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Cuando salió a la luz mi primer libro, Ashan, el poeta Uri Tzvi Grinberg me invitó a su casa. Probablemente él esperaba a alguien de aspecto diferente del mío, porque me preguntó sorprendido:

—¿Tú eres Appelfeld?

—Qué se le va a hacer.

—No importa.

No me preguntó de dónde provenía, quiénes eran mis padres, qué hice durante la guerra ni qué hacía en ese momento. Tuvo unas cuantas palabras de elogio para mi libro. Enseguida me di cuenta: eran halagos con reservas. Llamó «expresión aprisionada» a mi escritura y se burló del calificativo «escritura contenida» con el que los críticos la habían bautizado. «¿Qué significa “contenida”?» —se mofaba—. «Si tienes algo que decir, dilo, y hazlo sin guardarte nada; si no tienes nada que decir, cállate».

En cuanto a la expresión aprisionada, me explicó que las naciones del mundo se dedican al arte por el arte y, de hecho, han conseguido logros en este campo. Nosotros no hemos sido agraciados con ese don. Nosotros, como máximo, los imitamos. A nosotros se nos concedió el don de la revelación y la profecía, y si nos vinculamos a ellas, crearemos algo auténtico. Un pueblo como el nuestro no puede entretenerse en descripciones y en sutilezas de sentimientos. Nosotros llevamos generaciones ligados al Dios de Israel y a su Ley Divina, y de ellos debemos nutrirnos. Únicamente los hijos que han olvidado quiénes son y quiénes fueron sus padres vagan errantes por campos extranjeros. Tras el más terrible Holocausto está prohibido errar. Es un pecado. ¿Es que no vimos lo que era la cultura europea, qué fantasmas habitan en sus sótanos? Y ahora los imitamos escribiendo en yambos y observando los detalles del movimiento de fulano o de mengano. El gran Tolstoi comprendió al final de su vida que el arte europeo había fracasado, pero él no tenía adonde dirigirse. Tenía un flaco evangelio, y este escaso alimento lo nutrió el resto de sus días; sin embargo, nosotros tenemos los tesoros de la Torá: las dos versiones del Talmud, los Midrashim, los libros de Maimónides y el libro del Zohar. ¿Qué otra nación del mundo posee un tesoro como este? Pero nosotros siempre hemos huido de nosotros mismos y de nuestra misión en el mundo, nos ocultamos en los parques de Nueva York y de París, como si estos pudieran colmar nuestra alma vaciada. Un arte que no lleva consigo la fe de los antepasados no nos salvará. La Tierra de Israel, sin una gran fe, no nos salvará. Debemos quemar todos los becerros, los becerros de oro, los becerros espirituales, para adoptar de nuevo a nuestros antepasados; sin ellos no tenemos existencia posible en el mundo. Sin ellos somos unos pequeños imitadores, topos, nada en absoluto.

Sabía que sus críticas no sólo iban dirigidas a mi flaco libro, sino también a la vida espiritual en Israel. Conocía estas acusaciones por su poesía y por sus manifiestos y, a pesar de todo, me parecía que esta vez los reproches iban dirigidos exclusivamente contra mí. Como si yo personificara la obstinación y la insensibilidad, como si yo, en lugar de vincularme a los antepasados y a su fe, me dedicara a juegos descriptivos y a sutilezas sentimentales, al estilo de Chéjov o Maupassant. Mi camino era el equivocado, pero, como todavía estaba al comienzo, sería mejor mostrarme enseguida mi error. Hablaba alternativamente con voz apagada y en voz alta, como si quisiera verter en mi insensato corazón todos sus pensamientos.

Jamás me han gustado ni la dramatización ni las grandes palabras. Amé y amo observar. La observación se distingue por la ausencia de palabras. El silencio de los objetos y del paisaje fluye hacia ti sin obligarte a nada. Yo, por naturaleza, no suelo exigir nada a nadie. Acepto a las personas como son. A veces la debilidad me conmueve no menos que un acto de generosidad. Más aún: la revelación y la profecía de las que hablaba Uri Tzvi Grinberg me parecían un antiguo manto de gloria con el que hoy en día no se puede uno abrigar. Pero, milagrosamente, el hombre que me hablaba aquella tarde tocó en mí una nota oculta. Por un instante tenía la sensación de que había descubierto mi vergüenza. Ni el hogar de mis padres, ni la guerra, ni la Inmigración Juvenil, ni el Ejército, ni tampoco la universidad me habían vinculado con mis antepasados y los orígenes de su fe. No cabía duda: había una gran fe judía, pero yo no conocía sus senderos.

No es difícil descubrir las debilidades de una persona, arraigar en ella la autocrítica y la inseguridad, y eso es lo que hizo esa tarde Uri Tzvi Grinberg. Me había dolido y estaba irritado, aunque, más allá de eso, sentí la inmensa energía que latía en él. No era una energía que venía a fortalecer su ego, sino una energía de otro tipo, una energía colectiva que se acumulaba en un solo hombre que me hablaba diciéndome: «El individuo, con toda su importancia, no lo es todo. La comunidad lo precede, ya que la comunidad ha creado la lengua, la cultura y la fe. Si el individuo contribuye con su parte a la comunidad, la eleva y se eleva con ella. Un artista que no es capaz de hacer esto no será incluido en la memoria de su pueblo». Si hubiera hablado en voz baja, tal vez lo hubiera captado, pero como su voz iba subiendo cada vez más, se me taponaron los oídos y no percibí más que sonidos estridentes.

Qué distinto era Agnon de él. También se aferraba a la fe de nuestros antepasados, pero hablaba con calma, con astucia. Lo que Uri Tzvi Grinberg quiso hacer por medio de una tormenta Agnon lo hacía con silencio. Yo conocía bien a Agnon. Nunca me criticó por mi forma de escribir. Siempre hacía comentarios con doble sentido, en parte irónicos y, más de una vez, irritantes. Uri Tzvi Grinberg me habló aquella tarde con furor, como un padre a un hijo; no era un discurso sosegado ni racional, pero sí auténtico.

Ese fue mi único encuentro con él, no volví a hablar con él cara a cara. En ocasiones lo veía en la calle, pasando como un viento tempestuoso o parado hablando apasionadamente con alguien. Me alejé de él, no busqué su compañía. Sus exigencias no eran las mías, pero probablemente yo no desaparecí de su mente. Más de una vez, por medio de amigos, preguntó por mí. Y en más de una ocasión me envió una recomendación clara: «No te dediques a los detalles, haz oír tu voz alta y fuerte. No se debe hablar de las injusticias entre murmullos». Sabía que se preocupaba sinceramente por mí y, aun así, no me dirigí a él ni volví a verlo. Me enteré de su muerte estando en el extranjero.