INTRODUCCIÓN

Estas páginas son capítulos de memoria y reflexión. Nuestra memoria es escurridiza y selectiva, conserva lo que tiene a bien conservar. No digo con esto que guarde únicamente lo bueno o lo agradable. La memoria, al igual que el sueño, toma de la densa corriente de acontecimientos ciertos detalles y, a veces, pequeñas cosas sin importancia; los atesora para, en un momento dado, hacerlos resurgir. Al igual que el sueño, también la memoria trata de dotar de cierto significado a esos acontecimientos.

Desde mi más tierna infancia, sentí que la memoria era un embalse vivo y latente que animaba mi ser. De niño, solía sentarme a rememorar las vacaciones de verano en el pueblo de mis abuelos. Permanecía durante horas sentado junto a la ventana imaginando el viaje hasta allí. Todo lo que recordaba de los anteriores veraneos volvía a revelarse de una forma más vivaz.

La memoria y la imaginación conviven a veces al unísono. En esos primeros años parecían competir entre sí. La memoria era real, sólida, por así decir. La imaginación tenía alas. La memoria tiraba hacia lo conocido; la imaginación, hacia lo desconocido. La memoria siempre me inspiraba calma y un sentimiento agradable. En cambio, la imaginación me turbaba hasta deprimirme.

Con el tiempo aprendí que hay personas que viven solamente de la fuerza de la imaginación. Ese era el caso de mi tío Herbert. Había heredado una gran fortuna, pero como vivía en el mundo de la imaginación, la derrochó por completo hasta quedar en la ruina. Cuando lo conocí a fondo ya era un hombre pobre que vivía de la caridad de sus familiares, pero tampoco en su pobreza dejó de imaginar. La mirada en sus ojos estaba clavada en la distancia y siempre hablaba del futuro, como si no existiera ni presente ni pasado.

Es sorprendente cuán claros son los lejanos y ocultos recuerdos de la niñez, especialmente aquellos relacionados con los montes Cárpatos y las amplias llanuras que se extienden a sus pies. En las últimas vacaciones de verano devoramos las montañas y las planicies con una especie de ansia aterradora. Como si mis padres supieran que aquellas habrían de ser las últimas vacaciones y que, en adelante, la vida sería un infierno.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, yo tenía siete años. El orden del tiempo se confundió; ya no había más verano ni invierno, ni estancias prolongadas con mis abuelos en el pueblo. Nuestra vida se circunscribió a estar en una estrecha habitación. Permanecimos en el gueto algún tiempo y a fines de otoño fuimos deportados de allí. Estuvimos semanas por los caminos y, al final, en el campo de concentración. Sobre la huida hablaré llegado el momento.

Durante la guerra no era yo. Parecía un animal diminuto que tenía una madriguera; mejor dicho, unas cuantas madrigueras. Mis pensamientos y sentimientos se redujeron considerablemente. Bien es verdad que, en ocasiones, surgía de mi interior una especie de dolorosa estupefacción —cómo y por qué razón me había quedado solo—, aunque este estupor se desvanecía con los vapores del bosque mientras el animal que había en mí volvía a cubrirme con su pelaje.

De los años de la guerra apenas recuerdo nada, como si no hubieran sido seis largos años. Cierto es que a veces surge de la espesa niebla un cuerpo tenebroso, una mano ennegrecida, un zapato del que no ha quedado nada excepto remiendos. Estas imágenes, a veces poderosas como una ola de fuego, se desvanecen rápidamente, como si se negaran a revelarse; y de nuevo la misma tenebrosa caverna llamada «guerra». Esto es lo que retiene la conciencia racional, pero las palmas de las manos, las plantas de los pies, la espalda y las rodillas recuerdan más que la memoria. Si hubiera sabido cómo extraer algo de todas ellas, las imágenes me habrían desbordado. Logré escuchar mi cuerpo unas cuantas veces y escribí algunos capítulos, pero fueron tan sólo fragmentos de una masa oscura oculta para siempre en mí.

Después de la guerra, pasé unos cuantos meses en las costas de Italia y luego en las de Yugoslavia. Fueron meses de un olvido maravilloso. El agua, el sol y la arena nos heñían hasta el anochecer, y entonces nos sentábamos junto a la hoguera para asar pescado y beber café. Por las playas vagabundeaba por aquella época gente moldeada por la guerra: músicos de todo tipo, prestidigitadores, cantantes de ópera, actores, profetas que anunciaban catástrofes, contrabandistas, ladrones y, entre otros, niños artistas de seis o siete años a los que empresarios corrompidos adoptaban para llevarlos de un lado a otro. Todas las noches había una actuación y, de vez en cuando, incluso dos. Fue entonces cuando el olvido construyó sus profundos sótanos. Con los años, los trasladaríamos a Israel.

Una vez allí, el olvido ya se había asentado en nuestras almas. En este sentido, Israel supuso una continuación de Italia. El olvido encontró aquí tierra fértil. Por supuesto, la ideología de aquellos años contribuyó a esa desmemoria, pero la orden de olvidar y encerrarse en uno mismo no provino del exterior. En ocasiones, se filtraban por esos sótanos fortificados imágenes de la guerra que reclamaban su derecho a existir. No eran capaces de derrumbar los pilares del olvido ni la voluntad de vivir. La vida nos decía entonces: olvida, asimílate. Los kibbutzim y las granjas de todo tipo fueron magníficos invernaderos para el cultivo del olvido.

Durante muchos años estuve sumido en el letargo del olvido. Mi vida fluía por la superficie. Me acostumbré a los angostos y húmedos sótanos. Es verdad, siempre temí una erupción. Me parecía, no sin razón, que las pululantes fuerzas de las tinieblas se iban fortaleciendo y que uno de aquellos días, cuando el lugar fuera demasiado estrecho para ellas, saldrían de nuevo a la superficie. Y, de hecho, estallidos como aquel se producían a veces, pero entonces otras fuerzas los frenaban y los sótanos se cerraban a cal y canto.

La división entre aquí y allá, entre arriba y abajo, duró varios años. La historia de esta lucha está en estas páginas y abarca numerosos aspectos: la memoria y el olvido, la sensación de caos e impotencia y, por otro lado, las ansias de vivir una vida con sentido. Este no es un libro que plantea preguntas y las responde. Estas páginas son la descripción de una lucha, por utilizar el lenguaje de Kafka, una lucha en la que participa cada rincón del alma: el recuerdo de la casa, los padres, el paisaje pastoril de los montes Cárpatos, los abuelos y la multitud de luces que discurrían en aquel tiempo hacia mi alma. Más tarde la guerra, todo lo que arrasó y las cicatrices que dejó. Y, finalmente, los largos años en Israel: el trabajo en el campo, el idioma, las preocupaciones propias de la adolescencia, la universidad y la escritura.

Este libro no es un resumen, sino un intento, desesperado si se quiere, de ir uniendo las diferentes partes de mi vida hasta las raíces de su germinación. El lector no debe buscar en estas páginas una autobiografía ordenada y detallada. Son episodios de una vida reunidos en la memoria, que viven y palpitan. Mucho se ha perdido y más ha devorado el olvido. Lo que queda parece que no fuera nada; y, a pesar de todo, cuando reuní los fragmentos sentí que no sólo los años los unían, sino también un cierto significado.