XIII

Cuando la estación del año no me es propicia, me dirijo a las desiertas montañas de Graten. Normalmente hago el camino a pie, pero si llueve con fuerza alquilo un carro para subir. Cuando le hablé al rabino Simmel por primera vez de mis viajes a las montañas de Graten, me advirtió de que, por las noticias que tenía, allí nunca habían vivido judíos. Pero por alguna razón tiendo hacia allí. Me dejo llevar por mis pies. Nunca me han fallado. Ellos me revelaron el escondite de Stark, gracias a ellos descubrí los mejores mercados e incluso a mi querida Berta. Mis pensamientos son siempre complicados y mis sentimientos parecen a punto de estallar. Sólo en mis pies hay cierta sensatez.

Las montañas de Graten son altas, pero no escarpadas, ocupan una gran extensión y al final del verano reina allí un espeso silencio que me aturde por completo. Alquilo una habitación en casa de Gretchen y duermo. Cuando la conocí aún trabajaba en el campo, sus hijas casadas, aunque vivían lejos, la visitaban, se sentaban juntas en la calle y charlaban hasta bien entrada la noche. A veces también yo me unía a ellas. Ahora tiene ochenta años y su rostro está arrugado, pero cuando se pone el sombrero de paja y sale al huerto, sus años jóvenes vuelven a su cara y escarda los bancales con gran agilidad.

Por la tarde me sirve queso, ensalada de hortalizas del huerto y pan de pueblo recién hecho. Es una mujer sencilla que ha logrado pocas cosas, pero cuando habla de su huerto, de la vaca, que ya no da leche, del perro, que murió prematuramente, y de sus hijas, que ya no la visitan como antes, hay en sus palabras una sabiduría oculta, y sé que, a diferencia de mí, ha estado siempre cerca de las plantas y de los animales y se ha impregnado de su vitalidad. Y ahora, desde que ha envejecido, habla de su muerte con naturalidad, como si supiera cuándo le llegará la hora. Yo le hago preguntas porque me gusta oír su voz. En sus palabras no hay nada superfluo. Me cuenta lo que sabe por experiencia, sin pretensiones y sin fingimientos.

Hace un año, cuando le confesé que era judío, se sorprendió, pero no me agobió con preguntas. Esa misma tarde sentí que la noticia la había impresionado y, aunque continuó sirviéndome la comida con la misma diligencia, no volvió a sentarse a mi lado. Una tristeza que no conocía en ella se fue marcando en su rostro. Quería decirle, Gretchen, si mi presencia te molesta, buscaré otro lugar. No quiero perturbar tu vejez.

Al parecer comprendió mis intenciones y, en un momento dado, se dispuso a disculparse, sin embargo su reticencia fue más fuerte que ella. Sé que los judíos atemorizan, y ahora que ya no hay, su recuerdo provoca un escalofrío imperceptible. Una vez, en un tren nocturno, una prostituta me confesó que estaba dispuesta a acostarse con cualquier hombre en cualquier lugar, excepto con un judío. Los judíos enfriaban su pasión y después le costaba reponerse.

—¿Cómo sabes quién es judío? —le pregunté sorprendido.

—Están circuncidados, ¿no lo sabías? —contestó, poniendo de manifiesto su necedad.

Hace un año, cuando me despedí de Gretchen, no me dijo adiós ni me acompañó hasta la puerta como de costumbre. Supe que no quería volver a verme.

Pero en la vida no sólo hay fracasos. Cuando estaba saliendo de su casa, vi como en un mal sueño a un anciano de corta estatura subiendo del valle. No podía creer lo que veían mis ojos y me acerqué a él, no había duda de que era judío.

—¿Qué hace aquí un judío? —las palabras me salieron de la boca.

—Vivo aquí —contestó tranquilamente.

Me explicó que vivía cerca, en una casa aislada, con su mujer y sus siete hijos. Más tarde me contó que habían sido trasladados allí durante la guerra y se habían salvado. Desde entonces no se habían movido del lugar. Tenían una pequeña tienda y una casa de huéspedes. Me di cuenta de que su fe latía en todos sus gestos, incluso en la forma de mirar a sus hijos. Su mujer era baja y delgada, y costaba creer que hubiera llevado en su vientre a siete hijos.

—¿Eres de familia ortodoxa? —pregunté.

—No.

Los judíos creyentes me dan miedo. Es muy fácil reconocerlos e identificarlos. En más de una ocasión, en estaciones de tren perdidas, he estado a punto de acercarme a alguno de ellos y susurrarle al oído: Tu aspecto te delata, ¿porqué llevas kipá?, ¿por qué? Pero ahora no sentía que aquel hombre estuviera en peligro. Sus gestos eran tranquilos y su rostro transmitía serenidad. Estaba rodeado por sus hijos y estos le protegían. Le dije que una vez al año me hospedaba en casa de Gretchen y visitaba los alrededores. Me alegró que no preguntara a qué me dedicaba. Cuando me preguntan eso se me encoge el estómago. Su casa me recordó la de mi abuelo. También en casa de mi abuelo reinaba una paz absoluta. Al parece sólo una persona creyente conoce la paz.

—¿Cómo llegaste a ser creyente? —enseguida me arrepentí de haber invadido su intimidad. Dirigió la vista hacia su mujer y ambos me miraron como diciendo, no podemos responder nada. Si dijéramos que sentimos que sólo así podríamos vivir después de los campos, no habríamos dicho nada, y si añadiéramos que sentimos que este lugar nos fue entregado para cuidarlo durante un tiempo, no se comprendería.

Más tarde me contó que tenía pensado vender lo que pudiera y emigrar a Jerusalén al año siguiente. La época de soledad estaba llegando a su fin y era el momento de unirse a la comunidad de Israel. Esas palabras me resultaban conocidas y comprendía su significado, pero un muro me separaba de ellas, era como si en aquella calma hubiesen adquirido un sentido distinto.

Entonces me dijo que un año antes unos vándalos habían rociado la casa con gasolina y se disponían a prenderle fuego, y que si no hubiera sido por los valientes perros que se lanzaron sobre ellos, la casa hubiera ardido.

—Necesitan una pistola —dije.

Estuvimos hablando hasta muy tarde. Habían estado en los mismos campos de trabajo que yo, habían trabajado en los mismos «pozos», pero recordaban más cosas, no sólo se acordaban de Stark y de Mina, también de mi Berta. Y cuando les conté que Berta había vuelto a su ciudad natal, no se sorprendieron, me dijeron que hablaba de sus padres con mucha nostalgia. La calidez hogareña puso de pronto de manifiesto mi desarraigo en este mundo. Era como si lo hubiese perdido todo, incluso mis escasos recuerdos.

Aquella noche no dormí. Me irritaba que Gretchen, cuyo comportamiento admiraba y sigo admirando, hubiese renegado de mí como si me hubiese descubierto una tara imperdonable. Es cierto que no hizo ningún comentario ofensivo, pero todo su ser decía, hay algo en ti que no es como es debido. Tal vez no sea culpa tuya, sin embargo, es difícil soportar la presencia de alguien que tiene una fea tara marcada. Me pareció que sus ojos azules habían cambiado de color y se habían vuelto metálicos por mi culpa, para poder echarme de su vida, una vida que se acercaba a su fin.