enseguida me di cuenta de que ese no era el confortable tren de Weinsberg, el que lleva a los turistas a las pensiones y a las estaciones de esquí, sino un expreso normal que traía a los obreros desde el norte de vuelta a casa y al largo paro invernal. La cafetería estaba llena, la gente bebía, charlaba y maldecía a los directores y las marcas famosas.

¿Por qué estoy viajando en dirección contraria?, me pregunté. Ahora me parecía que había olvidado en Grünwald un paquete con manuscritos, un paquete que había adquirido con mucho esfuerzo y que iba a enviar a Max. Una mujer no especialmente guapa me había arrastrado a una pensión y yo, completamente confuso, había olvidado ese importante paquete en la cantina. Intenté compadecerme de mí mismo y me dije que el dueño de la cantina no sabía hebreo y por tanto no comprendería la importancia del hallazgo. Por alguna razón me acordé de mi contrincante y de su lamentable estado. No recordaba lo que me había dicho, y me parecía que volvía, me culpaba de algo grave, me insultaba y amenazaba con delatarme. Una vieja ira, contenida durante mucho tiempo, se desbordó y me inundó. Me prometí a mí mismo que si me encontraba con él no tendría piedad y le cerraría la boca.

Afortunadamente el expreso se detuvo, y al ver el conocido letrero y el andén me calmé. Era como si hubiese escapado de un oscuro y estrecho túnel que me agobiaba. He vuelto, me dije. Era la estación que me resultaba tan familiar y, si no hubiese sido por la bofetada de frío que sentí, hubiese ido a comprobar si los demás también habían vuelto, pero el intenso frío me arrastró hacia la cantina.

Sin duda era la querida estación de Salzstein, pero sin la cantina de Gisy. A mi pregunta: «¿Dónde está Gisy?», el dueño de la cantina respondió lisa y llanamente: «No hay ningún Gisy, no hay ningún Schmisy, yo soy el dueño de la cantina, yo y nadie más que yo». Sin darme cuenta le dije que cada año iba allí a pasar unos pocos días y que a todos nos gustaba la taberna de Gisy porque tenía un mobiliario de estilo antiguo.

—He tirado todos los muebles a la basura, una cantina debe estar limpia y ser práctica.

Y efectivamente así era: varias mesas de plástico, sillas de plástico, un anuncio del banco provincial y una máquina de discos que por una moneda te ofrecía veinte minutos de música estridente.

—Perdone —dije, y me dispuse a salir.

—El hombre del que ha hablado no ofrecía un buen servicio. Durante treinta años ha estado engañando a la gente —atacó por detrás.

—A mí no me engañaba —no pude contenerme.

—Es posible, pero yo no probaría su comida.

Me dolía que Gisy, en cuya compañía pasaba cada año muchas horas, ese hombre que intentó reconstruir en la estación la casa que había perdido, se hubiese quedado en la calle. Sabía que su mujer había emprendido una dura batalla contra él, le había mandado a través de sus abogados una citación y le había demandado, pero no me imaginaba que iba a ser desposeído de todo. Quería preguntar dónde estaba ese hombre tan extraordinario, pero sabía que no había a quién.

Salí a la calle. Hacía unos cuantos meses me había despedido de Stark en ese mismo lugar. Su mirada era tan intensa y pura que hizo que me ruborizase. Yo sabía que no le volvería a ver, pero me negué a aceptar sus palabras de despedida. No estaba perturbado como algunos otros. Sencillamente había vuelto a sus antepasados y a sus libros, y había encontrado en esos libros lo que en su juventud le había pasado inadvertido.

Subí a su cabaña. Al contrario que en verano, la loma estaba pelada y pude ver los latifundios y los minifundios. Recordé las canciones y las excelsas palabras sobre el fortalecimiento y los planes de la organización, sobre el proyecto de librar a las minorías y a los desplazados de la desesperación y la angustia, y por supuesto sobre la intención de fundar una editorial y una nueva revista, y sobre todo de iniciar una guerra a muerte contra la melancolía que estaba acabando con los judíos.

Cuando llegué a la cabaña de Stark, me recibió una joven monja. Enseguida me contó que el anciano había fallecido, que la Diputación había donado su casa a la iglesia y que ahora se utilizaría como capilla para los peregrinos.

—¿Y qué ha sido de los libros y las revistas? —pregunté en tono preocupado.

En respuesta a mi pregunta, la monja abrió la puerta de la cabaña, y ante mis ojos apareció una imagen asombrosa: todos los libros, los periódicos, las revistas y los fascículos, que habían estado tantos años esparcidos por las sillas, la cómoda y el suelo, estaban ahora ordenados sobre unos estantes nuevos. La luz de la tarde iluminaba el espacio vacío y una calma diáfana, esa paz que se encuentra sólo en los lugares deshabitados, reinaba en la amplia habitación.

—¿Y qué ocurrirá con estos libros? —pregunté.

—Están aquí —dijo la monja—, quien quiera consultarlos puede venir a hacerlo.

El rostro de la monja era joven, sonrojado y redondo, y una extraña inocencia lo cubría.

Incliné la cabeza como para desprenderme de mi ignominia.

Me hice a un lado y salí a rodear la loma. Antes lo hacíamos dos o tres veces, y en ocasiones cinco. Era parte de la ceremonia, parte de las noches en vela que pasábamos en casa de Stark. Volvíamos al alba y cantábamos «El pueblo de Israel está vivo, el pueblo de Israel está vivo». Algunos camaradas estaban en contra de esa canción y decían que la cantaban en los nidos de los Bne Akiva[2] antes de la guerra. Pero Stark la permitía aduciendo que ahora debíamos ser fuertes, y todo lo que fortaleciera la muralla de la vida y diera esperanza estaba permitido.

Después tomábamos café y discutíamos acaloradamente: las palabras viejas y las palabras nuevas se entrelazaban y sonaban como un prolongado rugido. Stark argumentaba citando los Midrashim y los libros hasídicos. Algunos camaradas rechazaban esos argumentos, porque según ellos no había que citar libros apolillados. Otros lloraban desesperadamente, como si el abismo abierto de par en par hubiese aparecido ante sus ojos.

Al mediodía nos entraba sueño a todos, y Stark se sentaba a la mesa y escribía sus misivas a los camaradas leales y a los camaradas que le habían abandonado.